martes, 29 de agosto de 2017

Cómo resucitar la popularidad del capitalismo

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La legitimidad del capitalismo proviene de que maximiza el bienestar de los consumidores, no de que maximice el valor de las empresas

Hoy he llamado a mi compañía aseguradora de automóviles para dar un parte de accidente y, a la vez, quejarme de la prima del seguro para el año que viene. La compañía aseguradora ha conseguido que arregle el vehículo en un taller de la compañía y yo no he conseguido una rebaja en la prima que me cargarán el año que viene aunque la prima que pago es, probablemente, la más cara del mercado. La empleada ha tratado de convencerme que estoy recibiendo “value for money” y que, si me fuera con la competencia, no tendría las mismas prestaciones. No ha sonado muy convincente. Luego, ha añadido que, con mi seguro, tengo derecho a un conjunto de ventajas en forma de descuentos al comprar gasolina o entradas para espectáculos y muchos otros servicios que, por desgracia, no tienen ningún valor para mí.

¿Qué podría hacer mi compañía aseguradora para estar segura de que el año que viene renovaré mi póliza con ellos y no con una empresa competidora en estas circunstancias?

Podría regalarme acciones de la compañía aseguradora. (No necesariamente “the real thing”, sino derechos de crédito ligados a sus acciones. No me ocuparé de esta cuestión en lo que sigue porque las variantes para articular esa participación en los beneficios son numerosas). Pasados los años, mi compañía aseguradora sería menos parecida a una sociedad anónima – sociedad por acciones – y más parecida a una mutua.



Malos tiempos para los consumidores y buenos tiempos para los accionistas, directivos y trabajadores de las grandes empresas


La reputación de las compañías eléctricas y las utilities en general es mala, por decirlo suavemente. La sensación es que los accionistas de estas compañías explotan a los consumidores de luz, gas y servicios de telecomunicaciones.

En los últimos tiempos, la pérdida de reputación se ha extendido a las compañías tecnológicas. Sus extraordinarios beneficios no han importado a sus clientes hasta que éstos han empezado a comprobar que no hay nada gratis (las tecnológicas explotan nuestros datos) y que no son, a menudo, “buenos ciudadanos”: no pagan apenas impuestos en nuestros países, no generan actividad con valor añadido en el país en el que uno paga los impuestos y explotan su poder de mercado incurriendo en infracciones muy graves de las normas antimonopolio.

Los que se dedican al management, algunos juristas y algunos economistas tratan de domesticar al capitalismo actuando sobre las normas de gobierno corporativo y forzando a los que gestionan las grandes empresas a tener en cuenta no solo los intereses de los accionistas sino también los de los demás interesados (stakeholders) aunque, básicamente, se refieren a los trabajadores y a las comunidades locales donde la empresa desarrolla su actividad. Se oye menos hablar de los intereses de los clientes de esas empresas o de los proveedores.

Y resulta, paradójicamente, que los trabajadores y las comunidades locales donde esas grandes empresas tienen su sede son los que reciben una parte cada vez mayor de los beneficios de esas empresas. Es decir, sus intereses como stakeholders parecen estar tan bien tutelados como los de los accionistas bajo las reglas tradicionales de gobierno corporativo. No solo los beneficios de los grandes bancos de inversión se los reparten entre sus empleados sino que, en general, los salarios de los trabajadores de casi todas las grandes empresas son los más altos de la Economía y las ciudades y regiones correspondientes a sus sedes centrales se cuentan entre las más ricas del mundo. Piensen en Silicon Valley, Munich, Londres o Paris por referirnos solo a Occidente.

En cuanto a los accionistas, la remuneración de los accionistas parece excesiva. Sobra capital y las grandes empresas no necesitan emitir acciones para acumular capital que invertir. Apenas necesitan reinvertir una parte de los beneficios.

¿Y los clientes? Los clientes son los grandes damnificados por la evolución del capitalismo en las últimas décadas. Hasta los últimos tiempos, de los clientes no tenía que preocuparse el Derecho porque ya lo hace la competencia: mercados competitivos son la mejor protección de los consumidores. Según dicen muchos, sin embargo, la proporción d las rentas de capital en la Economía ha aumentado y también lo han hecho los márgenes empresariales en las últimas décadas y se suceden los escándalos empresariales en los que los principales perjudicados son los clientes (abuso de posición dominante de Google, infracción de las normas sobre protección de datos por parte de Facebook, por no hablar de los cientos de millones de clientes estafados por las entidades financieras y el dieselgate en el que se han visto implicados la mayor parte de las grandes empresas automovilísticas). Las grandes empresas – se nos dice también – gastan cada vez más dinero en influencia política, influencia que va dirigida a lograr, precisamente, regulaciones que perjudican a los consumidores en forma de protección frente a la competencia o de subida de los precios regulados.

Creíamos que el siglo XX había puesto al consumidor por delante de todos los stakeholders de la Economía. Por delante del votante, del trabajador, del agricultor, del padre de familia…  Y el siglo XXI nos ha despertado de semejante sueño.

En este contexto, no es extraño que el capitalismo esté en horas bajas en términos de popularidad. Ya no tiene quien le escriba y los ciudadanos piensan, hoy más que nunca que les interesa más defender sus intereses como trabajador o como receptor de rentas provenientes de impuestos que hacerlo como consumidores.


Recobrar la popularidad del capitalismo pasa por asegurar que los consumidores no serán explotados por los accionistas, gestores o los trabajadores de las empresas


Y, para realizar esa promesa de forma creíble (la de que no explotarán a sus clientes) a las empresas no les es suficiente remitir a sus clientes a la competencia. Si no te gustan mis precios, mis servicios o mis productos, compra los de otro. Porque no hay otro fácilmente disponible. Sea

  • porque nos sirven empresas que son “superestrellas” (no hay otra igual en ese sector y disfrutan, en consecuencia de poder de mercado, esto es, de capacidad para retener una proporción alta, muy alta, de los beneficios sociales que genera su actividad);
  • porque los mercados correspondientes son oligopolios estrechos en los que hay poca competencia;
  • porque la colusión tácita es más fácil que nunca;
  • porque las asimetrías de información son brutales (como en los sectores financieros) y los mercados competitivos no pueden funcionar
  • porque la regulación proporciona unos beneficios enormes a los incumbents en relación con los potenciales entrantes;
  • porque los costes de cambiar de proveedor son muy elevados;
  • porque hemos pasado de comprar productos a mantener relaciones de largo plazo con los que nos proveen de productos y servicios o ,
  • porque somos mucho más ricos que antes y nuestro tiempo ha devenido mucho más caro, lo que ha reducido el volumen de “consumidores vicarios” que disciplinaban a las empresas en beneficio de todos.

Como veremos, cualquiera que sea la causa de esta transformación de los mercados, la mutualización de las grandes empresas sigue teniendo ventajas.

En este escenario, tal vez haya llegado el momento de


recuperar la propiedad dispersa de las grandes empresas convirtiendo en propietarios a los clientes


es decir, hacer que las grandes empresas sean menos capitalistas y más mutualistas de manera que los intereses de los clientes y los de los que gestionan las compañías estén más alineados. Que, en el residuo, – en lo que queda después de haber pagado a todos los titulares de pretensiones fijas – participen de forma significativa los clientes. Si los mercados de producto son plenamente competitivos, esta propuesta carece de sentido porque los consumidores no podrían ver mejorada su condición recibiendo, en forma de acciones, lo que pueden recibir en forma de precios más bajos forzados por la competencia. Pero ya hemos visto que el capitalismo del siglo XXI no parece que pueda describirse en esos términos.

Hacer participar a los clientes en los beneficios de una empresa es la forma que tiene una empresa de informar convincentemente a sus clientes de que no los está explotando. Como es sabido, la forma mutualista de empresa (la que es propiedad de los clientes) elimina el conflicto entre clientes y accionistas. Si los clientes y los accionistas son los mismos, la empresa que cobre precios muy elevados estaría “robándose a sí misma” porque lo que extrajera a los clientes que pagan esos precios más altos acabaría en el bolsillo de esos mismos clientes en su condición de accionistas. Por eso, cuando la posición de los clientes es homogénea (seguros, bancos), las formas mutualistas florecen.

En otro lugar distinguíamos entre “mutua fuerte” y “mutua débil”. Con la distinción hacíamos referencia a las Cajas de Ahorro. Aunque los depositantes no eran técnicamente propietarios, las cajas eran mutuas débiles en cuanto los beneficios de su actividad revertían – históricamente – en los propios depositantes en forma de préstamos baratos y mayor remuneración para sus ahorros. Esta distinción podría utilizarse para lo que queremos exponer.

Debe descartarse que esta propuesta incluya eliminar a los accionistas – no clientes. En otras palabras, no se trata de transformar las sociedades anónimas en mutualidades sino de convertir a los clientes en accionistas. Este reparto de acciones entre los clientes tiene algunas


ventajas desde el punto de vista del gobierno corporativo


De este modo, la afirmación de la empleada de la compañía de seguros de que no me está cobrando una prima supracompetitiva sería creíble. Si la prima que pago contribuye a los beneficios de la compañía, esos beneficios me los devolvería en forma de dividendos por las acciones que me habría entregado gratuitamente. Las afirmaciones de la empleada de que estoy recibiendo “value for money” serían ahora creíbles. Y, como mi interés principal sigue siendo el de asegurarme, mantengo intactos los incentivos para buscar el mejor seguro.

Para la compañía sería una forma de fidelización (si la entrega de acciones se produce progresivamente en el tiempo) más barata y más efectiva que hacerme un descuento en la prima ya que nada me impide irme a la competencia si el descuento, al año siguiente, no se repite y aumenta.

Los clientes tendrían, en la famosa terminología de Hirschman no sólo la opción de “salida” sino la de la “voz”.

La reducción de los costes de agencia (de vigilar y castigar a los gestores) me parece obvia. Si los intereses de los clientes se convierten en decisivos, los administradores tratarán de concentrarse en maximizar la calidad y la relación calidad precio del producto o servicio y, al hacerlo así, estarán, guiados por la mano invisible del mercado, maximizando el valor de la empresa. Quedaría explícito para los administradores que, como decía Henry Ford, si haces las cosas bien (fabricar coches que los clientes quieran comprar), no puedes evitar obtener beneficios. Las señales del mercado serían mucho más rápidamente incorporadas a los precios. Una reducción de la clientela irá acompañada, inmediatamente, de una venta de acciones de esa compañía y un aumento de la clientela, de un aumento del volumen de acciones.

En fin, la entrega de acciones a los clientes no tiene ninguno de los inconvenientes que tiene entregar acciones a los empleados (concentración de riesgos, sesgo en las decisiones empresariales que se adoptan con los votos de esas acciones) ni tampoco los de atribuir a “emprendedores sociales” acciones de grandes sociedades para forzar cambios en la política de esas empresas. Los clientes son los únicos, entre todos los stakeholders, interesados en que la empresa produzca “lo mejor” y si una empresa produce “lo mejor”, y mantiene a sus clientes satisfechos estará cumpliendo con su función social que sólo indirectamente es la de maximizar sus beneficios.

Como se habrá deducido, la mutualización de las grandes empresas es especialmente útil en los sectores en los que los consumidores mantienen relaciones de largo plazo con la empresa. Como hemos dicho, eso ocurre cada vez más (un ejemplo trivial: las marcas blancas de la distribución convierten la compra de productos de supermercado en un “contrato” con Mercadona por el cual encargamos a Mercadona que nos seleccione nuestra cesta de la compra).


¿Y si los clientes son mejores propietarios que los que aportan el capital?


En otro lugar hemos explicado que una mutualidad sería la forma más eficiente para la empresa “Twitter” y tenemos la impresión de que también sería el caso de empresas como Spotify (¿se imaginan que los gestores de Spotify pudieran negociar con las discográficas amenazándoles con un boicot sostenido de sus 300 millones de usuarios si no se avienen a fijar unos royalties razonables?), Uber (en este caso, cooperativa) o las compañías eléctricas.

Se dice por los economistas desde hace treinta años que los accionistas son los titulares residuales – los dueños – de las empresas porque son, no solo los que tienen intereses más homogéneos y, por tanto, pueden tomar decisiones más fácilmente, sino porque son los que sufren el riesgo de expropiación mayor a manos de los demás stakeholders de la empresa (trabajadores, gestores, proveedores…). Tras un desarrollo extraordinario de los mecanismos jurídicos y extrajurídicos para proteger a los accionistas de semejante expropiación de sus inversiones, quizá ha llegado el momento de pensar que los mecanismos jurídicos y extrajurídicos (mercados competitivos) que protegían a los consumidores, a los clientes, de la expropiación por los demás stakeholders, especialmente por parte de los accionistas, no están funcionando tan bien como en el pasado. Que ahora son los clientes los que sufren el riesgo de expropiación en mayor grado y, por tanto, que debemos cambiar la estructura de propiedad de las grandísimas empresas y volver, al menos parcialmente, a las estructuras mutualistas que tan próximas están a la naturaleza humana.

Las ventajas de hacer participar a los clientes de la propiedad de las grandes empresas no terminan aquí. Un movimiento en esta dirección resolvería los problemas que han aparecido recientemente como consecuencia de la creciente concentración de la propiedad de las mismas en manos de los inversores institucionales. Reduciría notabilísimamente los incentivos de las grandes empresas para hacer lobby en perjuicio de la competencia y los de los políticos para interferir en los mercados y crear rentas que puedan distribuir entre sus clientes. En fin, al limitarse a grandes empresas, la atribución de acciones a los clientes no tiene por qué reducir la innovación ni la creación de empresas.


Si eres tan listo…


Podría replicarse que si la forma de articular la propiedad de las empresas más eficiente es la de mutualizarlas, asistiríamos a la transformación de estas grandes sociedades en mutuas y ocurre justo lo contrario. Pero este argumento puede despacharse sin dificultad: la mutua es una forma muy costosa de implementar, esto es, de poner en marcha porque tiene unos elevados costes de coordinación. Las mutuas tienen que “nacer” siendo ya grandes. Si una empresa nace “pequeña”, adoptará la forma de sociedad anónima o limitada como un sucedáneo de atribuir la propiedad a los que la fundan y la financian. Las mutuas requieren de una “fundación sucesiva” muy costosa, lo que explica que detrás de las grandes empresas mutualistas de la era premoderna estuvieran siempre los reyes o la Iglesia. Twitter no se podría haber creado como una mutua. De lo que se trata es de echarle imaginación para darle otros cien años de vida a la corporación comercial que inventaron los holandeses a principios del siglo XVII y así, utilizar uno de los mayores inventos de la Humanidad, para incrementar la popularidad y legitimidad del mayor mecanismo de creación de riqueza que han conocido los hombres.

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