miércoles, 14 de mayo de 2025

Renata Adler sobre Hannah Arendt


Aun en las sociedades libres modernas, que consideran la libertad de no participar — liberarse de la política", en palabras de Arendt— como "una de las libertades fundamentales", ella sostenía que el mundo se ve incalculablemente empobrecido cada vez que se ejerce este derecho. El aislamiento del ámbito público amenaza, en esencia, la individualidad misma, pues esta requiere emerger de su "diálogo interno" hacia algún tipo de diálogo con los demás. Arendt llegó a creer que sostener una conversación con y en el mundo —del cual, literalmente, está hecho el mundo— es vital para preservar tanto la pluralidad humana como la realidad compartida. 

Solo las revoluciones que se hacen en nombre de la libertad política —argumentaba— pueden triunfar. Las que se basan en otros motivos (como las condiciones económicas) están condenadas al fracaso, pues la solución a problemas como la pobreza o el hambre no reside en la política, sino en la tecnología. Según Arendt (quien murió en 1975, seis años antes de los acontecimientos en Polonia, y escribió esto incluso antes de la revolución húngara de 1956), el Partido siempre termina destruyendo a los líderes locales y disolviendo los grupos en nombre de su "ideología". Durante la Revolución Francesa, esa ideología fue la "compasión" por la miseria de los desfavorecidos; pero, en parte porque la compasión institucionalizada necesita constantemente un objeto, el proceso evolucionó —como en todas las revoluciones basadas en ese prototipo— hacia la fabricación de "enemigos internos" y su exterminio cruel. 

Al hablar de "leyes de la historia", Arendt critica que el término "ley" pierde su significado original: deja de ser un "marco de estabilidad" (que fija las expectativas de los miembros de la sociedad sobre la conducta esperada de los demás según la norma) para convertirse en lo opuesto: una "ley de movimiento", un "proceso sin rumbo" capaz de transformar al totalitarismo en algo monstruoso, pero con una "aparente lógica incuestionable" que exige "sacrificar los intereses vitales inmediatos de todos" en aras de la "lógica" histórica. "Ciertos crímenes están destinados a ser cometidos en el futuro, y el Partido, conocedor de la ley de la historia, debe castigarlos".

Arendt advierte: "Si es ley de la naturaleza eliminar todo lo dañino e inhábil para vivir (darwinismo social), significaría el fin de la naturaleza misma si no surgieran nuevas categorías de 'inhábiles'; si es ley de la historia que ciertas clases desaparezcan, significaría el fin de la historia si no se formaran nuevas clases para que, a su vez, los gobernantes totalitarios las eliminen. En otras palabras, la ley del exterminio mediante la cual los gobiernos totalitarios obtienen y ejercen su poder seguiría siendo una ley de movimiento, incluso si sometieran a toda la humanidad". El totalitarismo, en esencia, es una ley de muerte. 

Entre sus agudas observaciones, destacan su análisis del problema central del Pentágono: la sobreclasificación como secreta de la información. Cuando una masa abrumadora y tediosa de documentos se clasifica, nadie puede revisarla; así, la información crucial —aquella que quizá debería estar clasificada— queda oculta no para el enemigo, sino para los formuladores de políticas, que la necesitan pero no pueden hallarla en un mar de documentos intrascendentes. O su postura, igualmente incómoda para los "reformistas" liberales y los defensores del "orden público": el aumento de la criminalidad no sería más que "la consecuencia inevitable de una erosión catastrófica de la  capacidad y a competencia de la policía". Para ella, intentar "entender" las "causas" del crimen desde la psicología o las ciencias sociales es inútil, y los estudios de "la mente criminal" son solo "técnicas de evasión" que encubren el "fracaso en atrapar al cuerpo del delincuente". 

Sobre la mentira, Arendt señala que esta surge de las mismas fuentes que la libertad e incluso la acción: el mentiroso percibe, como el hombre libre, que las cosas podrían ser distintas, y confía en que su acto —la mentira— puede alterar la realidad. No obstante, el engaño exige una memoria precisa de los hechos a ocultar. El riesgo para el mentiroso radica en perder de vista lo esencial: recordar cuáles son los hechos reales. 

Arendt subrayaba que, en la época de los Padres Fundadores norteamericanos la "búsqueda de la felicidad" se entendía como la "búsqueda de la felicidad pública". Jefferson no aludía a una dicha privada quimérica, sino al placer de la expresión libre, a la participación activa en la política. Que un hombre desee aparecer en público y expresar sus ideas, y que esto le resulte placentero, era un supuesto compartido por la polis ateniense, los Fundadores, la propia Arendt y los ciudadanos libres en todos los intervalos entre "tiempos oscuros".

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