lunes, 23 de junio de 2025

La 'religión no revelada' del posmodernismo

 




El fatal maniqueísmo e imperialismo de Occidente llevó a los intelectuales a acusar a la razón de haber arruinado la vida moderna por lo que debía ser destronada y proscrita en nombre de los silenciados. 

Esta decisión es comparable a la de impedir que los niños pequeños, tanto niñas como niños, jueguen con pistolas, videojuegos de guerra o juguetes violentos. Esta probidad brutalmente sincera y supuestamente ilustrada, que cree que así detendrá la guerra y la agresión, en realidad agrava su propensión. Revela una pérdida de confianza en la manera en que el juego (los cuentos de hadas, las películas de miedo) enseña la diferencia entre fantasía y realidad. El niño que puede explorar esa frontera se sentirá seguro al experimentar conflictos violentos, internos y emocionales, y adquirirá compasión hacia los demás. El niño al que se le niega la posibilidad de experimentar y jugar con la agresividad quedará paralizado y aterrorizado por sus emociones, incapaz de liberarlas o enfrentarlas, por miedo a destruir el mundo y a sí mismo. La censora agrava el síndrome que pretende aliviar; intenta borrar en los demás la frontera que ha sido borrada dentro de sí misma... 

Immanuel Kant fue un pietista ferviente, seguidor de esa Contrarreforma protestante, la Reforma de la Reforma. Sabía que, desde Lutero, la autoridad y el escepticismo intercambian constantemente sus papeles: la autoridad de uno es el escepticismo de otro. Descartes extrajo su 'voie d'examen' del calvinismo; a su vez, la Contrarreforma francesa extrajo su fideísmo del escepticismo cartesiano. Cuando la Reforma protestante sustituyó (la intermediación del) sacerdote por la Escritura (sola scriptura), se afirmó que la razón había reemplazado a la superstición y a la autoridad mundana. Pero los teólogos católicos de la Contrarreforma repusieron que “el capricho subjetivo ha sustituido a la tradición apostólica”Una vez iniciado este intercambio, toda autoridad queda relativizada, porque ambas partes son, en última instancia, escépticas: una respecto a la tradición recibida, la otra respecto al conocimiento humano y finito. 

El único camino posible era hacer de la limitación una virtud: los límites del conocimiento legítimo son infinitamente cuestionables, corregibles, móviles, por Dios, por el hombre, por la mujer. No hay racionalidad sin fundamentos inciertos, sin relativismo de la autoridad. Pero el relativismo de la autoridad no establece la autoridad del relativismo: abre la razón a nuevos pretendientes. Cuando afirmo que la experiencia de las mujeres ha sido silenciada por la tradición patriarcal, que se presenta falsamente como universal, ¿desde dónde hablo? ¿Desde la particularidad femenina? ¿Cómo podría hablar? Solo podría balbucear. ¿Desde el patriarcado? ¿Querría este desenmascararse a sí mismo? ¿Desde una fe escéptica, tambaleante pero persistente, en la razón crítica? Lanzo la acusación de que la pretensión de la razón sigue sin realizarse desde ese terreno trascendente en el que todos apostamos, suspendidos en el aire. La religión no revelada es la progenitora de la razón ilustrada y de su descendencia, el relativismo posmoderno. La razón es protestante: protestó contra los abusos de la autoridad eclesiástica en Alemania; luego protestó contra lo que en Francia se llamó “superstición”; primero se llamó Reforma, luego Ilustración. La razón intensifica las crisis de autoridad que le siguen, primero al girar hacia una relación interior y directa con el Autor de la Escritura, luego al girar hacia el practicante inmanente de la crítica. Si Lutero entrega la religión al Príncipe, Kant entrega el ámbito público al resurgimiento protestante. El relativismo posmoderno es la nueva etapa barroca de ese resurgimiento: la razón parece estar siendo forzada a abdicar ante las protestas combinadas de sus peticionarios insatisfechos... 

Lo que más nos inquieta no es una religión revelada, sino esa otra que no se ha revelado: una religión que nos atrapa sin pruebas, ni naturales ni sobrenaturales, sin credos, sin dogmas, sin liturgias ni ceremonias. Es precisamente esa religión la que nos lleva a protestar: “Pero si yo no tengo religión”. Ese gesto de protesta contra la modernidad —profundamente protestante en sí mismo— es, paradójicamente, lo que alimenta nuestra relación interior con nosotros mismos. Y, sin embargo, fue esa misma protesta la que dio origen a la modernidad.

Esta autosuficiencia nos deja a merced de nuestra propia falta de compasión: nos vuelve infinitamente sentimentales con nosotros mismos, pero metódicamente implacables con los demás. Engendra una seguridad en el yo que no tolera la duda, sostenida por una convicción inconsciente de una elección eterna que nunca ha sido puesta a prueba.

Esta religión no revelada es la expresión barroca —y desbordada— de la ética protestante: hedonista en lugar de ascética, voluptuosa en vez de austera, recargada más que sobria. Nos consagra a nuestra propia autoridad individual e inmanente, pero a costa de haber perdido tanto al mediador interior como al exterior. Es una ética sin contenido ético, una religión sin posibilidad de redención.

Gillian Rose, Love's Work. A Reckoning with Life, 1995 

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