La idea de que las libertades del Tratado sirven a la existencia y garantía de un mercado interior se constituye sobre un principio federal: los productos – en el caso de la libre circulación de mercancías – se “ponen en el mercado” en un mercado nacional y cumplen – han de cumplir – con las reglas del ordenamiento que rige la producción y distribución de mercancías en ese mercado nacional. La libertad de circulación garantiza que esas mercancías pueden “viajar” por todo el mercado interior y que cualquier obstáculo a dicha circulación como consecuencia de la aplicación de normas del Estado de “llegada” haya de justificarse.
Ha de justificarse por qué ha de prevalecer el interés protegido por esas normas del Estado “de llegada” o, dicho de otro modo, por qué ha de prevalecer el interés protegido por esas normas del Estado “de llegada” sobre el interés del productor en beneficiarse del mercado único que incluye su “derecho” a comercializar sus mercancías en todo el mercado interior si cumple con las reglas aplicables a la producción y distribución de ese producto en su mercado de origen. El objetivo es, pues, mantener abiertos los mercados nacionales para que en ellos se intercambien – también – los productos de otros países. Son libertades de acceso a los demás mercados.
Aquí radica la diferencia fundamental con la “unidad de mercado” en el ámbito nacional (el que consagra nuestra Constitución). La Constitución española no sigue, al respecto, una “lógica federal”. Mientras el Tribunal de Justicia tiene que ponderar los dos intereses expuestos (el del productor en vender a lo largo y ancho del mercado interior y el protegido por la norma nacional que actúa como barrera a la libre circulación), la Constitución española ya ha ponderado ambos intereses y ha hecho prevalecer el primero cuando establece, en el art. 139.2 que “Ninguna autoridad podrá adoptar medidas que directa o indirectamente obstaculicen la libertad de circulación y establecimiento de las personas y la libre circulación de bienes en todo el territorio español”. Esta diferencia ha de ser tenida muy en cuenta cuando se analiza el problema en relación con la regulación divergente entre las distintas Comunidades Autónomas de la producción o distribución de bienes o servicios. La Comunidad Autónoma no puede alegar intereses de sus ciudadanos para justificar una barrera a la circulación de bienes dentro del territorio nacional. En otras palabras, el principio de autonomía encuentra su límite en la creación de barreras a la libre circulación.
Los obstáculos a la libre circulación pueden proceder de normas de cualquier sector del ordenamiento y también del Derecho privado del país de llegada. El Derecho contractual y los Derechos Reales tienen, dentro del Derecho Privado una posición especial en esta discusión. Porque forman parte de la infraestructura imprescindible para que la libre circulación sea efectiva. Si un fabricante francés no pudiera “vender” en Alemania porque Alemania no reconociera carácter vinculante al contrato celebrado con un residente en Alemania y sometido al Derecho alemán o no reconociera la habilidad de la compraventa para provocar la adquisición de la propiedad – del dinero –, el fabricante francés no podría “vender” en Alemania sus productos. Lo propio si el Derecho alemán no conociera la responsabilidad extracontractual de los alemanes frente a los franceses o no reconociera validez y eficacia a los poderes representativos o no reconociera personalidad jurídica a las sociedades francesas (o, en un caso extremo, a ninguna sociedad con independencia de su “nacionalidad”). Diríamos que, más bien al contrario, es el hecho de que un Derecho nacional no disponga de esa “infraestructura jurídica” lo que constituiría el obstáculo a la libre circulación porque el productor extranjero precisa de ella para poder llevar sus productos a ese mercado. Del mismo modo que si un Estado miembro no tuviera carreteras o líneas de ferrocarril que permitieran el transporte de las mercancías en su territorio.
Por tanto, el Derecho Privado patrimonial, en relación con las libertades de circulación, puede ser fuente de obstáculos a la libre circulación pero es, fundamentalmente, facilitador – o incluso posibilitador – de la libre circulación. De ahí que no haya habido ninguna ocasión en la que el Tribunal de Justicia haya considerado contraria al Derecho Europeo una norma nacional que pertenezca al núcleo del Derecho Privado Patrimonial de un Estado miembro. Estos casos son raros incluso teóricamente, porque el Derecho privado es, normalmente, dispositivo y “neutral” en el sentido de que no suele ser relevante para su aplicación la nacionalidad o el origen de los productos o servicios objeto del contrato por lo que no constituyen, normalmente, un obstáculo a la libre circulación.
Y, de ahí también se deduce que los problemas más difíciles de resolver en el ámbito de las libertades de circulación surjan cuando hay discrepancias entre los Estados respecto a si una determinada actividad o producción de bienes o servicios se deja “al mercado” (y, por tanto, al Derecho Privado) o se provee por el Estado directamente – bienes o servicios prestados por el Estado o mediante concesión estatal – o sufre de regulación pública. Los casos de las bebidas alcohólicas, el juego o las profesiones liberales son buenos ejemplos de estas dificultades. La respuesta del Tribunal de Justicia ha sido la de examinar si la intervención estatal-nacional sirve a la protección de unos intereses suficientemente valiosos y protege éstos de manera proporcionada como para justificar el sacrificio de la libertad de circulación, esto es, como para justificar la no formación o inexistencia de un mercado europeo en ese sector.
Las libertades de circulación – y esta es la diferencia fundamental entre libertades de circulación y derechos fundamentales – no garantizan la libre producción de bienes o servicios o el libre ejercicio de una profesión o la libertad de empresa o la libertad de inversión de capitales. Esa es la tarea de los derechos fundamentales. Las libertades solo garantizan que las puertas de los mercados nacionales permanecen abiertas a los ciudadanos de los demás países miembro. Si el Derecho Privado ha sido armonizado, el problema es de jerarquía normativa, es decir, se trata de determinar si el Derecho secundario (la Directiva armonizadora o el Reglamento que sustituye a la regulación nacional) infringe el derecho primario (la libertad de circulación). Desde que la Unión Europea ha incluido su propia carta de derechos fundamentales, todo el Derecho Derivado – esto es, Reglamentos y Directivas – quedan sometidos, en su validez, no solo a las libertades de circulación sino también a los derechos fundamentales y, por tanto, una Directiva podrá ser anulada porque infrinja un derecho fundamental de los ciudadanos como los reseñados.
De este análisis se deduce también, el criterio para aplicar las libertades de circulación a las restricciones generadas por las conductas de particulares (Drittwirkung) y este es, a nuestro juicio, el expuesto por el Abogado General Maduro en el Asunto Viking: cuando por la potencia de los que desarrollan estas conductas (posición dominante) o por ser una conducta concertada entre los operadores privados (acuerdo restrictivo de la competencia), la conducta de los particulares tiene la capacidad y habilidad para obstaculizar la libre circulación, los particulares pueden ser sancionados por infringir las libertades de circulación pero han de serlo – mediatamente – a través de la aplicación de la normativa de competencia contenida en los artículos 101 y ss del Tratado. ¡Ojo! el mercado afectado por la barrera privada a la libre circulación es el mercado del producto (vinos) no el de la marca (Bodegas Bilbainas). De ahí que sea completamente errónea la doctrina del Tribunal de Justicia cuando afirma, más allá de lo que acabamos de exponer, que las normas sobre competencia han de interpretarse y aplicarse desde la perspectiva de la construcción y salvaguardia del mercado interior. Fuera de los comportamientos sancionados por el Derecho de la Competencia, los acuerdos entre particulares y las conductas unilaterales de particulares reflejan las preferencias de los que las realizan y, por tanto, merecen protección en su consideración como ejercicio de derechos fundamentales de los particulares y el Tribunal de Justicia no puede aplicar las normas del Tratado de tal forma que restrinjan el ejercicio “normal” de los derechos fundamentales. Tampoco las normas de derecho de la Competencia.
Este análisis también permite extraer conclusiones provechosas para la interpretación del significado de los casos Centros y su progenie, en los que el Tribunal de Justicia revisó si las normas nacionales sobre derecho aplicable a las sociedades (doctrina de la “incorporación” vs. doctrina de la sede real). Como dice Bachmann, esta jurisprudencia puede verse como casos en los que “varios ordenamientos reclaman su aplicabilidad a la misma relación jurídica” lo que obliga al Tribunal de Justicia a dictar criterios sobre cuál debe prevalecer. Como es sabido, el Tribunal de Justicia ha resuelto que prevalece el criterio de la incorporación sobre el criterio de la sede real.
Esta entrada está inspirada en la lectura del excelente trabajo de Gregor Bachmann, “Nationales Privatrecht im Spannungsfeld der Grundfreiheiten”, publicado en Archiv für die civilistische Praxis, 210(2010) pp 424-488. Lamentablemente, no está disponible en libre acceso.
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