Ruiz Soroa ha publicado un “panfleto” (en sus propias palabras) con este título. Es un libro breve y transparente en sus objetivos y en su contenido: defender los fundamentos del liberalismo en una época en la que parece no tener quien lo defienda. La polarización de la sociedad ha alejado del liberalismo a la izquierda y a la derecha, en el peor de los casos, arrojando a la primera en brazos del populismo latinoamericano que une a Perón y a Chavez y a la segunda en brazos del nativismo, la xenofobia y el autoritarismo.
Dado el propósito del libro, Ruiz Soroa funda su defensa del liberalismo en una base lo más tenue posible, aquella que pueda concitar el máximo consenso entre la audiencia: el liberalismo del miedo de Judith Shklar, la pensadora que padeció los dos totalitarismos del siglo XX, y que “arranca de la experiencia del miedo, el miedo a la crueldad y al sufrimiento que el poder puede causar arbitrariamente al individuo, sobre todo cuando ese poder actúa movido por las grandes causas (la religión, la tradición, la ideología utópica)”. Montesquieu dijo que el hombre es una bestia pero el príncipe es una bestia sin bridas. El miedo a la bestia sin bridas que es el poder justifica de la forma más elemental la bondad del liberalismo como ideología que pretende limitar el poder de los príncipes porque es el poder el que más daño puede causar al individuo como demostraron los regímenes totalitarios de Rusia y Alemania en el siglo XX.
Los bloques constructivos del liberalismo son el individualismo (“el único agente moral que cuenta es la persona, que es por ello el punto de vista desde el que debe pensarse la política”); la libertad (entendida como libertad frente a la opresión del poder público y, por tanto, entendido sobre todo como libertad frente a la mayoría cuando la igualdad de todos y la igual participación de todos en la res publica lleva a la democracia y, por tanto, a la regla de la mayoría para la toma de decisiones) y la ley como técnica para limitar el poder del gobierno que es así un gobierno limitado y dividido. Limitado por la ley lo que significa “la condena radical de la voluntad arbitraria de un sujeto concreto” y dividido por la Constitución que asigna competencias a los distintos poderes del Estado que se limitan recíprocamente.
Ruiz Soroa explica con una claridad deslumbrante cómo el liberalismo, paradójicamente, hizo posible el paso de los regímenes constitucionales a los regímenes democráticos. No voy a reproducir aquí el razonamiento pero, efectivamente, el liberalismo primitivo no aceptó la democracia fácilmente porque ésta suponía aumentar las probabilidades de opresión del individuo aunque el opresor fuera, en el caso de los regímenes democráticos, no el autócrata sino la mayoría.
Pero la parte más interesante, al menos para un lector como yo, es el elogio de la democracia representativa y su defensa frente a la democracia directa, al populismo y al comunitarismo. La democracia representativa es la solución al problema que la democracia plantea a los defensores de la libertad del individuo: los individuos no deciden sobre las cuestiones colectivas (como en la democracia antigua y en la democracia populista) sino que eligen a quienes tomarán las decisiones. La gran ventaja de la democracia representativa sobre la democracia directa y antigua es que maximiza las posibilidades de composición de los conflictos sociales de forma provisional (las decisiones que toman los representantes nunca son definitivas “porque todas pueden ser revisadas en el futuro por una nueva mayoría”) y hace posible la deliberación al tiempo que libera a los ciudadanos de la “pesada carga” de los asuntos públicos, (en esto estriba la superioridad del liberalismo sobre cualquier forma de “republicanismo”); asuntos de los que, en otro caso, tendrían que ocuparse atentamente si han de temer que su abstención se traduzca en la pérdida de su libertad, sus bienes y, en definitiva, su felicidad, es decir, en la vuelta al miedo. La democracia representativa permite a los individuos “desarrollar libremente su personalidad” en los términos de la Constitución española (y alemana) o “buscar la felicidad” en los de la norteamericana. Los individuos nacen libres para decidir cómo quieren vivir y de qué forma conseguirán sus objetivos vitales. La crítica de la ideología comunitarista (Sandel, el reciente premio Princesa de Asturias es un comunitarista), al republicanismo y su preocupación por las virtudes cívicas y a los populismos y, en general, a cualquier ideología que anteponga el colectivo sobre el individuo encuentra una adecuada refutación en pocas páginas y sobre la base del mismo andamiaje simple que hemos expuesto más arriba.
Y es que Ruiz Soroa demuestra que este andamiaje tan simple (el reduccionismo que se predica de la Ciencia en general) permite dar razón de instituciones y reglas comunes a nuestras democracias liberales contemporáneas. Destaquemos algunas.
La Constitución se concibe como conjunto de reglas organizativas (atribución de competencias para dividir el poder, según hemos explicado) y como sede de la proclamación de los derechos individuales (que, de esa forma, quedan fuera del alcance de las decisiones mayoritarias y provisionales). La consagración de los derechos fundamentales en la Constitución sirve para que los ciudadanos no tengan miedo al Estado. Por eso son, en lo esencial, derechos frente al Estado. También son, aunque Ruiz Soroa no aborda la cuestión, derechos a que el Estado nos proteja frente a otros (frente a la mayoría, frente al grupo y frente a otros individuos).
El federalismo se explica como distribución territorial del poder pero proclamando la unidad del cuerpo de ciudadanos (la soberanía de las “partes”, por el contrario, conduce a reforzar el poder, no a dividirlo, en esta idea basa Ruiz Soroa la crítica liberal a los nacionalismos y encaja con lo que dijera Ignatieff sobre cómo los nacionalismos oprimen a los individuos porque “crean” minorías donde antes sólo había individuos. Dice Ruiz Soroa que “el sujeto que hay que proteger no es la nación, ni la grande ni la pequeña, sino las personas”.
Podría defender fácilmente que la Constitución española es liberal en toda la extensión en que emplea el término Ruiz-Soroa. Pero no es el lugar para hacerlo. Simplemente recordaré la centralidad del art. 10 CE. En ese precepto se encuentra condensada la concepción del poder y de la res publica que tenían los constituyentes españoles: en el centro el individuo, su – igual – dignidad, su libertad y derechos inalienables; el libre desarrollo de la personalidad fundamentos “del orden político y de la paz social”. No se puede hacer más explícito el manifiesto liberal contenido en la Constitución.
Poco más de cien páginas de fácil lectura que iluminan sobre algunas de las cuestiones más fundamentales de una Sociedad, un destilado de una enorme cantidad de lecturas sin pedantería alguna donde el lector atento encuentra numerosas inspiraciones para el estudio de los problemas más concretos que analizan juristas y politólogos.
Como su punto de partida es “no hacer daño”, Ruiz Sora no elabora lo suficiente la capacidad del liberalismo para espolear la iniciativa y creatividad individuales que está en la base del bienestar social alcanzado por la Humanidad en el siglo XX. El liberalismo es el sistema político que mejor garantiza que florecerán mil ideas y que los individuos generarán riqueza al ser perfectamente compatible con el capitalismo y la utilización de los mercados para organizar la producción y la distribución de bienes y servicios. Capitalismo y liberalismo se basan, ambos, en la primacía del individuo, en su igualdad (“la igualdad no es… una definición descriptiva de la realidad… sino un principio normativo: todos deben ser tratados como iguales precisamente porque son y para que puedan seguir siendo distintos y diversos”) y en la limitación y división del poder (económico) a través de la competencia.
Pero sobre todo, el libro de Ruiz Soroa es una arenga para que los ciudadanos valoren y defiendan el sistema que hemos puesto en pie para que nadie tenga miedo. Podemos perder mucho si permitimos que ese sistema caiga bajo la injusta y engañosa acusación de que no es suficientemente “progresivo” o “democrático” o que perpetúa la desigualdad económica. Porque la experiencia histórica demuestra que nunca, jamás, en ninguna parte del mundo, el sistema liberal ha sido sustituido por otra forma de organizar el poder público y su relación con la Sociedad que causara menos daño y menos dolor a sus ciudadanos. ¿Por qué esta vez iba a ser distinto?
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