Autodomesticación Humana
Desde la antigüedad, los estudiosos han descrito a los humanos como domesticados, lo que generalmente se refería a su "civilidad": su distancia de un estado salvaje o primitivo. Era común que los escritos sobre el tema estuvieran entrelazados con varios juicios de valor, con algunos considerando la superioridad de un estado domesticado, mientras que otros lo describían como una especie de degeneración física y mental. Junto con la tradición de diferenciar las culturas humanas en función del grado en que estaban "domesticadas", gran parte de la literatura sobre el tema promovió visiones de jerarquías sociales en la civilidad, que luego se utilizaron como una justificación pseudocientífica para movimientos políticos racistas y eugenésicos ("salvajes").
Fue Darwin quien primero discutió críticamente la autodomesticación desde una perspectiva evolutiva. Aunque concedió que los humanos son similares a los animales domesticados en la exhibición de una variabilidad fenotípica extrema, argumentó que el término domesticación se aplicaría incorrectamente en el caso de la evolución humana. Darwin reconoció que los humanos tienen una gran variabilidad física (como los animales domesticados), pero decía que no se puede decir que los humanos estén domesticados como los animales, porque no ha habido un control sistemático de su reproducción y ningún grupo humano ha sido criado por otro como si fueran animales domesticados.
En 1959, Dmitri Belyaev y Lyudmila Trut iniciaron un experimento en Rusia con zorros plateados, seleccionando solo a los más mansos. Con el tiempo, los zorros desarrollaron rasgos típicos de animales domesticados: orejas caídas, colas rizadas y comportamiento más juguetón. Este experimento mostró cómo la selección por docilidad puede cambiar tanto el cuerpo como el comportamiento de un animal.
La hipótesis de la autodomesticación sugiere que los humanos podrían haber pasado por un proceso similar, favoreciendo socialmente los comportamientos menos agresivos y más cooperativos. Esto pudo haber influido en nuestra evolución biológica y cultural, con interacciones sociales y culturales actuando como una forma de selección.
Críticas y Alternativas a la Hipótesis de la Autodomesticación
Desde finales del siglo XX, la discusión sobre la autodomesticación se ha centrado en la definición de Belyaev, quien propuso que la domesticación se basa principalmente en la mansedumbre y la reducción de la agresividad, más que en la adaptación a ambientes creados por humanos. Sin embargo, investigaciones más recientes han cuestionado esta idea.
El llamado "síndrome de domesticación" (DS) —un conjunto de rasgos comunes entre animales domesticados— no es tan universal como se pensaba. Coppinger y Coppinger (2001) propusieron que los lobos se domesticaron a sí mismos al acercarse a los asentamientos humanos para alimentarse de basura. Los más tranquilos sobrevivían mejor, iniciando un proceso de autodomesticación sin intervención humana directa.
La hipótesis de la autodomesticación humana (HSD) sostiene que la evolución humana reciente estuvo marcada por la selección contra la agresividad y a favor de la prosocialidad. Wrangham (2018) añade que lo importante fue la reducción de la agresión reactiva (impulsiva y emocional).
La selección por control emocional
Algunos investigadores creen que la autodomesticación no explica todo. La evolución humana debe entenderse desde el inicio del género Homo, no solo en los últimos 100.000 años. Los humanos evolucionaron en un entorno social y cultural único, que favoreció la plasticidad cognitiva y emocional (capacidad de adaptarse, aprender y controlar emociones).
Los humanos no solo han reducido su agresividad reactiva, sino que han desarrollado una plasticidad emocional que les permite modular sus emociones según el contexto social. Esta capacidad se llama control emocional normativo: reaccionamos de forma diferente según las normas sociales del momento. Esto sugiere que la evolución humana fue guiada por la selección de individuos con mayor capacidad de regular sus emociones, no solo por ser menos agresivos.
Esto explicaría por qué compartimos algunos rasgos con animales domesticados, pero no todos y por qué el cerebro humano siguió creciendo, en lugar de reducirse como en la mayoría de los domesticados.
La selección por control emocional favoreció la cooperación (caza en grupo, cuidado compartido de crías, fabricación de herramientas) y permitió la agresión estratégica en contextos sociales específicos (como guerras o castigos).
La hipótesis del control emocional explica mejor la complejidad emocional humana que la simple reducción de agresividad.
Desde hace más de 3 millones de años, los humanos fabricaban herramientas complejas (como bifaces achelenses) lo que requería control emocional (paciencia, perseverancia) y control ejecutivo (planificación, toma de decisiones). La transmisión de estas habilidades implicaba comunicación mimética (gestos, demostraciones), motivación prosocial (cooperación entre expertos y aprendices), atención compartida y establecimiento de un “terreno común” comunicativo.
Desde hace al menos 1.5 millones de años, la caza era parte regular de la subsistencia humana. La caza de grandes presas requería coordinación grupal, comunicación efectiva, control emocional para evitar conflictos durante el reparto.
La recolección de plantas (como raíces y frutos secos) también exigía conocimiento compartido, uso de herramientas y lectura de señales ambientales sutiles.
La aloparentalidad (cuidado de crías por individuos distintos a la madre) es única en humanos entre los grandes simios. Esta práctica requiere altos niveles de confianza y tolerancia y está asociada con mayor empatía; reducción de testosterona en padres; cambios estructurales en el cerebro (más materia gris en regiones como el hipotálamo y la amígdala). La maduración cerebral prolongada en bebés humanos permite una mayor influencia del entorno social en el desarrollo neuronal.
Y el desarrollo de herramientas, la caza cooperativa y la aloparentalidad reforzaron conjuntamente la prosocialidad el control emocional y la plasticidad cognitiva. Esto creó un bucle positivo: cerebros más grandes → mejor control emocional → más cooperación → más éxito evolutivo → cerebros aún más grandes.
Emociones como la vergüenza, culpa, orgullo y bochorno son únicas en humanos y están asociadas con la autorregulación emocional. Estas emociones aparecen entre los 3 y 6 años de edad, cuando los niños desarrollan la capacidad de evaluarse a sí mismos según normas sociales.
Elementos como el lenguaje, la música y otras formas de cultura jugaron un papel clave en esa evolución.
La música (o musicking) tiene propiedades únicas: Anticipación rítmica: el cuerpo se sincroniza con el ritmo. Repetición: refuerza la expectativa y la conexión emocional. Interacción simultánea: a diferencia del lenguaje, permite que muchas personas se expresen juntas. Esto facilita la sincronía emocional grupal, los vínculos sociales fuertes y los rituales colectivos. Antes del lenguaje, los humanos ya tenían herramientas poderosas para compartir experiencias, enseñar habilidades, coordinar acciones y crear vínculos emocionales. La música y la mimesis fueron fundamentales en este proceso, no solo como formas de expresión, sino como tecnologías sociales que moldearon la cognición y la cultura humanas.
La música, como forma de comunicación profundamente social, aparece en prácticamente todas las culturas humanas en contextos similares: rituales, danzas, ceremonias religiosas, procesiones, duelos, curaciones y cuidado infantil. Esta universalidad sugiere que la música cumple funciones sociales esenciales, especialmente en la modulación emocional colectiva.
Participar en actividades musicales permite a los individuos sincronizar sus emociones con las del grupo, lo que fortalece la cohesión social y facilita la cooperación. Esta capacidad fue posible gracias a una evolución que favoreció el control emocional, el control ejecutivo y la motivación prosocial. A su vez, la música reforzó estas mismas capacidades, generando un ciclo evolutivo positivo.
La percepción musical en los humanos está profundamente ligada a la anticipación y al cuerpo: cuando percibimos un ritmo, nuestro cerebro predice automáticamente el próximo pulso, y esto activa áreas motoras incluso si no nos movemos. Lo mismo ocurre con las melodías: al escucharlas, generamos expectativas sobre cómo continuarán. Estas predicciones no son conscientes, pero están profundamente arraigadas en nuestra experiencia emocional. Además, como existen relaciones no arbitrarias entre elementos musicales como el tempo, el tono o el timbre y ciertos estados emocionales, la música puede inducir emociones de forma muy directa. A través de la imitación corporal automática, se produce una especie de contagio emocional que sincroniza los estados afectivos de quienes participan en una experiencia musical conjunta.
Esta capacidad de sincronización emocional convierte a la música en una herramienta poderosa para unir a los grupos humanos. Durante actividades cooperativas exigentes, como la caza de grandes animales o los enfrentamientos con otros grupos, la cohesión emocional y la confianza mutua eran fundamentales. Darwin ya había sugerido que la cohesión social tenía un valor adaptativo importante a nivel grupal.
Aunque algunos animales pueden sincronizarse con ritmos, como los loros, solo los humanos han desarrollado la capacidad de crear música que requirió que los homínidos tuvieran habilidades avanzadas de comunicación mimética, es decir, la capacidad de producir señales corporales icónicas de forma flexible e intencional, y también la capacidad de sostener culturas acumulativas, que permitieran desarrollar tradiciones musicales cada vez más complejas.
Aunque no está claro si la música fue seleccionada directamente por sus beneficios evolutivos o si surgió como subproducto de otras capacidades, está claro que la práctica musical está relacionada con rasgos que sí ofrecen ventajas adaptativas. Entre ellos se encuentran el control vocal y motor, la motivación prosocial, la empatía y las habilidades sociales. Es posible que la música comenzara como una forma de juego social sincronizado, o incluso como una estrategia para ahuyentar depredadores nocturnos, como sugieren algunos estudios etnográficos sobre cazadores-recolectores africanos. Con el tiempo, la música adquirió un papel central en muchos aspectos de la vida social humana. Su capacidad para permitir que muchas personas se expresen juntas como un solo grupo la convierte en un medio único para fortalecer la identidad colectiva y la integración cultural.
Desde el punto de vista neuroquímico, la música tiene efectos bien documentados sobre el estrés y el vínculo social. Escuchar música puede reducir los niveles de cortisol y ACTH, y aumentar la oxitocina, una hormona relacionada con la confianza y el apego. También se ha observado que la música activa los sistemas de recompensa dopaminérgicos del cerebro, generando placer tanto durante los momentos de mayor intensidad emocional como en la anticipación de esos momentos. Además, la participación activa en la música, como el canto grupal, puede liberar endorfinas, lo que refuerza aún más los lazos sociales.
La sincronía de movimientos, incluso sin música, ya promueve la cooperación y la empatía entre las personas. Cuando esta sincronía se combina con la riqueza emocional de la música, se intensifican las emociones colectivas. La música permite que un grupo entero entre en un mismo estado emocional, ya sea de calma, alegría, tristeza, ira o éxtasis. Esta capacidad de alinear emocionalmente a muchas personas al mismo tiempo es única de la música y ha sido fundamental en la evolución de las sociedades humanas. A medida que surgieron el lenguaje y estructuras sociales más complejas, la música continuó diversificándose y adaptándose a nuevas funciones sociales, sin perder su papel central como tecnología de conexión emocional y cohesión grupal.
Lenguaje y Control Emocional
Durante más de un millón y medio de años, la comunicación mimética fue suficiente para sostener los comportamientos cooperativos de los homínidos. Sin embargo, a medida que aumentaba la interdependencia entre los miembros del grupo, surgió la necesidad de un sistema de comunicación que pudiera ir más allá del “aquí y ahora”. Así nació el lenguaje. Este nuevo sistema se construyó sobre la base de la mimesis, y sus primeras formas aparecieron hace aproximadamente medio millón de años. A través de un proceso de coevolución entre cultura y genética, el lenguaje fue adquiriendo su forma compleja actual.
El lenguaje no se limita a presentar información a los sentidos del interlocutor. Su innovación fundamental es que permite a los hablantes comunicarse directamente con la imaginación del otro. En lugar de mostrar algo, el lenguaje instruye al oyente sobre cómo imaginarlo. Esto se logra mediante un código simbólico compartido: palabras, estructuras gramaticales y convenciones lingüísticas que permiten reconstruir experiencias pasadas, ideas abstractas o situaciones no perceptibles. Así, el lenguaje permite hablar del pasado, de lugares lejanos, de emociones internas y de conceptos complejos que no pueden mostrarse directamente.
Esta capacidad revolucionó la vida de los homínidos. Por primera vez, las personas podían considerar cosas que nunca habían experimentado directamente. Las comunidades comenzaron a negociar explícitamente normas sociales, visiones del mundo y planes colectivos. Las historias, tanto reales como ficticias, se convirtieron en herramientas fundamentales para transmitir información, sincronizar identidades y regular el comportamiento social. Las conversaciones permitieron expresar quejas, críticas y acuerdos de forma explícita, algo que antes solo podía hacerse de manera implícita a través del comportamiento.
La aparición del lenguaje también transformó profundamente el perfil emocional de los humanos. Para que el lenguaje funcionara, era necesario confiar en lo que otros decían, incluso cuando hablaban de cosas que no podían verificarse directamente. Esto exigía un mayor control emocional: los oyentes debían imaginar situaciones y regular sus reacciones emocionales en función de lo que se les decía, no solo de lo que veían. Además, surgieron nuevos desafíos, como distinguir entre recuerdos propios y recuerdos derivados de relatos ajenos, lo que llevó al desarrollo de la capacidad de diferenciar entre pensamiento y emoción.
El lenguaje también introdujo la posibilidad de mentir, lo que planteó un problema evolutivo importante. Algunos investigadores han argumentado que la capacidad de mentir pudo haber sido un obstáculo para la evolución del lenguaje, ya que la comunicación lingüística requiere confianza. Sin embargo, esta visión es limitada. Muchas mentiras no son explotadoras, sino prosociales, como las “mentiras piadosas”, que pueden fortalecer los lazos sociales. Además, en grupos pequeños, las mentiras perjudiciales suelen ser detectadas y castigadas, lo que limita su impacto negativo. De hecho, mentir requiere habilidades cognitivas, emocionales y sociales más sofisticadas que decir la verdad, y por tanto, pudo haber contribuido a la complejidad de la vida social humana.
La identificación mutua, la categorización y la significación de las experiencias emocionales llevaron al surgimiento de un campo semántico de la emoción. Por ejemplo, una respuesta de estrés puede ser categorizada como emoción de entusiasmo o de miedo, y esto modifica la experiencia emocional, los correlatos fisiológicos y las respuestas conductuales del individuo que pronuncia o responde a esa palabra emocional. Otra posible contribución de las palabras emocionales al control emocional es su uso como andamios para la generación endógena de emociones, un proceso que también puede utilizarse para regular respuestas emocionales ante estímulos externos. Por ejemplo, la palabra “ira”, cuando se usa en el contexto de un conflicto con un miembro de otro grupo, podría ayudar a movilizar una respuesta agresiva.
Hare (2017) cita evidencia de que la ampliación de la ventana de desarrollo permite que los niños alcancen, alrededor de los seis años, niveles de autocontrol que superan a los de los simios no humanos. Es en esa misma etapa cuando los niños comienzan a interiorizar medios de regulación emocional que incluyen signos lingüísticos, de modo que las burlas y maldiciones audibles se vuelven silenciosas, una sonrisa visible se convierte en una sonrisa interna, y en el plano lingüístico, el habla audible se transforma en habla interna. Los cuidadores emplean cada vez más estrategias simbólicas para instruir a los niños bajo su cuidado, enseñándoles por qué y cómo deben controlar y expresar sus emociones. Esta dinámica somete el perfil emocional único del niño y su expresión a una presión colectiva, llevándolo a ajustarse a normas culturales compartidas y a reflexionar sobre su estado emocional y su regulación.
Vivir en grupos igualitarios y coordinados requiere una sensibilidad elevada hacia los motivos y estados emocionales de los demás, especialmente al negociar interacciones fluidas entre los miembros del grupo. Como muestran los datos de sociedades cazadoras-recolectoras modernas, estos requisitos pueden dar lugar a estilos conversacionales marcados por una cortesía superficial, lograda mediante una cortesía conspicua y convencionalizada. Los efectos de estas u otras normas de comunicación lingüística sobre la vida emocional de los hablantes pueden variar según cómo los distintos grupos lingüísticos (y los distintos miembros dentro de ellos) conciban la relación entre lenguaje y experiencia. Por ejemplo, entre los mayas de Tenejapa, la cortesía sirve para transmitir acuerdo, empatía y afecto positivo, promoviendo así la prosocialidad. En cambio, entre los mayas tzotziles, la agresión se ha trasladado del plano físico al simbólico-lingüístico. Las expresiones de maldición se consideran dotadas de cualidades mágicas cuando se pronuncian en la privacidad del hogar, a menudo durante la noche, es decir, fuera de la interacción social cotidiana y sus normas lingüísticas de cortesía.
El lenguaje también ha llevado a la construcción cultural de nuevas categorías de sentimientos o emociones. Por ejemplo, sentimientos como la certeza, la sospecha y la duda derivan de cuestiones de verdad y falsedad como propiedades de la relación entre un mensaje lingüístico —arbitrario y desplazado— y el mundo de la experiencia. Otras emociones preexistentes, de origen prelingüístico, llegaron a ser mutuamente identificadas y reconceptualizadas de formas que se alinean con los valores, mitos y la cosmovisión compartida del paisaje semántico de un grupo lingüístico. Como muestra Myers en su análisis conceptual de la “compasión” y la “ira” en la cultura y lengua de los aborígenes pintupi, estas palabras emocionales se refieren a la aceptación o rechazo del parentesco. “Compasión” implica aceptación del vínculo, mientras que “ira” implica su rechazo. En general, una vez que las personas construyen visiones del mundo compartidas a través del lenguaje y el mito, sus conceptos emocionales lingüísticos tienden a reflejar esta estructura profunda.
En su nivel más simple, compartir experiencias a través del lenguaje ha permitido a los individuos ampliar su conocimiento experiencial privado, incluyendo el conocimiento emocional. Este intercambio de conocimiento emocional puede haberse logrado mediante el uso de metonimias y metáforas, como “la cabeza del grupo” o “tener la sartén por el mango”, que parecen ser herramientas universales para expresar contenidos culturales específicos. Los conceptos emocionales construidos lingüísticamente que se combinan entre sí elaboran aún más el conocimiento emocional semántico de los individuos, al reunir sensaciones corporales, pensamientos, sentimientos y contextos sociales en configuraciones únicas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario