sábado, 28 de diciembre de 2013

Los verificadores: control de legalidad ex ante y ex post




El otro día, entre unos cuantos familiares ejecutamos una pequeña inversión en una sociedad constituida en EE.UU por unos emprendedores españoles. Compramos acciones que, supongo, serían producto de un aumento de capital en la sociedad. Me sorprendió el papeleo – negativamente – y me sorprendió –positivamente - que el papeleo se pudiera “rellenar” por internet. De los cinco hermanos que participamos, sólo yo me leí el contrato de accionistas, reformé el documento que reflejaba la comunidad de propietarios que se generaba (rectius, sociedad civil interna + copropiedad) en relación con las acciones que adquiríamosy revisé el documento que recogía los términos de la inversión. También tuvimos que firmar, (rectius, firmé sólo yo como representante de la comunidad de propietarios-sociedad civil) un documento en el que reconocíamos que éramos “inversores cualificados” y, por tanto, que podíamos invertir en acciones que no estaban tuteladas y supervisadas por la SEC (o sea, la CNMV norteamericana). Ahí tuvimos que hacer algo más de encaje de bolillos porque los yankies utilizan los trusts para todo y, en España, la figura no está reconocida. Pero, a los efectos, la comunidad de bienes + sociedad civil interna funciona de maravilla.

Como digo, firmé los documentos, los escaneé y los envié como adjuntos por correo electrónico. Luego desembolsamos nuestras acciones por transferencia bancaria. El flexible Derecho español reconoce plena validez a la comunidad de bienes y a la sociedad civil que constituimos entre los hermanos con el objeto de adquirir las acciones. Si hay algún lío en el futuro, mis hermanos sólo tienen que mirar en el documento escaneado y verificar si tienen razón o no. En relación con la inversión, supongo que ocurrirá lo mismo. Lo estupendo del Derecho norteamericano no es que elimine el papeleo, que no lo elimina. Es que no obliga a las partes a utilizar a terceros para que verifiquen la regularidad de sus contratos. Y, sobre todo, no establece la obligación de verificación como un requisito para que pueda procederse a realizar la transacción. Con ello reduce notablemente los costes de transacción.

Dice Clara Eugenia Núñez, de cuyo libro me he ocupado en otra entrada, que las becas de excelencia de la Comunidad de Madrid que puso en marcha, no estaban sometidas a ningún control: el estudiante becado elige al profesor con el que quiere trabajar y éste puede aceptarlo o rechazarlo y, con la misma libertad, el becario puede cambiar de tutor si no le place el elegido: “el proceso es parco en controles y se basa en la buena fe de profesores y estudiantes”. Y cuenta también, que, inmediatamente, las Universidades trataron de controlarlas creando comisiones que velarían porque los alumnos no fueran explotados por estos profesores que accedían a tenerlos de research assistants y velando asimismo para que los alumnos – brillantes a tenor de las notas exigidas – no se gastaran los 3000 euros de la beca en sexo, alcohol o drogas en general.

Es decir, en España – siguiendo la tradición francesa – aseguramos la regularidad de las transacciones entre particulares mediante la intromisión de terceros que verifican que dichas transacciones son conformes con la legalidad (sensata o disparatada legalidad). Al hacerlo así, se imponen costes a todas las transacciones de un tipo que tienen lugar en el mercado aunque lo sensato fuera limitar dicha verificación a transacciones de gran envergadura o donde los intereses de terceros se vieran especialmente expuestos. Al mismo tiempo, se generan intereses particulares – los de los “verificadores” – dispuestos a extender dichos controles a transacciones semejantes con el riesgo – en último extremo – de paralización de la actividad “regulada” que acaba desplazándose a la Economía informal o, geográficamente, a jurisdicciones que no requieran la intervención verificadora del tercero.

Naturalmente, no hay comidas gratis. Cuando las transacciones son de envergadura o complejas, vale la pena invertir en comprobar su regularidad para evitar que el que adquiere unas acciones o presta dinero a la compañía o se fusiona con ella o acepta formar una filial conjunta se vea sorprendido por la falta de eficacia jurídica de los compromisos asumidos por la contraparte o por su postergación en relación con derechos de terceros o, si la transacción se realiza en masa, como ocurre en los mercados de valores, porque no es eficiente que cada uno de los participantes reitere los mismos controles de legalidad de la transacción. Así, los despachos españoles tienen una gran fuente de ingresos (¡gracias Ainhoa! por recordármelo) en la emisión de legal opinions en las que certifican la regularidad de las contrapartes españolas de inversores extranjeros aunque, realmente, la mayor parte de ese trabajo lo hizo ya, en su momento, el abogado, el notario o el registrador que, como terceros verificadores, intervinieron en la constitución de la persona jurídica o en la adopción de los acuerdos sociales, de los aumentos de capital etc.

Cuando la intervención verificadora del tercero es poco costosa en tiempo, dinero y esfuerzos, un análisis coste-beneficio puede llevar a la conclusión de que es más eficiente su generalización – su imposición – a todos los operadores por lo que se ahorra en costes ex post y en conflictos judiciales. Pero es muy difícil, por la dinámica a la que nos referíamos más arriba, que esos costes se mantengan bajos.

Empezamos con la obligación de inscribir los estatutos sociales (sólo deberían inscribirse las cláusulas relativas a la identificación de la sociedad, al capital social y a los administradores y, a partir de ahí las modificaciones estructurales). Para garantizar la utilidad social de lo inscrito, ponemos al frente del Registro a un profesional de elevada formación. Y ya no podemos inscribir cualquier cosa. Por ejemplo, ya no podemos inscribir documentos en inglés o que no hayan sido revisados previamente por un Notario. Traten de redactar una cláusula sobre cómo remunerarán a los administradores de la sociedad. Además, apoderamos a los registradores para “calificar”, con lo que su poder para denegar la inscripción se extiende a cualquier cláusula de los estatutos. Los operadores han de estar atentos a lo que opinen los registradores que, según las épocas históricas, se “expresan” a través de la DGRN, lo que convierte la “gestión” societaria en una tarea de elevada sofisticación que requiere personal de mayor nivel y formación y provoca discusiones tan absurdas como la de la validez de la citada cláusula estatutaria y que se escriban libros y libros sobre nimiedades tales como la validez y efectos del asiento de presentación, la facultad de certificar o cuán concretas tienen que ser las cláusulas que atribuyen un privilegio en materia de voto a unas participaciones sociales. Los grupos que desarrollan estas actividades se acercan al poder y van extendiendo sus facultades verificadoras a todos los ámbitos posibles hasta terminar creyéndose – alguno, incluso, de buena fe – que la propiedad solo se transmite cuando la transmisión se inscribe, o que una garantía no existe si no está inscrita, o que un contrato no es válido si no está inscrito.

La Ley de Unidad de Mercado ha enfocado la cuestión con más racionalidad al limitar las facultades de las autoridades administrativas para intervenir ex ante. Pero, no es suficiente. El sistema de control de la actividad de los particulares, singularmente el de sus contratos, debe ser, por regla general, ex post y a instancia de las propias partes. Esta es una exigencia de los artículos 10 y 38 de la Constitución. Sólo cuando se justifique que los intereses de terceros o del público en general se ven afectados por la actividad de unos particulares, está autorizada la injerencia administrativa, injerencia que, naturalmente, ha de ser sometida al juicio de proporcionalidad.

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