miércoles, 3 de octubre de 2018

Jason Collins recensiona el libro de Robert Sugden

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El libro se titula The Community of Advantage: A Behavioural Economist’s Defence of the Market y Collins centra su análisis del mismo en torno a dos discusiones. Primero discute si los seres humanos que toman decisiones “sesgadas” disponen de un sistema “interno” de toma de decisiones que podamos calificar como racional y contra el que que podamos comparar (y valorar) las decisiones efectivamente tomadas por los individuos para calificarlas como irracionales o sesgadas. Las decisiones de los individuos no pueden calificarse como “erróneas” o “irracionales” si no tenemos un modelo de decisión “correcta” o “racional”. Es como si “se considerara que los que toman decisiones tienen la culpa por no comportarse como predice la teoría en lugar de culpar a la teoría por no hacer las predicciones correctas” respecto de la conducta que cabe esperar de la gente. Esta discusión se organiza en torno al concepto de preferencias latentes” que serían las preferencias internas de los individuos que son conformes con el modelo del decisor racional y que, por efecto de la “concha psicológica” que las envuelve, resultan en decisiones distorsionadas. Forman parte de esta “concha psicológica” la falta de atención, las limitadas capacidades cognitivas de los individuos y la falta o límites del autocontrol. Bueno, pues no está nada claro que tales “preferencias latentes” existan ni de que lo hagan esos procesos psicológicos.

No resumiré lo referido a si la Psicología Económica es o no “paternalista” porque me parece un debate que sólo interesa a los que están previamente interesados en el problema del paternalismo en la intervención pública, debate que encuentro muy poco interesante para quien no sea un libertario o tenga que vérselas con un libertario y en Europa continental hay pocos – si alguno – libertarios. No obstante, Sugden – según cuenta Collins – expone una concepción “contractualista” de los problemas de acción colectiva en los grupos humanos que, si hemos de juzgar por la recensión, parece muy interesante.

Según Thaler y Sunstein, “hay que reconstruir las preferencias latentes de la persona” y son tales las que se habrían revelado (preferencia revelada) si esa persona no se hubiera visto afectada, al decidir, por esas limitaciones a las que hemos hecho referencia más arriba (de atención, información, cognitivas, autocontrol). Sugden, en trabajos con otros autores, ha argumentado que no es posible averiguar cuáles son las preferencias latentes de una persona, esto es, las “purificadas” de las limitaciones que dan lugar a las reveladas. Y no es posible porque también las preferencias latentes dependen del contexto en el que se toman las decisiones por los individuos. Sugden, nos dice Collins, toma el ejemplo del autoservicio en la cafetería de Sunstein/Thaler (y luego el de las promesas de año nuevo que Sunstein pone de ejemplo como más valiosas para revelarnos las verdaderas preferencias del yo racional – “¿Quién promete beber más o empezar a fumar en Nochevieja?” )

Imaginemos que el trozo de tarta está en la parte delantera de la estantería de la línea de comida del autoservicio. Cuando el individuo común y corriente Pepe va a la cafetería, coge el trozo de tarta. Si lo que hubiera habido en la parte delantera hubiese sido la fruta, Pepe habría cogido la fruta. ¿Ha tomado Pepe una decisión errónea?  Para contestar, tenemos que preguntarnos cuál es su preferencia latente. Supongamos que a Pepe le da igual el pastel o la fruta. No actúa engañado ni por el etiquetado ni por cualquier creencia falsa sobre los productos o sus efectos sobre la salud. Simplemente su preferencia es la de comer lo que haya en la parte delantera de la estantería de la línea de comida del autoservicio de la cafetería. ¿Dónde está el error?

Ahora sustituyamos a Pepe por “Superracional”

Superracional es como Pepe excepto que "tiene la inteligencia de Einstein, la memoria del Deep Blue de IBM y el autocontrol de Gandhi". (Sugden toma prestada esta combinación de rasgos del libro Nudge). ¿Qué sucede cuando Superracional se encuentra con que las tartas y la fruta están más o menos a la vista? Como es como Pepe, a Superracional le da igual la tarta y la fruta. También, como Pepe, tiene el deseo de comer lo que le pongan por delante en sentido estricto. Esto no es un fallo de inteligencia, memoria o autocontrol. No hay ningún error. Más bien, lo que ocurre es que la preferencia latente en sí depende del contexto. Pero si las preferencias latentes dependen del contexto, ¿cómo se puede determinar qué es una preferencia latente? ¿Cuál es el contexto adecuado?

Collins considera que este ejemplo demuestra que hay un punto débil en la idea de que podemos averiguar cuáles son las verdaderas – latentes – preferencias de la gente. Y se pregunta si ese punto débil tiene efectos prácticos porque elimina la conexión con el proceso real de toma de decisiones por los humanos. No hay un patrón de conducta no sesgada, no afectada por las limitaciones de la racionalidad humana que indique las verdaderas preferencias del individuo. El único patrón que hay depende del contexto en el que se toma la decisión. Y añade que, aunque hubiera un agente racional interno (como asume la doctrina de la elección racional – rational choice –), seguiríamos sin saber cómo toma sus decisiones psicológicamente este agente racional. La conclusión de Sugden es que todas las decisiones han de medirse, en su racionalidad, teniendo en cuenta el contexto en el que se toman y que no podemos calificar como racional o irracional una decisión porque contradiga, por ejemplo, la que tomamos en un contexto diferente.

Este paso del libro de Sugden que reproduce Collins es realmente divertido porque destroza el concepto de “nudges” – empujones – que ha centrado la Psicología Económica à la Thaler/Sunstein: Imaginemos que el Estado quiere ayudar a los mórbidamente obesos implantando nudges “suaves” que sean compatibles con el respeto a la libertad individual pero que mejoren las decisiones de los obesos y el nudge consistiría en hacer que “la comida basura no esté tan al alcance de cualquiera”

El que hace la pregunta me dice ¿qué harías en este caso? A lo que respondería: ¿Qué quieres decir con qué haría? ¿Cuál es el escenario hipotético en el que se supone que soy capaz de hacer algo con respecto a las dietas de mis conciudadanos mórbidamente obesos?

Si el escenario es uno en el que Robert Sugden está en un restaurante de carretera y un sujeto con obesidad mórbida se sienta en otra mesa y pide un gran desayuno (suficiente como para ser la única comida de una persona normal) para comérselo como merienda, la respuesta es que yo no haría nada. Yo pensaría que no es asunto mío como comensal en un restaurante de carreteras intervenir sin que me lo pidan en las decisiones de otros sobre qué comer. Pero, por supuesto, este no es el tipo de escenario que el autor de la pregunta tiene en mente. Lo que realmente se me pregunta es qué haría si fuera un autócrata benévolo. Mi respuesta es que no soy un autócrata benévolo, ni el asesor de un autócrata. Como economista, no me imagino a mí mismo en ninguno de esos papeles. Mi trabajo es asesorar a las personas sobre cómo lograr mejor sus intereses comunes, y el paternalismo no tiene cabida en tales consejos.

La última frase – cómo conseguir que un grupo logre los objetivos comunes a todos sus miembros de forma más efectiva – apunta al otro gran tema del libro: la “perspectiva contractual” (prometo hacer una entrada más larga cuando me lea el libro de Sugden). Porque -  nos dice Collins – Sugden propone en su libro “una base normativa alternativa para la Economía coherente con los que sabemos de la Psicología humana”. Recuerden, eso, – una teoría científica de la conducta humana individual y social – es el sueño de E. O. Wilson para las Ciencias Sociales. El título del libro remite a J.S. Mill que definía el mercado como una comunidad para el avance mutuo (comunidad de ventajas), es decir, el mercado como un mecanismo de cooperación. La pregunta es ¿cómo maximizamos las ventajas de la cooperación? Una pregunta idéntica – relacionada o que, al menos, suena a Pareto – es qué reglas o instituciones serían aceptadas por cada uno siempre y cuando todos los demás miembros del grupo las aceptasen. No parece – veremos cuando leamos el libro – que haya nada novedoso en la aproximación de Sugden en este punto. Lo que me llama la atención es que, según cuenta Collins, Sugden se centra en la cuestión de los ahorros para la vejez.

En otras ocasiones hemos dicho que los practicantes de la Psicología Económica a la Thaler recurren siempre, o prácticamente siempre, a la decisión de ahorrar para la vejez para poner a prueba la racionalidad – la falta de racionalidad – de los individuos. Y a nosotros nos parece que es un malísimo ejemplo porque la Evolución no nos hizo para adoptar decisiones individuales al respecto, esto es, a un plazo tan largo. Esas decisiones se “encargaron” por la Evolución al grupo, no al individuo como la cobertura de cualquier otro riesgo significativo pero gestionable que pese sobre todos y cada uno de los miembros de un grupo. Cubrirse individualmente de riesgos es tan ineficiente que los grupos de individuos – animales o humanos – que no ideen sistemas de cobertura colectiva de riesgos habrían de extinguirse más pronto que tarde. En la medida en que la supervivencia individual depende de la pertenencia a un grupo y de la efectividad de la cooperación en el grupo en lo que a la cobertura del riesgo se refiere, es plausible que la psicología individual no haya evolucionado (haya ahorrado) para adoptar decisiones racionales al respecto.

Así, Sugden considera racional que el Estado imponga a los particulares la obligación de cotizar para su pensión, esto es, en términos muy generales, ahorrar para la vejez.

Sugden se muestra escéptico en cuanto a que la falta de ahorros se deba a un deseo irrefrenable de gastar inmediatamente y se pregunta si no serán más relevantes las grandes incertidumbres económicas, políticas y personales que conlleva ahorrar para una jubilación a décadas de distancia.

Esto es lo interesante:

la gente puede creer simplemente que su poder de voto podría permitirles asegurar suficientes transferencias de la población trabajadora, hagan lo que hagan.

Es decir, la gente confía en que su poder dentro del grupo del que forman parte les permitirá forzar a los que estén trabajando cuando a ellos les toque jubilarse para que paguen lo suficiente como para mantenerlos en la vejez. Si, los que así piensan, están manteniendo a la generación anterior, es bastante razonable extraer semejante conclusión. Por tanto, la cuestión del ahorro para la vejez no es un problema individual para cuya solución la Evolución nos haya preparado psicológicamente. Pero hay más: ¿cómo se asegura uno individualmente de que los demás ahorrarán? La única forma es que el Estado imponga a todos un deber legal de ahorrar. Y, aún más, que los expertos dentro del grupo diseñen el mecanismo de ahorro obligatorio de tal forma que se maximice el bienestar de todos los miembros del grupo. Asignar las correspondientes decisiones a los individuos carece de cualquier racionalidad.

Si esos individuos decidieran racionalmente, lo que decidirían es que no quieren decidir individualmente. Que esas decisiones están mejor asignadas al grupo y, dentro de él, la preparación de las mismas a los expertos y la adopción a formas de adopción de decisiones típicas de los grupos: votaciones mayoritarias, creación de consensos, inclusión de los consensos que se pretenden durables en la Constitución etc. Y, frente a la crítica que Collins avanza al final de su post, habría que añadir que asignar al grupo la toma de decisiones reduce notabilísimamente la sobrecarga cognitiva que, para los individuos, supone tomar decisiones. No se trata solo de ofrecer un menú limitado de ofertas transparentes y claramente diferenciadas. A menudo se trata, simplemente, de traspasar al grupo (a través de sus agentes) la decisión individual. Y para realizar tal traspaso, los estudios realizados en las últimas décadas sobre los ámbitos de la vida de los individuos en los que éstos adoptan típicamente “malas” decisiones (decisiones que, ex post, se comprueba que reducen el bienestar de los que las adoptan) son una buena guía para concluir que la hegemonía del pensamiento liberal en Occidente ha llevado a una sobrevaloración de la libertad de elección. Los humanos son menos individualistas de lo que los filósofos de la Ilustración pensaron. Uno puede defender a muerte el mercado como mecanismo de cooperación si previamente ha extraído del intercambio anónimo dirigido por los precios los bienes a los que todos los miembros del grupo deberían tener acceso con independencia de la posibilidad de pagar por ellos.

Jason Collins, Robert Sugden’s The Community of Advantage: A Behavioural Economist’s Defence of the Market

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