Robert Boyd comienza sus Tanner Lectures (publicadas como libro con comentarios de otros estudiosos de la Evolución y las contestaciones de Boyd a tales comentarios) señalando que el ser humano ha podido sobrevivir adaptándose a los más variados entornos ecológicos (desde las selvas al Ártico, desde los desiertos a las junglas asiáticas) gracias a nuestra capacidad de aprender de los demás, esto es, de aprender socialmente.
Aprendizaje individual y aprendizaje social
Aunque somos unos bichos muy listos, los humanos no podríamos haber sobrevivido como especie si la supervivencia hubiera dependido del aprendizaje individual. Se necesita a una tribu que transmita los conocimientos a las siguientes generaciones para que un ser humano pueda sobrevivir en un entorno que no sea el paradisíaco de los bosques llenos de alimento y con ausencia de depredadores en los que nuestros predecesores vivieron hasta que fueron expulsados por unos competidores más agresivos a la sabana. Y se necesita que los miembros más jóvenes aprendan las habilidades, los conocimientos y las formas de comportarse con otros miembros del grupo (o con extraños) para que el grupo sobreviva y florezca y, con el grupo, los individuos. Por tanto, es sencillo concluir que la supervivencia individual, en el caso de los humanos, depende del grupo, de modo que la Evolución habrá seleccionado los comportamientos cooperativos y habrá descartado los comportamientos asociales si los grupos cuyos miembros cooperan mejor entre sí consiguen florecer – y, por tanto, sus miembros reproducirse – y los que lo hacen peor tienen menos posibilidades de reproducirse.
Boyd insiste en que el aprendizaje social se produce sin necesidad de mucha enseñanza explícita, es decir, que la parte más importante de éste se logra porque estamos bien dotados por la evolución para “extraer información del comportamiento ajeno” y, más importante, estamos muy motivados para aprender de otros aunque no entendamos lo que “nuestros modelos hacen”. Acuérdense de la opacidad causal: si se obtienen beneficios de una conducta, los humanos la imitarán “ciegamente”, esto es, aunque no entiendan qué aspectos o elementos de esa conducta son los que generan los beneficios. Si los beneficios de la conducta son elevados – y pueden percibirse por los individuos –, la evolución favorecerá una regla de <<haz lo que hacen los demás>> preferentemente respecto de otra que dijera <<haz lo que has comprobado personalmente que funciona>>. Simplemente “el aprendizaje individual es más costoso que la imitación, de modo que la selección natural favorecerá la imitación” y lo hará más intensamente cuanto más evidente sea la bondad de la conducta socialmente generalizada, esto es, cuanto más estrechamente relacionada esté dicha conducta con la obtención de los beneficios observados.
Esta “psicología” (aprendemos de los demás y estamos motivados para aprender) “permite a las poblaciones humanas acumular acervos de información adaptativa que excede con mucho las capacidades inventivas de los individuos”, es decir, “la evolución cultural cumulativa es crucial para la adaptación humana” a los entornos físicos. Recuérdese cuántos grupos humanos en el lejano pasado descubrieron el fuego o la agricultura o fabricaron herramientas que luego “olvidaron”. Tan importante como el “invento” es su extensión en el grupo y su transferencia a la siguiente generación. Si el grupo no tiene un tamaño mínimo, la probabilidad de que se produzcan tales extensiones o transferencia se reducen.
La pregunta interesante es por qué sólo los humanos han desarrollado esta capacidad para la evolución cultural cumulativa
Por qué no la vemos en otros animales, aunque hay muchos animales que son capaces de fabricar “cosas” muy complejas (los nidos de algunos pájaros) o utilizar herramientas (los córvidos o los chimpancés) para obtener comida. La respuesta de Boyd es que no lo sabemos con precisión. Cita a Nick Lane y su libro Life Ascending en relación con cómo pudo producirse la fotosíntesis oxigénica que transformó todos los ecosistemas de la tierra al permitir que se creara una riquísima fuente de energía y que se emitiera a la atmósfera enormes cantidades de oxígeno. Lane dice que fue producto del azar y de la necesidad. Se dieron circunstancias altamente improbables que permitieron que se produjera la innovación y el hecho de que esa innovación produjera ventajas llevaron a que la innovación se extendiera (la necesidad). No se necesita ningún relojero ni Dios para dar cuenta, pues, de la aparición de la fotosíntesis en la tierra. En un momento dado y en un entorno en el que se combinaba la presencia de altos niveles de radiación ultravioleta con mucho manganeso soluble fue posible para las cianobacterias combinar los dos sistemas de fotosíntesis que se habían desarrollado por casualidad. Imagínense si a las innovaciones que se producen por azar, les aplicamos unas mentes capaces de reconocer las ventajas que se extraen de tales innovaciones y, en consecuencia, extenderlas intencionalmente. De ahí a usar el ingenio individual para “mejorarlas” para, a continuación, extenderlas inmediatamente a todo el grupo gracias a la psicología cooperativa de los individuos, hay sólo un paso.
Boyd aplica este razonamiento para explicar la ausencia de evolución cultural entre los animales distintos del hombre. Otros animales no han desarrollado esa enorme capacidad humana porque no están dotados de los mecanismos que les permitan aprender socialmente y reproducir fielmente los comportamientos de otros miembros de su especie y grupo; o porque dada su estructura anatómica (la importancia de andar sobre dos pies es que deja las manos libres), el potencial del uso de herramientas es pequeño en términos de favorecer su supervivencia (pero poder lanzar a distancia permitió a los humanos cazar piezas letales para los humanos a corta distancia) o porque no hay mucho que aprender de los congéneres o porque presentan bajos niveles de cooperación (recuérdese que los humanos no pueden valerse por sí mismos hasta los 5 o 6 años de edad, lo que obliga a niveles de cooperación social muy elevados para asegurar que las crías llegan a la edad de reproducción. El lenguaje humano es un misterio en este sentido: facilita enormemente la transmisión cultural – hablamos para enseñar a nuestros parientes dicen muchos – pero facilita igualmente el engaño y la traición y de hecho, la estructura y el uso del lenguaje humano es la fuente principal para entender la racionalidad humana.
Una psicología de cumplimiento de las normas sociales
Volviendo a las normas de comportamiento en sociedad. Boyd sostiene que “la motivación última para hacer cumplir las normas en un grupo es que el cumplimiento de las normas” forma parte de nuestra psicología. Hemos internalizado que las normas sociales han de cumplirse y hacerse cumplir. Y esa psicología del cumplimiento ha sido favorecida por la selección natural “porque las gentes que no cumplían y hacían respetar las normas de las sociedades en las que vivían… sufrían el oprobio y las sanciones del grupo”. Si el entorno provocaba la muerte (o aumentaba el riesgo de muerte) de los que violaban las normas, y generaban el riesgo de que otros murieran, es fácil entender la extensión de una cultura de cumplimiento y de respeto hacia las normas que reducen tales riesgos y de una cultura en la que se impongan sanciones a los que no las respetan: “vivir en sociedades en las que los infractores sufrían sanciones graves llevó a la evolución genética de los sentimientos morales que provocó que los individuos se volvieran más cooperativos, más confiados y más dispuestos a obedecer y a aplicar las normas” que otros primates, y en consecuencia, a que fuera “menos probable que sufrieran los costes de la infracción de las normas” (en términos de supervivencia).
La estrecha relación entre emociones o sentimientos morales y niveles de cooperación está hoy ampliamente probada. Boyd añade que, una vez incorporado a nuestra psicología el cumplimiento de las normas, el contenido de éstas puede ser muy variado, incluso arbitrario. Las normas tendrán el contenido que favorezca la supervivencia del grupo y su contenido variará en función del entorno en el que viva el grupo. Se explica así que las reglas de la moralidad sean semejantes en todas las sociedades que habitan el mundo pero que exista una enorme variedad de reglas morales – o jurídicas – . Como el entorno no es tan constrictivo como para seleccionar rápidamente una y sólo una regla de conducta, normas “ineficientes” o “manifiestamente mejorables” pueden permanecer “en vigor” durante mucho tiempo y su cumplimiento asegurado por una psicología – la humana – en la que el cumplimiento de las normas no depende de su contenido, sino de su aceptación y práctica por el grupo.
Las objeciones de Seabright: ¿cómo se transmiten las normas?
En esta entrada, resumo las objeciones de Seabright al planteamiento de Boyd en relación con la implantación y obediencia a las normas sociales que el primero ve mucho más difícil que el segundo. Y Boyd contesta – acertadamente a mi juicio – que en el cumplimiento generalizado en un grupo de las normas sociales “vigentes” en ese grupo, su transmisión intencional tiene escasa importancia. “De hecho, las comunicaciones intencionadas de reglas juega un papel modesto en la transmisión de reglas en sociedades de pequeño tamaño donde las interacciones tienen lugar cara a cara”. En otras palabras, que aprendemos las reglas porque nos fijamos en la conducta de los demás, no porque algún cura o maestro nos las explique formalmente. Hacemos lo que hacen los demás, no lo que los demás nos dicen que hagamos. Examinamos el comportamiento de otros – especialmente de los adultos próximos en el caso de los niños y de los miembros más exitosos socialmente en el caso de los adultos – para imitarlos. Y desconfiamos, precisamente, de los que dicen una cosa y hacen otra o de los que dicen una cosa pero no han hecho nunca nada en el ámbito sobre el que predican (ej., aprender de un sermón de un cura célibe cuál es la conducta sexual más apropiada).
Aquí dice algo Boyd que tiene mucho interés si se relaciona con algunos estudios que explican la escasa influencia de la educación que brindan los padres respecto de los hijos en la idea de que, en realidad, son los hijos los que indican u “ordenan” a sus padres cómo han de educarlos. Los niños – dice Boyd – no son “envases vacíos en los que los adultos pueden volcar las informaciones culturales. Han nacido con una mente adaptada para extraer información útil de su entorno social”. Al principio – bebés – lógicamente, de sus padres y parientes porque estos forman su entorno. Pero, enseguida, de extraños a la familia: de sus coetáneos y de adultos “famosos”. Al niño – dice Boyd – no hay que convencerlo para llamar a un “perro”, perro en lugar de hund o dog. Naturalmente, la enseñanza activa e intencional – la escolarización – puede intensificar y acelerar el aprendizaje de las normas sociales. Pero como demuestra el fracaso de todos los intentos gubernamentales de cambiar las mentes de los niños a través del sistema educativo, la psicología humana los hace enormemente resistentes a la manipulación (duradera). El resultado es que, en cada sociedad culturalmente homogénea, los comportamientos sociales son idénticos. No hay mucha variedad de normas. Los más jóvenes adoptan con naturalidad las normas que observan: los niños aprenden las normas sociales porque ven las conductas correspondientes “miles de veces durante su infancia. No es que les hayan explicado cuál es la norma, es que observan su aplicación práctica.. en su mayor parte, las normas no se comunican o transmiten, se adoptan… el proceso de su adopción no es <<político>>”, en el sentido de formuladas, implantadas y vigiladas en su cumplimiento por una suerte de institución con poder sobre los miembros (como lo demostraría el hecho de que grupos con instituciones políticas diferentes -jefes o reyes distintos - sean homogéneos normativamente hablando). Cuando eso ocurre – podría decirse – hemos pasado del estadio pre-jurídico de las sociedades y las normas pueden llamarse propiamente jurídicas.