En el trabajo que figura al final, se analiza la validez de las cláusulas contractuales introducidas por el arrendador en un contrato de arrendamiento de un inmueble de carácter turístico desde la perspectiva de los derechos fundamentales. Es decir, se pregunta el autor si prohíbe el artículo 1255 CC introducir cláusulas en estos contratos que sean discriminatorias. En realidad, y como explicamos ya en 1993, si el dueño de un inmueble que pretende alquilarlo a través de AirBnb limita su oferta a personas de raza aria, a hombres o excluye a musulmanes, negros, gitanos o gente de la plana de Vic, la cuestión no es, propiamente, de límites a la libertad de las partes para fijar el contenido del contrato – art. 1255 CC, nulidad de cláusulas contractuales contrarias al orden público o a la ley imperativa o a la moral – sino de límites a la libertad de las partes para decidir con quién contratan (libertad para seleccionar a la contraparte).
El autor plantea la discusión en los mismos términos que se planteaba hace cincuenta años distinguiendo entre la eficacia mediata e inmediata en lugar de hacerlo distinguiendo entre la función de los derechos fundamentales como prohibiciones de intervención y como mandatos de protección (Schutzgebote), ambas dirigidas a los poderes públicos. Naturalmente, el legislador es muy libre de limitar la autonomía privada y establecer prohibiciones de discriminación en relación con determinados contratos. Así, está ya establecido por las Directivas antidiscriminación que incluye, en su ámbito de aplicación, muchas relaciones entre particulares como el contrato de trabajo o los contratos que articulan el suministro de bienes y servicios que se ofrecen al público en general (la vivienda en particular). Si una Directiva – y la ley que la traspone – prohíben a los arrendadores discriminar, no hay más que hablar (el autor refiere numerosas normas de las comunidades autónomas que prohíben la discriminación en el ámbito de los alquileres turísticos ¡qué otra cosa cabe esperar de nuestras autoridades autonómicas!). No se plantea un problema de Drittwirkung der Grundrechte. La negativa a contratar por parte del arrendador será ilícita y el discriminado tendrá una acción para que se obligue a la otra parte a contratar o, lo que será más practicable, para que se le condene a indemnizar los daños, especialmente, el daño moral (porque, en realidad, cuando uno se ve discriminado por otro particular, el daño que uno sufre por la discriminación deriva del ataque a la dignidad que la negativa a contratar supone).
Lo que ya no entendemos en absoluto es que el autor elucubre sobre el carácter ¡jurídico-público! del contrato de arrendamiento turístico
Pero lo que cabe preguntarse si un contrato de alojamiento colaborativo reviste una trascendencia jurídico-pública, o si por el contrario se trata de un acuerdo fundamentalmente privado con escaso impacto en intereses públicos y de terceros. Frente a lo que a primera vista podría parecer –“en mi casa mando yo”, “nadie debe decirme a quiénes debo admitir en mi casa”–, existen numerosos elementos que hacen del alojamiento colaborativo una cuestión con impacto social y con una innegable faceta jurídico pública. En efecto, el hecho de alquilar una vivienda o habitación a un turista afecta a los vecinos; reduce la seguridad del inmueble; puede alterar la fisonomía del barrio y de la ciudad; modifica el uso que se hace del suelo –que pasa de ser residencial a ser comercial–; puede tener impacto negativo en el medio ambiente; encarece y dificulta el acceso a la vivienda para inquilinos de larga duración; interfiere en el sector del alojamiento turístico con características que pueden calificarse de desleales… De hecho, este cúmulo de potenciales efectos del alojamiento colaborativo está propiciando que la mayoría de las Administraciones comiencen a exigir ciertos requisitos a quienes quieren operar en este sector –tales como la comunicación previa, la inscripción en un registro, o incluso la obtención de una licencia–, a fin de regular el fenómeno y minimizar las consecuencias colaterales y negativas del mismo.
Es de lamentar que este tipo de argumentos sean cada vez más frecuentes entre los juristas. Quizá podemos empezar por recordar que no deben mezclarse la perspectiva microeconómica y la perspectiva macroeconómica o, si se quiere, los contratos individualmente considerados – transacciones entre dos particulares – y los efectos sistémicos o sobre la economía general que la realización de centenares de miles o millones de transacciones de determinado tipo entre particulares genera sobre la Economía y la Sociedad en general. Es obvio que si millones de personas se compran patinetes y empiezan a circular con ellos por la vía pública, los ayuntamientos se verán obligados a regular su uso para hacerlo compatible con el derecho de los peatones a no ser atropellados y el de los conductores de automóviles a no tener que circular a una velocidad muy inferior a la máxima permitida por la invasión de la calzada por tales patinetes. Pero esos “efectos no pretendidos” o “de segundo orden” de la proliferación de patinetes no afecta a la naturaleza jurídico-privada del contrato de compraventa o arrendamiento de los patinetes aunque pueda justificar la regulación jurídico-pública de su uso.
En fin, el autor podría haber analizado si efectivamente los arrendadores turísticos discriminan y se niegan a contratar con personas por razón de su etnia o sexo u orientación sexual. Me cuesta imaginar que sea un problema relevante en este ámbito cuando la contratación se hace on line y sin que las partes se conozcan. Por lo demás, me cuesta imaginar que los arrendadores tengan preferencias al respecto dado que se trata de contratos de escasa duración y, por tanto, respecto de los cuales, las características personales de los contratantes son bastante irrelevantes (precisamente para hacerlas irrelevantes es para lo que intermedia la plataforma).
Juan María Martínez Otero, “En mi casa... ¿mando yo?” Condiciones contractuales y discriminación en el alojamiento colaborativo, InDret 2018
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