Tumba del tuffatore, Paestum (Italia)
Friedman no puede estar equivocado. Cuando dice que la responsabilidad social de las empresas es ganar el máximo de dinero posible, dentro de lo que la Ley y la Justicia permiten, está haciendo un análisis de “equilibrio general”. Si el mercado de productos en el que está presente la empresa es competitivo, lo que maximiza el bienestar general de una Sociedad es que las empresas concentren su conducta en maximizar los beneficios.
Naturalmente, una vez que abandonamos el modelo de competencia perfecta y del mismo modo que si abandonamos el modelo del homo oeconomicus (en realidad, una trasposición de la conducta de las empresas a los individuos) para describir el comportamiento de los consumidores, cualquier otra función de las empresas deviene posible. Si los clientes de un supermercado no quieren “bueno, bonito y barato” sino “ecológico, pacifista, identitario”, las empresas responderán a esas preferencias de los consumidores porque así maximizarán sus beneficios. Si las empresas que tratan mejor a sus empleados ganan más, las empresas tratarán mejor a sus empleados. Si ganan menos, tratarán peor a sus empleados. Si los clientes quieren hacer “filantropía por delegación” a las empresas, las empresas harán filantropía por cuenta de sus clientes. Es imposible mejorar el funcionamiento del mercado indicando a los que gestionan las empresas que dejen de fijarse como objetivo maximizar sus beneficios.
Es más, las empresas no saben cómo maximizar sus beneficios. Lo descubren y se adaptan. El Derecho no puede mejorar la situación alejándose del criterio de la maximización del valor de la empresa como guía de actuación genérica de los que las gestionan.
Y, en fin, si los accionistas de una compañía, esto es, la familia que es dueña de la empresa, decide que, siendo religiosos y pacifistas, no está dispuesta a vender bazookas en sus supermercados, ¿por qué el Derecho tendría que intervenir? Si acaso, el hecho de que se trate de sociedades de capital disperso debería conducir a menos intervención, porque no estamos seguros de que se hará lo que quieren los “principales” – los accionistas – ya que éstos son un grupo muy numeroso y eventualmente heterogéneo y una minoría organizada puede acabar siendo la que decida. O peor aún ¿y si resulta que la mayoría de los accionistas son votantes de Trump y quieren vender hasta tanques en los supermercados?
Lo único que une a los accionistas y los convierte en un grupo idóneo para ser “principales” es, precisamente, su fungibilidad. Prescindimos de todas sus características, gustos, preferencias, manías o características idiosincráticas. Convertimos a los socios en accionistas para que sólo sea relevante una característica: la de inversor (pecunia non olet). Por el contrario, los socios de una sociedad cerrada no son meros inversores y pueden hacer de su capa un sayo pero los accionistas de una sociedad cotizada son meros inversores y sólo podemos estar seguros de que hacemos “su voluntad” si maximizamos el valor de la empresa en la que han invertido.
Dicen los autores, en este sentido, que
“un consumidor puede votar a favor de que una compañía adopte una tecnología limpia en lugar de una sucia incluso si eso provoca una reducción de los beneficios pero puede estar dispuesto a adquirir acciones de una compañía sucia si no es responsable de la decisión”.
Pero ¿cómo puede un accionista no ser responsable de las decisiones del negocio? Porque en las sociedades cotizadas, los accionistas son solo inversores y no queremos que tomen las decisiones del negocio porque si les atribuimos tal función, se pierde la eficiencia más importante de las sociedades que separan propiedad y control.
Pero en la generalidad de las compañías, los accionistas “están al mando” y toman las decisiones, de modo que, la presencia en los mercados de productos de compañías de capital disperso y de sociedades controladas por sus accionistas permitirá “que gane el mejor”. En otras palabras, que el Derecho establezca como objetivo supletorio de las sociedades titulares de empresas (el “interés social”) el de maximizar el valor de la compañía es eficiente en la medida en que permite a los accionistas decidir de acuerdo con sus preferencias. Si lo que han de maximizar los gestores es el bienestar de sus clientes, deberían constituir una mutua. Si lo que han de maximizar es el bienestar de sus empleados, deberían constituir una cooperativa.
Al final, lo que los autores proponen es
utilizar el gobierno corporativo para minimizar las externalidades que genera la actividad empresarial suponiendo que los accionistas “prefieren” objetivos de la empresa que se separan de la maximización del valor pero problemas de acción colectiva les impiden hacer efectivas sus preferencias.
Supongamos una compañía cuyas acciones pertenecen, en su totalidad, a su fundador, que es, por tanto, accionista único F. En el momento 0, F saca a bolsa su compañía y vende la totalidad de las acciones. Se forma un consejo de administración que, junto con los directivos, gestionará la compañía tomando una decisión en el momento.. La decisión X consiste, alternativamente, en optar por el valor “tecnología limpia” o el valor “tecnología sucia”. La decisión tiene dos efectos: genera beneficios P que se distribuirán a los accionistas y genera un daño medioambiental que perjudica al resto de la Economía (nacional o a otros países). El daño medioambiental no afecta directamente a los accionistas. El daño se puede medir en dinero y es 0 para la decisión “tecnología limpia” y es D para la “tecnología sucia”.
Supongamos que los accionistas tienen actitudes “prosociales”, de forma que, si ellos toman la decisión, ésta se verá afectada por tal actitud y preferirán que la empresa adopte la tecnología limpia. Tomar la decisión significa que su voto es decisivo. Si el voto no es decisivo, el accionista no se sentirá implicado por la decisión. La conclusión del modelo es que cuando las externalidades son separables de las actividades que generan ingresos, Friedman tiene razón y es preferible que las empresas maximicen los beneficios y dejen a los accionistas que donen dinero a una ONG que tenga como objetivo la protección del medioambiente (los autores critican, previamente, la idea de que el Derecho es la forma más eficiente de corregir las externalidades de las empresas a través de impuestos o de sanciones (“el que contamina, paga”) o de regulación de la producción contaminante.
Dicen los autores que si el Consejo de Administración decide optar por la tecnología limpia y ésta conduce a un volumen de beneficios inferior al máximo alcanzable, el mercado de control
(las OPAS hostiles)
hará que aparezca un tercero que se hará con el control de la compañía y revocará la decisión del consejo de administración optando por la tecnología sucia aunque los accionistas estén “de acuerdo” con el Consejo en su decisión de optar por la tecnología limpia. “La pela es la pela, tú” y, aunque “yo” no vendería mis acciones en la OPA hostil, como supongo que los demás sí que venderán, me veo movido a vender las mías para no quedarme como minoritario (y, por tanto, sin poder de decisión) bajo el nuevo accionista de control que adoptará, en cualquier caso, la decisión de implementar la tecnología sucia. Es el conocido problema de las OPAS “coactivas”. Las OPAS hostiles pueden inducir, igualmente, a que una compañía reniegue de sus contratos implícitos con clientes, empleados o proveedores (véase el caso de LearnDirect cuando pasó de ser propiedad del Estado a ser propiedad de una empresa de private equity).
Pero, podría objetarse,
supongamos que, en lugar de una sociedad cotizada de capital disperso, la misma decisión la toma el accionista único F que, obviamente, no sufre problemas de acción colectiva (salvo que sea esquizofrénico) y que puede tener, igualmente, “preferencias prosociales”, ¿rechazaría la oferta?
Si la aceptaría (porque le ofrecen más de lo que vale para él), no es un problema de acción colectiva. Si la rechazaría, porque el precio que le ofrecen no incorpora el valor que él atribuye a que la compañía desarrolle una tecnología limpia, el resultado a largo plazo puede ser que acabe quebrando si se enfrenta a competidores que utilizan la – más beneficiosa – tecnología sucia.
Si no quiebra (porque el mercado es un mercado real en el que no sólo sobreviven las empresas más eficientes y, por tanto, porque acepta, simplemente, un nivel de beneficios inferior al que podría obtener a cambio de la satisfacción de ser dueño de una compañía “limpia”) diríamos que el problema está en que el precio de mercado de la compañía – el que ofrece el tercero – no incorpora una parte del valor que la compañía tiene para su dueño (valor subjetivo de la empresa) y, por tanto, concluiríamos que la clave está en que cualquier forma de propiedad colectiva de un activo impide garantizar que se adoptarán, respecto del mismo, las decisiones que maximizan su valor. Solo la propiedad individual garantiza la maximización del valor de los activos porque el dueño único internaliza todas las ganancias y costes del activo. Los llamados costes de agencia (entre accionistas de control y accionistas dispersos o entre gestores y accionistas) no son mas que un caso de división de la propiedad. Desaparecen si los accionistas de control y los dispersos son los mismos o si los accionistas y los gestores son los mismos y todos ellos son un único individuo.
“sin restricciones externas, las compañías cotizadas de capital disperso tenderán a comportarse con indiferencia respecto de las cuestiones sociales, es decir, tenderán a despreocuparse de las externalidades que generan. Infraponderarán el excedente social mucho más que las sociedades cerradas, es decir, no cotizadas”
Los autores exploran
las posibilidades de la autonomía privada
para evitar el cambio de la tecnología limpia a la sucia inducido por la competencia en el mercado de control y en el mercado de productos. La sociedad puede salir a Bolsa “blindada” como ha ocurrido de forma espectacular con Snapchat que sólo ha colocado entre los inversores acciones sin voto o puede incluir una “poison pill” tan sofisticada que haga imposible la OPA hostil. Exploran la posibilidad de constituir una “benefit corporation”, pero no “se lo creen”. Y hacen bien en no creerse que la fijación de una “misión” en los estatutos sociales adyacente a la de maximizar el valor de la compañía tenga alguna capacidad para limitar la discrecionalidad de los administradores. En todo caso, como no hay comidas gratis, todas estas estrategias tienen un coste muy elevado: permiten a los administradores incompetentes eternizarse en sus puestos con lo que aumentan los costes de agencia.
¿Y el voto de los accionistas?
“al contrario que con las OPAS hostiles, no hay asimetría en el voto. Si la mayoría de los accionistas ponderan alto los beneficios, votarán a favor de la tecnología sucia. Si la mayoría de los accionistas ponderan alto la generación de externalidades, votarán por la tecnología limpia”
es decir, los accionistas – a diferencia de la situación de OPA hostil – votan directamente sobre la cuestión, no deciden que un tercero (el oferente hostil) sea el que decida al respecto.
De manera que si los problemas de acción colectiva no son insuperables, los accionistas “prosociales” – si son mayoría – se saldrán con la suya.
El problema con el voto es que es un malísimo mecanismo para agrupar preferencias en relación con la gestión de la empresa social.
El voto es un mecanismo para adoptar acuerdos a partir de una propuesta. No es un mecanismo que permita que un grupo adopte decisiones discretas sobre cada cuestión que pueda afectarle. Ha de reservarse para aquellas decisiones de gran relevancia (es un mecanismo costoso de decisión), en el que pueda barruntarse que las preferencias se autoagruparán en torno a “sí” o “no” y, sobre todo, en el que los participantes tengan incentivos para “preferir” una estrategia sobre otra. Ninguna de estas características está presente en el caso de la “auto” corrección de externalidades que pueda generar la gestión de la compañía. No es extraño que el único ejemplo real que ponen los autores sea la iniciativa de un accionista significativo de Walmart para que éste deje de vender armas automáticas en sus supermercados (lo que lleva a uno a preguntarse si el Derecho de Sociedades es el instrumento mínimamente idóneo para resolver un problema causado por la regulación legal más ineficiente del planeta como es la norteamericana en relación con las armas de fuego).
El otro ejemplo es el de no vender tabaco a los niños pero el ejemplo es ridículamente improbable. Hay que suponer que el Derecho – el cumplimiento normativo en la jerga del corporate governance – ha hecho su labor y ha prohibido las estrategias empresariales que más obviamente generan externalidades. Y los accionistas deben poder contar que es así. Se les endosaría una tarea excesivamente onerosa si tuvieran que incluir en sus decisiones de inversión (las más costosas de adoptar de entre las que adopta un ciudadano corriente, como lo demuestra el hecho de que no deleguemos en otros nuestras decisiones de consumo pero sí encarguemos a un experto qué hacer con nuestros ahorros) los aspectos “pro” o “antisociales” de la conducta de las empresas en las que se invierte.
Es más, ¿no será más eficaz para evitar que Walmart venda armas automáticas una campaña de una ONG dirigida a los clientes de Walmart? Es decir, ¿no es más eficaz, en general, utilizar los incentivos que tienen las empresas para maximizar sus ganancias para inducirles a “hacer el bien” vía regulaciones legales o vía presión social sobre su reputación? La mayor ventaja de estas estrategias sobre la de “invest and engage” que proponen los autores es que el número de grandes empresas es reducido, de manera que la legislación o el activismo social pueden ser eficaces respecto de ellas y, una vez que las grandes empresas hayan abandonado las conductas dañinas para la Sociedad, la pendiente deslizante (si no lo hago yo, otro lo hará, si yo no pago el soborno a los funcionarios para conseguir el contrato, otro lo hará) puede controlarse.
El voto, parecen olvidar los autores, se atribuye a los accionistas prima facie para elegir y destituir a los administradores y para aprobar las grandes decisiones estratégicas o contractuales (modificaciones estructurales y, en general, modificaciones del contrato social). Los accionistas no votan las decisiones de gestión (aunque, eficientemente, el derecho español diga que, si quieren, pueden hacerlo). Ningún Derecho atribuye a los accionistas, prima facie, competencias en materia de gestión.
A continuación, los autores se adentran en
el cumplimiento de los deberes fiduciarios de los administradores
Si una compañía farmacéutica puede ganar más dinero subiendo estratosféricamente el precio de su medicamento ¿vienen obligados a hacerlo los administradores en cumplimiento de su deber fiduciario hacia los accionistas? La respuesta es obviamente negativa. La business judgment rule les protege de cualquier demanda por no hacerlo y, como corresponde con cualquier decisión en un entorno de incertidumbre, ni siquiera es seguro que sea la decisión que maximice los beneficios. Tal comportamiento por parte de una empresa generará una reacción social que acabará con la reputación de la empresa. Es peor. Esa conducta es ilegal en Europa (constituye un abuso de posición dominante por explotación). Dejemos a la Comisión Europea y no a los accionistas que se encargue de que la empresa “internalice” los costes de esa decisión.
Véase el caso del memorandum de Google. Si los accionistas de Google son “prosociales” y quieren que se implemente una política laboral no discriminatoria y favorecedora de la “diversidad” ¿deben los accionistas decidir sobre el despido del empleado que publicó el memo criticando la política laboral de Google? ¿Cómo deberían decidir? ¿A favor del despido o en contra del despido? ¿Están los accionistas de Google en mejores condiciones para decidir qué política es “prosocial” en relación con la incorporación de mujeres a empresas tecnológicas que los administradores? No parece que sea el caso. Los accionistas, frecuentemente, se arrepentirán de este tipo de decisiones porque no están en condiciones, ni siquiera, de saber cuáles son sus preferencias al respecto. En materia medioambiental, por ejemplo, políticas “limpias” se revelan, con el paso del tiempo, como más dañinas para el medioambiente. Es preferible “faire la confiance” a los administradores y que éstos, si la “misión” de la empresa (la estrategia más general) es importante para maximizar su valor a largo plazo, se blinden frente a cambios de opinión transitorios de los accionistas o seleccionar gestores – como se ha propuesto recientemente – que crean en la “misión” de la empresa, esto es, que tengan preferencias prosociales más similares a las de los accionistas.
“para agregar los gustos individuales y transformarlos en preferencias sociales… por lo que puede que la maximización del valor de mercado se justifique como un objetivo second-best en un mundo donde las preferencias sociales de los accionistas son suficientemente heterogéneas”
lo que no les impide afirmar que, en todo caso,
“la maximización del bienestar de los accionistas debe reemplazar la maximización del valor de mercado como el objetivo adecuado de las compañías”.
El problema es que la maximización del bienestar de los accionistas es el objetivo jurídico de las compañías si ampliamos la lente y dejamos de contemplar la sociedad cotizada como una empresa y la examinamos como un contrato que pone en marcha una organización corporativa.
En Derecho español y en todos los Derechos continentales, el objetivo de la sociedad es el que quieran los accionistas unánimemente y una sociedad anónima puede tener como objetivo el de reducir la pobreza infantil. Y, si los accionistas saben lo que quieren, forzarán a los que gestionan su compañía a lograr tal objetivo. Y si, por problemas de acción colectiva y para aprovechar las economías de escala en la financiación de las actividades empresariales (para eso se “inventó” la sociedad anónima de capital disperso) tenemos que “tipificar” el bienestar de los accionistas en la maximización del retorno de sus inversiones, es un pequeño precio a pagar en comparación con los beneficios sociales que la corporación ha traído al mundo.
Oliver Hart y Luigi Zingales, Companies Should Maximize Shareholder Welfare Not Market Value, July 2017
1 comentario:
Suponiendo que no se agoten antes los recursos del planeta, no creo que la concepción económica de nuestro tiempo vaya a merecer una calificación positiva desde una perspectiva histórica. La visión economicista que no contempla las consecuencias ambientales y sociales de las decisiones económicas, es, como mínimo, incompleta e insostenible.
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