“Reading and thinking. The beauty of doing it, is that if you’re good at it, you don’t have to do much else" Charlie Munger. "La cantidad de energía necesaria para refutar una gilipollez es un orden de magnitud mayor que para producirla" Paul Kedrosky «Nulla dies sine linea» Antonio Guarino. "Reading won't be obsolete till writing is, and writing won't be obsolete till thinking is" Paul Graham.
jueves, 17 de septiembre de 2015
Catalanes traidores, indolentes y patriotas
miércoles, 16 de septiembre de 2015
La inexistencia de mercado interior y el retraso económico de España
lunes, 14 de septiembre de 2015
Ilusiones populistas para jóvenes
Por Calixto Alonso del Pozo
sábado, 12 de septiembre de 2015
¿Cuándo tiene obligación el tribunal nacional de plantear una cuestión prejudicial al TJUE?
… procede responder a la primera cuestión prejudicial que el artículo 1, apartado 1, de la Directiva 2001/23 debe interpretarse en el sentido de que el concepto de «transmisión de un centro de actividad» abarca una situación en la que se disuelve una empresa activa en el mercado de los vuelos chárter por parte de su accionista mayoritario, que es a su vez una empresa de transporte aéreo, y en la que, posteriormente, esta última asume la posición de la sociedad disuelta en los contratos de arrendamiento de aviones y en los contratos vigentes de vuelos chárter, desarrolla la actividad antes efectuada por la sociedad disuelta, readmite a algunos de los trabajadores hasta entonces afectados a esa sociedad y los coloca en funciones idénticas a las ejercidas anteriormente, y recibe pequeños equipamientos de esa sociedad.
En lo que respecta al alcance de dicha obligación, de una jurisprudencia consolidada después del pronunciamiento de la sentencia Cilfit y otros (283/81, EU:C:1982:335) resulta que un órgano jurisdiccional cuyas decisiones no son susceptibles de ulterior recurso judicial de Derecho interno, cuando se suscita ante él una cuestión de Derecho de la Unión, ha de dar cumplimiento a su obligación de someter dicha cuestión al Tribunal de Justicia, a menos que haya comprobado que la cuestión suscitada no es pertinente, o que la disposición de Derecho de la Unión de que se trata fue ya objeto de interpretación por el Tribunal de Justicia, o que la correcta aplicación del Derecho de la Unión se impone con tal evidencia que no deja lugar a duda razonable alguna.
suscitado múltiples dudas en un gran número de órganos jurisdiccionales nacionales, que, en consecuencia, se han visto obligados a remitir el asunto al Tribunal de Justicia.
miércoles, 9 de septiembre de 2015
La administración de la sociedad colectiva en el siglo XVII en Cádiz
“Sobre la administración de las compañías y la distribución del trabajo entre los socios en las actividades de esta, la práctica gaditana nos ofrece una gran diversidad de posibilidades. En general, la libertad de pactos en esta materia era total; sin embargo, entre los contratos de formación de compañías, objeto de nuestro estudio, hemos podido individualizar dos sistemas de articulación de la gestión social, los mismos que ya señalara Carlos Petit para Bilbao.
Podemos dividir, por tanto, a las compañías gaditanas en dos grupos, dependiendo del sistema de gestión: a ) Compañías cuya administración corre por cuenta de todos los socios. b) Compañías en las que se designa a alguno o algunos de ellos como gestores. En el primer caso, todos los socios de la compañía, bien por separado o conjuntamente, tienen encomendadas las funciones administrativas de la sociedad. El caso más representativo al respecto es el de las sociedades generales o colectivas, que por principio se estructuran como una sociedad de trabajo en la que cuantos la integran están obligados a desempeñar un papel activo, colaborando personalmente en la consecución de los objetivos y fines sociales. Como indica Carlos Petit, existía una gran variedad de pactos dentro de este sistema (84). Los diversos tipos de administración localizados por él en Bilbao para el siglo XVIII bien pueden aplicarse a los contratos gaditanos del XVII, ya que la casuística analizada allí es similar a la de Cádiz. Distinguiremos, por tanto, tres tipos de administración: — La administración disyuntiva, característica de aquellas sociedades en las que cualquier socio tiene facultad para actuar en nombre de la compañía. — La administración conjunta, según la cual para que un negocio tenga la consideración de social es necesaria la intervención de todos los socios. — La administración repartida, a la que pertenecerían los contratos de compañías en los que se pacta que determinados socios tengan asignadas tareas específicas que no puede realizar ningún otro. El tipo de administración disyuntiva es el más frecuente en Bilbao, «dadas las facilidades que reportaba para una contratación ágil y progresivamente masiva». Allí se caracterizaba porque los socios no se obligaban ni siquiera a comunicarse los negocios que emprendiesen en nombre de la compañía, ni a rendir cuentas de los mismos. Las compañías gaditanas del XVII, por el contrario, preferían el sistema de administración conjunta, dejando casi exclusivamente la administración disyuntiva para aquellas compañías cuyos socios viven y negocian en ciudades diferentes, pues en el único caso de administración disyuntiva en que ambos miembros de la compañía residen en Cádiz esta quedaba matizada, en tanto que en los contratos se especificaba como condición que cada socio estaba obligado a dar cuenta e informar al resto de los socios después de haber concluido un negocio. Salvando este caso, el resto de las compañías adoptaron el tipo de administración conjunta, aunque con algunas variaciones. Mientras en determinados contratos se requería el acuerdo general y unánime de todos los socios para que cualquier tipo de operación comercial fuera considerada social, en otros se pactaba la necesaria autorización del socio principal de la compañía. Esta última matización se aplicaba especialmente a determinados negocios, como concesiones de préstamos o firma de pólizas de seguro). El sistema de administración repartida es otra de las formas que podía adoptar la gestión colectiva. Este tipo resulta excepcional en la práctica gaditana, y solamente hemos localizado un contrato que adopte este sistema. Se trata de la compañía constituida en 1699 por José Domingo,
Juan Manuel y Fernando Ignacio Colarte con Pedro Luis Antonio de Lila y Pedro de Luarca. En el contrato se pactaba, no tanto el reparto de funciones como el reparto de los mercados a los que iba dirigida la actividad de la compañía. Así, de los negocios y dependencias de la Europa se encargaría Pedro de Luarca, mientras que los de los reinos, provincias y demás partes de las Indias correrán de cuenta de José Domingo y Juan Manuel Colarte. Esta especialización de algunos de los socios de la compañía en determinados mercados tenía su reflejo en el empleo de la firma social. En el primer caso, cualquier negocio que se concluía se firmaba bajo el nombre de «Pedro de Luarca y Compañía»; sin embargo, para el comercio con las Indias la compañía firmaba «José Domingo y Juan Manuel Colarte y Compañía»
Queda ahora hacer referencia a los contratos en los que la administración es encomendada a un socio o socios determinados. Este sistema… es característico de las compañías en comandita... En Cádiz, las noticias recogidas sobre este tipo de compañías han sido fragmentarias, por cuanto los documentos localizados están más relacionados con el ámbito de la liquidación de estas sociedades, que con el de su constitución, lo cual nos impide entrar en el análisis de las funciones administrativas de los socios colectivos en las compañías en comandita.
La singularidad española
¿Por qué España sólo comenzó a acercarse a Europa en desarrollo económico en el siglo XX? Una explicación es que España no desarrolló un mercado interior digno de tal nombre hasta esas fechas. España creó tempranamente una unidad política que ha durado más de cinco siglos, mantuvo un imperio trasatlántico hasta bien entrado el siglo XIX, conservó la unidad de sus territorios durante toda la edad moderna y contemporánea pero lo logró a costa de renunciar a imponer la centralización económica y política sobre los territorios peninsulares.
“El poder permaneció en buena medida en los territorios históricos y en las ciudades, porque (la constitución política) garantizaba una forma de representación… que legitimaba el gobierno de la monarquía. El hecho sorprendente históricamente es que la monarquía compuesta hispánica sobreviviera en sus territorios nucleares y en sus inmensos dominios americanos durante tanto tiempo sin que se produjera ni la centralización ni el desmembramiento total. Dado que el poder residía, en gran medida, en las unidades territoriales y la opción por abandonar la monarquía existía, la Corona estaba obligada a negociar continuamente en – casi – pie de igualdad. Pero también en este caso era posible más de un resultado. El Imperio austro-húngaro compartía muchos de los rasgos de España – la fragmentación jurisdiccional- pero la existencia de una nobleza mas fuerte y pan-austro-húngara sirvió de elemento unificador en una <<unión monárquica de estados corporativos>> de manera que uno de los grupos relevantes en la estructura corporativa del Estado se convirtió en un de los aliados clave de la Corona.
miércoles, 2 de septiembre de 2015
Captura de rentas y capitalismo clientelar
“un sistema en el que la propiedad de las empresas es privada pero en el que hay una mezcla generalizada entre los poderes públicos y las empresas privadas de tal forma que el éxito de muchas empresas o sectores está vinculado estrechamente al poder público y el poder público utiliza, a su vez, a esas empresas privadas para lograr el cumplimiento de objetivos políticos concretos de forma directa o indirecta”.
La captura de rentas
“En los términos más simples, la riqueza puede obtenerse de dos formas: puede crearse o puede arrebatarse, por la fuerza, a otros. La captura de rentas, en este contexto puede entenderse como el proceso por el cual, utilizando medios lícitos, se arrebata la riqueza que pertenece a otros y se la queda el rentista para sí.
“El capitalismo clientelar puede verse como la alianza entre tres intereses poderosos: grandes empresas, sindicatos y gobierno vinculados en una relación simbiótica para crear rentas de gran volumen para empresas o sectores determinados y utilizar ese pool de rentas para pagar a los poderes políticos tales como los sindicatos y los propios políticos. El capitalismo clientelar se basa en garantizar a esas empresas o sectores un cierto flujo de ingresos a cambio – implícitamente – de que esas empresas transfieran una parte de ese flujo de ingresos a los grupos favorecidos por los políticos, por ejemplo, sindicatos o grupos ambientalistas y a favor de los propios políticos en forma de financiación de sus campañas electorales y financiación, en general, de los partidos”
La Constitución anticlientelar
La creación y captura de rentas no es inevitable si la Constitución contiene mecanismos suficientemente potentes para impedirlo. Por ejemplo, la concentración del poder facilita la “eficacia” de los que crean y capturan las rentas. Hay una “ventanilla única” desde la que el poder político puede ofrecer las rentas y a la que los capturadores de rentas pueden dirigirse para obtenerlas y para devolver la parte correspondiente a los políticos. Cuando el poder está dividido y limitado recíprocamente, los costes de los que crean las rentas y los de los que las capturan se elevan notablemente. El coste de los check and balances que previenen la promulgación de las normas que crean y atribuyen rentas es que también impiden la promulgación de la “buena” legislación y generan el riesgo de bloqueo institucional (Fukuyama habla de una constitución donde demasiados tienen derechos de veto y que conduce a que cualquier avance deba incluir compensaciones para todos los que tienen tal derecho de veto).
Zywicki, Todd J., Rent-Seeking, Crony Capitalism, and the Crony Constitution (August 26, 2015). Supreme Court Economic Review,
lunes, 31 de agosto de 2015
¿Qué es un héroe?
McAdams, en una recensión de la recientemente descubierta segunda novela de Harper Lee, Go Set a Watchman, nos cuenta que Atticus, el personaje central de Matar a un ruiseñor no era un liberal defensor de la igualdad racial. Era un blanco del sur que se oponía a la esclavitud pero no se oponía a las leyes de segregación que estaban en vigor en la época en la que ejercía de abogado como un respetado miembro de su comunidad. O sea, que aunque no era un radical, Atticus es un héroe. Y lo es, dice McAdams por estas razones:
“Como la mayoría de los lectores, yo adoro al Atticus Finch de Matar a un ruiseñor. En parte, le admiro porque condujo a la comunidad blanca de su pueblo en la dirección correcta, hacia la justicia racial, aunque le fuera imposible avanzar o llegar muy lejos en este camino dada su propia mentalidad y visión moral de las relaciones entre blancos y negros y porque, en definitiva, hacía falta que los líderes negros movilizaran a las masas para lograr resultados satisfactorios. Pero más importante, yo adoro a Atticus porque estaba dispuesto a asumir riesgos graves para su vida y su reputación en defensa de esa justicia limitada que su conciencia le exigía. Si había blancos radicalmente igualitaristas en la ficticia ciudad de Maycomb, Alabama, me sumaría a los que alaban la superioridad de la visión de la justicia racial de estos radicales. Pero también lamentaría el hecho de que, a diferencia de Atticus, su valor no fue suficiente para llevarles a actuar y permanecen invisibles en la novela, lo que resulta bastante realista porque este tipo de blancos radicales eran frecuentemente – no siempre – invisibles en las ciudades pequeñas en el Sur de los años 30 con las leyes racistas en vigor.
Cuando se trata de evitar o de corregir una injusticia, a veces, el mundo funciona así: el valiente, aunque sus convicciones no sean las ideales, consigue más que el que sostiene las ideas correctas pero no salta a la palestra. Asi se explica, creo yo, que Yad Vashem, en Israel conceda el título honorífico de “justo entre las naciones” a no-judíos por haber arriesgado sus vidas para salvar a judíos durante el Holocausto, no por haber sostenido las mejores, más ilustradas visiones del judaismo. No hay por qué pensar que Atticus pensaba y defendía las mejores ideas sobre los derechos de los afroamericanos, pero cuando la turba racista se lanzó a por Tom Robinson, hizo algo más que alzar la voz en su defensa....
Cuando los cambios sociales son de gran escala, uno puede, simultáneamente, adorar a los miembros de la generación anterior por empujar valerosamente en la dirección correcta y despreciarlos por quedarse cortos y oponerse a que las cosas sigan progresando.
Richard McAdams acaba de publicar un ensayo titulado Empathy and Masculinity in Harper Lee's to Kill a Mockingbird.
domingo, 30 de agosto de 2015
Sobre la carta de Felipe González
“una carta que viene a decirnos que la independencia nos llevaría todos los males y además es imposible”.
Las turbas de internet
A diferencia de lo que sucede en Internet).... cualquier persona que quiera condenar a un conductor ebrio en una calle o plaza, por indignación o por regodearse en su superioridad moral, tiene que hacerlo a la cara, delante de él y apreciar el dolor que tiene que soportar. La medida en que estamos dispuestos a infligir dolor a otros está templada por nuestra propia vergüenza de ser y de pensar que somos crueles… Las redes sociales suprimen en buena medida esa incomodidad que supone ver a la víctima sufrir y la vergüenza de que nos vean hacer sufrir a alguien, porque no requieren la proximidad personal…
La mejor estrategia para la gente que es, normalmente, aversa al riesgo, frente a la amenaza de sufrir ataques en internet que acaben dejándola sin trabajo y sin medios de vida es… callarse… Estamos creando un mundo en el que la forma más inteligente de sobrevivir es no decir nada que pueda suscitar la menor polémica…
Es una cuestión abierta qué efecto tendrá sobre el periodismo someter a escritores sin experiencia, que aventuran opiniones ingenuas en periódicos universitarios o escolares a un escarnio público previamente reservado para los políticos acusados de pedofilia… podemos buscar protección frente a las turbas de internet de la misma manera que los adolescentes de los barrios infestados de bandas: apuntándonos a una banda… De esta manera, cuando te ataca una turba en internet, los de tu propia turba te darán protección… lo peor es que las turbas de internet se dirigen contra todo lo que se diga que pueda tener significado político y, al hacerlo, han politizado discursos que solían estar protegidos de la crítica pública y que eran irrelevantes para la política…
El problema de tener que unirse a una banda para no quedar indefenso frente a la turba de internet es que, cuando todo el mundo se ve obligado a unirse a una banda, el barrio tiende a volverse inhabitable rápidamente.
Rita Koganzon The Politics of Digital Shaming
Un consejo para los legisladores
El llamado riesgo regulatorio no es asegurable o, por lo menos, los seguros disponibles en el mercado no lo incluyen. Piénsese en la normativa sobre energías renovables o en la deducibilidad de los intereses de un préstamo hipotecario en la declaración de la renta. De ahí la importancia que tienen instituciones como la irretroactividad de las normas no favorables (o la protección de los inversores internacionales a través de convenios) y los profundos efectos redistributivos que tienen los cambios legislativos. Cuentan que Alchian estaba comiendo con unos jueces y les preguntó por el pleito entre Apple y Microsoft. Al cabo de un rato, Alchian dijo que no le importaba quien tenía razón. Que quería que acabaran el pleito lo más rápidamente posible para reducir el despilfarro porque, ganase quien ganase, no afectaba a Alchian que tenía acciones de las dos compañías.
Los particulares pueden protegerse frente a cambios legislativos a través de derivados (vendiendo en corto acciones de compañías cuyo valor se depreciará si se produce el cambio legislativo) pero “tal protección puede ser impracticable o limitada y, en todo caso, requiere un grado de sofisticación que muchos particulares no poseen”. No obstante, muchos cambios legislativos sí pueden ser asegurados si afectan a grupos concretos de individuos o producen efectos beneficiosos para otros grupos sociales. Si los particulares pueden influir en el cambio legislativo, además tendríamos un problema de riesgo moral por su parte, ya que, una vez asegurados, tendrían incentivos para “provocar” el cambio ya que el riesgo ha sido desplazado sobre el asegurador. Del mismo modo que el dueño de la casa tiene incentivos para incendiarla si está asegurado y la casa ha perdido valor en relación con la suma asegurada, tiene incentivos para que le expropien.
Con los cambios legales, si no podemos diversificar, hay un espacio para que los que capturan rentas influyan sobre el legislador y se produzca el cambio legal en su beneficio. Claramente, cuando se impone un nuevo trámite como la legalización de los libros de actas de las sociedades.
Y el riesgo no es asegurable, dice Shavell, porque es muy difícil de diversificar. El cambio legislativo afecta, simultáneamente, a todos los sometidos al riesgo, es decir, el siniestro es “catastrófico”. Por tanto, el legislador que promueve un cambio en la regulación de una actividad de los particulares haría bien en modificar la ley “menos” de lo deseable si los destinatarios de la reforma son aversos al riesgo. Se explica así que los cambios legislativos tengan eficacia sólo para el futuro (para las nuevas instalaciones) o que se impongan progresivamente en el tiempo.
También, dice Shavell, (si lo he entendido bien) es preferible imponer un estándar de seguridad (a actividades peligrosas) menos exigente del eficiente (para eliminar la externalidad que impone el que desarrolla una actividad peligrosa, por ejemplo, una gasolinera) si la aplicación del estándar genera costes a los destinatarios. La razón se encuentra en que, si los destinatarios son aversos al riesgo, adoptarán un estándar de diligencia o reducirán el nivel de su actividad por encima de lo eficiente, de manera que el legislador puede rebajar el nivel de exigencia de la norma (y los costes que soportan los destinatarios de la norma) sin pérdida de bienestar social:
“The rationale for this basic result is, in essence, that if the stipulated standard of care were equal to the conventionally efficient level, a marginal relaxation of the standard would leave expected social costs essentially unchanged. But the slight reduction of the standard would produce a social benefit by lowering risk-bearing for the risk-averse parties subject to the standard. Thus, it is always socially desirable for the standard of care to be less than (and perhaps to be much less than) the level that would be conventionally efficient”
Shavell, Steven, Risk Aversion and the Desirability of Attenuated Legal Change (January 1, 2014). American Law and Economics Review,
Las acciones de voto múltiple en Italia
viernes, 28 de agosto de 2015
Seabright
The discovery of people controlling a resource that we value more than they do has led, only too often, to their murder or enslavement. Even in the absence of slavery or genocide, what Adam Smith famously described as the human propensity to “truck, barter and exchange” has always coexisted uneasily with a rival temptation to take, bully and extort. Smith was an extraordinarily wise and decent man who nevertheless shocked many of his contemporaries by what they saw as his cynical praise for the virtues of solid economic self-interest. In one respect, though, Smith was far from cynical enough, for he drew too little attention to the fragility of the commercial motive in the face of more brutal temptations… manlier virtues have been yoked countless times to the service of murder and extortion, while exchange with someone who is different from us, though it may lack panache, is, in the end, the only civilized thing to do. We can exchange poetry and works of art if we wish (and if they don’t prefer Coca-Cola), but exchange we must. The problem of civilized society, though, is how to turn the propensity to truck, barter and exchange into something stronger than a propensity – into a habit, into second nature. Second nature is the best we can hope for since, as modern evolutionary biology has now shown us (and as Adam Smith was never in a position to know), it is a long way from being our first…
Human beings ten thousand years ago had inherited a psychology that made them intensely suspicious of strangers, and capable of savage violence towards them under some circumstances, but able to benefit spectacularly from institutional arrangements that made it reasonable to treat strangers as honorary friends. The ability to abstract, therefore, from purely tribal loyalties and grant strangers the same freedoms as were granted to friends, the capacity to be open to new opportunities and choose freely among them, the willingness to communicate with those who do not share our ways of dressing, eating and living, and to share a space with those who do not worship our gods - none of these constitute a purely Western capitalist mindset, even if historically it has been Western capitalism that has wrung the most economic mileage out of them. Indeed, these ideas are not sufficient in themselves to constitute a whole mental outlook of any kind, but without them none of the major historical civilizations could have developed…. Reason is not in tension with pluralism, because what is needed to trust strangers is much less than what is needed to enter fully into their cultural outlook… it simply means refusing to allow differences over ideas to prevent us from dealing with others in a civilized way
Del libro, The Company of Strangers
La amistad mercantil: de lo que fue el Derecho Mercantil y de lo que ya no es
Los párrafos que siguen los hemos sacado de un delicioso trabajo de Carlos Petit, titulado “Del Usus Mercatorum al Uso de Comercio”. La crítica que contiene a los estudios históricos del Derecho Mercantil que hacemos los juristas que no sabemos nada del Antiguo Régimen es una enmienda a la totalidad
Por eso las costumbres locales fijaban los llamados – precisamente – términos de gracia y cortesía para la presentación de efectos al pago o la aceptación (“the European merchants customarily allow a certain Time to the Acceptor after a Bill is due, which is call’d Time of Grace or Favour, which differs according to the customs of the Places drawn upon”); condescendencia final hacia el principal obligado cambiario (“it is so much law now itself, that no bill is protested now till those three days are expired”) que tenía la función de hacer posible la intervención de los amigos o de poner en marcha los contactos necesarios para restañar un crédito mal andado. Una similar convicción llevó a considerar algo impropio de la profesión mercantil el liarse a pleitos y mezclarse con abogados y tribunales – incluidos, en los supuestos mejores, los propios jueces corporativos. “Por una porquería… no he de armar un pleito en la plaza, cuando hasta entonces no había tenido ninguno”,
La religión de los mercaderes se convirtió en devoción y amistad; la amistad favoreció el tráfico de cartas, en particular de letras de cambio – un instrumento financiero muy sensible a los deberes honorables de la común profesión. Aquélla mercantil se entendía además tan honrosa que debía huir de pleitos… gracias a los buenos oficios de colegas que arbitrasen las diferencias surgidas en los momentos peores. Cartas, amigos, letras, arbitrajes... en fin, llevados desde una casa que fue ante todo familia, con el contrato de compañía para refuerzo de los vínculos consanguíneos. Tal vez cualquier lector, a la vista de este o ese otro documento, matice y refute fácilmente la anterior descripción. Pues qué, ¿nunca se dieron pleitos entre comerciantes que hubiera de zanjar una autoridad judicial? ¿El apetito de lucro no condujo jamás a exprimir a los deudores sin contemplación alguna? La historia de la cambial, ¿no marchó a favor de la fuerza ejecutiva de compromisos de pago que no admitían demasiadas reticencias? La respuesta afirmativa a todas estas objeciones me parece compatible con el propósito actual de identificar los valores, usos y comportamientos – en una palabra, el tejido de costumbres en el sentido inicialmente recogido – de la vieja clase mercantil, al menos cuando la intención de la lectura que está a punto de acabar se limita a descifrar las claves de la auto-representación, de la imagen profesional que un clásico mercader se formó de sí mismo y sus colegas. Nada contaría entonces un contrato social donde se reconociera al hijo facultades especiales que los más atribuían al padre o demostrar la existencia histórica de negociantes encallecidos que nunca dieron tregua a sus deudores. Mantengo mi convicción de que, hasta en esos supuestos contrarios al relato que ahora finaliza, la vieja cultura mercantil aceptó con toda naturalidad la existencia de familias mutadas en sociedades de comercio o la vigencia de la moral y la gracia en el terreno jurídico de las obligaciones, con inclusión por supuesto de las exigentes obligaciones cambiarias. Si se comparte tal convicción, en un segundo paso interpretativo hemos de concluir que la cuestión del usus mercatorum con que arrancaba nuestra encuesta no sería demasiado relevante para trazar los orígenes del moderno derecho mercantil.
Los datos examinados nos conducen hacia una amalgama de normas y creencias religiosas, imperativos profesionales, directrices para el gobierno de la casa, compromisos de amistad, códigos de honor… que ofrecen un paisaje demasiado exótico para explicar sin más el ordenamiento especial del comercio a partir de antiguas ordenanzas y prácicas institucionales (sociedades personalistas, letras de cambio, auxiliares del comerciante, libros de contabilidad, reglas para el caso de insolvencia…) poco menos que inalterables. Que los órdenes normativos y los principios implicados – un derecho gremial ciertamente, aunque colocado junto o incluso por debajo de la economía o ciencia doméstica, la moral, en particular aquélla católica y postridentina, el mismo saber mercantil, con su notable carga disciplinante de la vida profesional y el escritorio – carezcan hoy de relevancia explicaría las limitaciones de una difundida historiografía, pero se trata de superar este empobrecido horizonte si queremos comprender una cultura que no es la nuestra. Se encuentra además en debate la correcta identificación de la experiencia jurídica presente. Si el derecho mercantil ha sido el único ordenamiento corporativo que subsistió al momento revolucionario, si ese instante irrepetible constituye el inicio del fin del antiguo régimen también en materia de contratos, en tal caso subsistiría el problema de trazar con precisión las fronteras de la modernidad. Darnos por satisfechos con describir la estrategia burguesa de conservación del propio derecho sobre la base del protagonismo histórico de que gozó el tercer estado resultaría una banalidad, situada a un paso de la más clamorosa pseudoexplicación. Expresado de otra forma: a cuantos leímos en los Setenta la síntesis feliz de Francesco Galgano, treinta años más tarde la interpretación del conocido privatista de Bolonia – aun disfrazada editorialmente bajo un título nuevo y equívoco – nos parece un análisis demasiado pobre
¿Habrá que renunciar a la explicación política de una justicia y un derecho especial para el comercio? Digamos mejor que el futuro debate tendría que centrarse en el alcance reconocido a la posible continuidad. Pues acaso sea tan sólo aparente la existente entre un viejo consulado y un tribunal liberal – por más que ambas instituciones conocieran de asuntos similares. Tampoco debería alcanzar mucho peso la existencia de una codificación separada para el derecho del comercio. En realidad, la aparición del derecho mercantil exigió una previa, gran tarea expropiatoria sobre el universo tradicional de costumbres, cortesías y usos; una drástica supresión de los diversos y simultáneos órdenes normativos que regularon históricamente negocios y negociantes… a beneficio exclusivo del Estado y de su único orden de normas, un nuevo orden solamente jurídico. Por efecto de los códigos liberales – me refiero ahora al contexto que les dio sentido – la disciplina del comercio se redujo a ley, la ciencia doméstica fue economía política, la religión y sus secuelas graciosas, una simple opción privada sin relevancia profesional. Y los lazos de parentesco y amistad, esenciales en la antigua casa de comercio, se vieron paulatinamente relajados hasta su completa superación… mediante sociedades tan anónimas en el trato con terceros como lo serían en las hipotéticas relaciones que mantuviesen sus socios; sin duda tendría interés escribir una pequeña historia de la preferencia relativa de los comerciantes por cláusulas nominativas o por cláusulas a la orden en acciones y demás títulos valores. Con los cambios en la mentalidad mercantil de la gracia, la amistad, la affectio, el intuitus personarum… se extinguió aquel pujante género de mercatura que convirtió en texto impreso los referentes tradicionales de la profesión y facilitó su reproducción continuada. Por supuesto, a lo largo del siglo XIX aún podía aparecer una flamante Biblioteca del comerciante, pero se trataba exactamente de unos Elementos del derecho mercantil español. Todavía había espacio para un Tratado elemental, teórico-práctico de relaciones comerciales dotado de tablas, cuadros y nociones según cuanto contenían los manuales de siglos anteriores, aunque el subtítulo de ese otro dejaba las cosas en su sitio: la materia mercantil se ofrecía conforme a lo prevenido en el Código de comercio. No me parece casual que la antigua educación comercial, desarrollada en el seno de la familia y servida por aquellos manuales, pasara tras los códigos a centros de nuevo cuño, pertenecientes al Estado.
¿Se perdió así, con ese Estado legal y docente, la eficacia práctica del uso comercial? ¿No teníamos por el contrario entendido que el espacio reservado a la costumbre entre las fuentes del derecho del comercio es una razón principal que justifica su especialidad?. Otra vez nos inclinamos por admitir una sencilla respuesta afirmativa que, sin embargo, también asume y reconoce la transformación que encierra el entendimiento puramente jurídico de la antigua costumbre mercantil.
Ruego a mis lectores un tributo final de paciencia que me consienta alegar en mi causa dos textos aparecidos en el siglo XIX, engendrados por lo tanto desde el paradigma liberal. Manuales referidos al comercio, ahora sus destinatarios son juristas en ciernes, que estudian en facultades de Derecho una materia particular. Cuando los planes universitarios (españoles) aún la aproximaban al Derecho Penal – derivación, sin duda curiosa, a partir de la común expresión codificada – la flamante asignatura de Derecho Mercantil había de cursarse sobre títulos improvisados – apenas un comentario somero del viejo Código de comercio (1829). Y uno de los más difundidos, a juzgar por sus varias ediciones, fueron las Instituciones del Derecho Mercantil de España (1848) de Ramón Martí de Eixalá (1808-1859). La versión que consultamos es edición revisada (1865) por Manuel Durán y Bas, un conocido hombre público, sucesor de Martí en la cátedra de Barcelona; a él se debe por entero, entre otros retoques que no nos interesan, un capítulo inicial “de la naturaleza del fenómeno comercio con relación al derecho” (pp. 2 ss). Me parece un testimonio significativo de los cambios acontecidos el empleo por Durán y Bas de motivos textuales viejísimos, utilizados sin embargo con muy diversa argumentación. En efecto, quienes no hayan olvidado los pasajes antes citados de Benedetto Cottrugli y Gerard Malynes apreciarán las similitudes que aproximan, pero también las diferencias que separan el Libro dell’arte di mercatura y la Lex Mercatoria del manual catalán de Derecho Mercantil.
“El origen racional del comercio se encuentra en la desigualdad de condiciones de los hombres y de los pueblos”, enseña por ejemplo Durán (p. 8), con una sencilla explicación ‘laica’ – más precisamente: racional – allí donde Cottrugli se remitía a la voluntad divina (“l’omnipotente Idio nella criatione del modo ordinò tucte le cose con le conditioni loro naturali”). Igualmente laico me resulta el pensamiento que recorre el artículo destinado al “orígen histórico del comercio”, pues si el católico profesor de Barcelona se remonta a “la historia de Egipto en tiempo de los Faraones y la de Roma antes de nuestra éra” (p. 9), por el contrario jamás le entretiene la historia sagrada de los Abrahames y los castos Josés, los banqueros metidos a evangelistas y los pescadores-papas que sirvió antiguamente para dignificar una actividad profesional comprometida; como mucho, la narración histórica de Durán demostraría la necesidad universal del comercio y las razones que justifican reservarle en los tiempos modernos un tratamiento jurídico singular. Y en vez de la vocación apostólica de los mercaderes más viajeros, portadores de la fe cristiana en tierras alejadas de Europa (Lessenius), nos encontramos una descripción del comercio en tanto “fenómeno [que] supone siempre la relación inmediata del hombre con el hombre; y esta relación proviene, no solo del contacto en que el ser inteligente y libre se encuentra con las cosas ú objetos que componen la naturaleza no libre que le rodea, sino de los recíprocos servicios que para obtenerlas se prestan los hombres, no generosamente sino movidos por su particular interés” (p. 12). No generosamente, sino movidos por interés particular. Dejemos en este punto importante la obra escolar de Martí-Durán para observar la doctrina de los usos según otro escrito, igualmente destinado al público universitario.
Me refiero al Tratatto di Diritto Commerciale del italiano Cesare Vivante, cuyo primer volumen se ocupa de las costumbres mercantiles… pero siempre en el sentido culturalmente limitado de unas “norme di diritto costituite mediante l’osservanza giuridica dei mercanti” (p. 44). Fuente supletoria, último recurso antes de desencadenar la aplicación del derecho civil común en un asunto de comercio, las costumbres que presenta Vivante sólo son normas de derecho penetradas de la economía política y la ley codificada (un auténtico sistema de “leggi commerciali, che contengono gli usi generali consacrati dal legislatore”, p. 47). “Perciò non contribuiscono alla formazione di un uso gli atti di mera tolleranza, di liberalità, di condiscendenza che non si compiono coll’intenzione di riconoscere un diritto altrui”, enseña aún el famoso privatista, “come tutti gli abbuoni, le dilazioni, i favori conceduti alla propria clientela” (p. 46). Vivante refuerza su descripción con una larga muestra de actos que no engendrarían un uso al no ser de obligado cumplimiento (“i doni inviati pel capo d’anno, i ribassi fatti a chi paga puntualmente, le proroghe concedute a chi fa nuovi acquisti, le provvigioni esorbitante concedute alle guide di piazza, le informazioni comunicate ai propri corrispondenti, i grossi campioni donati ai sensali, l’invio delle merci alla casa del compratore”), actos todos caracterizados por su condición graciosa (“doni”, “ribassi”, “campioni donati”) y su vocación de amistad (“proroghe”, “informazioni”). Y si el empresario tuviese el hábito “di pagare le provvigioni ai commesi invecchiati al proprio servizio” – los colaboradores más próximos y antiguos de su casa de comercio – se trataría de “usanze continuate per semplice favore” que nunca podemos construir como prestación exigible en derecho (p. 47). Tampoco lo fueron los auxilios de Manuel Rivero a la flota francesa malparada en Lagos, pero sabemos que “en ocasiones de honra es menester portarnos con las garbosidades precisas”. Ni los doblones de Lantery para el entierro de un colega empobrecido; al menos, el saboyano comprendía que “cuando el mundo no me lo pague, Dios me lo pagará a su tiempo”. Y de prórrogas y otras concesiones ya nos hablaron nuestros polvorientos tratados para huir de pleitos y honrar comerciantes y letras – los Malynes, Peri, Defoe, Savary y compañía. Eran textos que condensaban una práctica de escritorio donde siempre estaba recomendado (y aun se exigía, tratándose de un perfecto negociante) corresponder con fidelidad e informaciones a los amigos y colegas del comercio. Aceptando como tales a los comisionistas, sobre todo a los factores cuando éstos habían “envejecido al propio servicio” (Vivante), el mercader estaba a un paso de concluir con ellos un contrato que uniría sus vidas y haciendas… “como si fueran hermanos”. Con el Trattato de Cesare Vivante a la mano, “queste usanze continuate per semplice favore dipendono del beneplacito di chi le osserva”. Seguramente así es. Seguramente, más seguramente todavía, así no fue.
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