Sujan Sarkar–Cooch Behar, India
Milanovic, en este trabajo de hace quince años que citamos al final de esta entrada, traza un paralelismo entre la mundialización (traducimos globalization, a veces, por mundialización) de la Economía y el fútbol. Señala que, en el fútbol, hay un mercado mundial de jugadores de alta calidad y los países pobres “exportan” jugadores demandados por los grandes clubes europeos.
¿Qué efecto tiene la “libre circulación” de jugadores sobre el fútbol y el bienestar de los países “exportadores?
A su juicio, en el fútbol no se producen algunos de los excesos de la mundialización que lleva denunciando desde hace décadas Dani Rodrik porque el mercado futbolístico no es un mercado absolutamente desregulado. La existencia de selecciones nacionales y de campeonatos que se juegan entre las selecciones nacionales de cada país (los que organiza la muy corrupta FIFA particularmente) genera una suerte de derecho (property right) del país de origen de los jugadores sobre la base de que en las selecciones nacionales sólo puede alinearse a jugadores que sean nacionales del país. Portugal, cuya Liga es poco atractiva dado el tamaño del país, participa con bastante éxito en las competiciones internacionales porque tiene a Cristiano Ronaldo en su selección, aunque el jugador pase casi todo el año en las filas del Real Madrid. Piénsese en jugadores de la liga inglesa, española, francesa, italiana, alemana o francesa que provienen de países africanos como Ghana o Nigeria (los asiáticos están por venir) o de Egipto. Lo cierto es que es Sudamérica el principal proveedor de grandes jugadores para los equipos europeos pero es lo cierto también que las selecciones americanas han tenido éxitos notables en los campeonatos mundiales (Chile, México, Brasil, Argentina, Colombia). Interesante, en este punto, es señalar que la liberalización del mercado de jugadores en las competiciones entre clubes se produjo como consecuencia de la aplicación del Derecho Europeo – el caso Bosman – que acabó con las restrictivas regulaciones corporativas sobre el número de extranjeros que podían alinear los clubes.
Milanovic señala que es “esta combinación de un ámbito puramente comercializado – el de los equipos – y un ámbito estrictamente regulado en la misma actividad lo que nos permite examinar los efectos de dos configuraciones institucionales diferentes sobre la concentración de la calidad o, en otro sentido, sobre la desigualdad” para deducir de tal análisis, alguna indicación acerca de qué reglas podrían introducirse en el comercio mundial para asegurar que la mundialización económica favorece a los más pobres.
El juego irrestricto de los mecanismos de mercado ha conducido a una gran desigualdad entre los clubes europeos
Así, por ejemplo, en la Champions, si en los años 50-60 hasta treinta equipos diferentes habían ganado la copa, en el período de 1998-2002 el número se había reducido a 22. Siempre ganan los mismos, en otros términos (alguno, como el Real Madrid, podría decir como aquel millonario: <<Fulano dice que es rico, pero, rico, rico, tú y yo, Mengano>>), de manera que el índice Gini de desigualdad es muy elevado. Por qué esta es una evolución inevitable lo hemos explicado en esta otra entrada. Los equipos que tienen más éxitos deportivos consiguen más ingresos, lo que les permite contratar a los mejores jugadores, lo que les proporciona más éxitos deportivos etc. Por el contrario, los perdedores hacen bueno el refrán relativo al perro flaco y las pulgas: pierden ingresos y pierden a los mejores jugadores lo que asegura las derrotas futuras y la reducción progresiva de los ingresos.
La conclusión de Milanovic es que la libre circulación de mano de obra cualificada con cualidades endógenas de rendimientos crecientes y bajo “condiciones de una distribución inicial de los recursos desigual tiende a producir una concentración creciente de resultados tanto en lo que se refiere a ingresos como a resultados deportivos”. Basta asumir que hay economías de escala crecientes:
“Libre circulación de la mano de obra y rendimientos crecientes conducen a un incremento general de la producción, o en el modelo aquí expuesto, en la calidad del fútbol porque los mejores jugadores juegan con otros que son también los mejores. El problema es que, aplicando exclusivamente las reglas del mercado, esta mejora de la calidad del juego se acompaña de una desigualdad creciente: los países pobres que exportan a sus jugadores no reciben nada. Los jugadores de países pobres mejoran su condición y su juego (porque juegan con los mejores del mundo)”
¿Y qué pasa con el bienestar general?
La calidad del fútbol mejora. No hay duda. El número de personas que pueden disfrutar del mejor fútbol del mundo, también (gracias a las retransmisiones televisivas). Cabría añadir que también aumenta el bienestar de los asiáticos y africanos o sudamericanos – incluso de los gringos – en lo que se refiere a la posibilidad de ver “buen fútbol” en directo. El aumento de la afición que las grandes estrellas mundiales generan en todo el mundo (que le pregunten a cualquier español qué saben de España en Nepal, Laos o Botswana) aumenta el número de partidos de cierta calidad que se juegan en cualquier rincón del mundo. Y la organización de las ligas nacionales y de las copas (en las que hay que participar para poder jugar la Champion) garantizan incluso a las aficiones locales que, un par de veces al año, podrán ver a los grandes jugar en su “pueblo”. No es, pues, completamente cierto que los mejores sólo jueguen con los mejores. El fútbol europeo está tan bien organizado – véase la resistencia con la que se enfrenta cualquier pretensión de modificar su organización – que no se produce la segmentación absoluta que Milanovic denuncia (refiriéndose a la pretensión de organizar una liga europea de clubes al margen de las federaciones nacionales). La intervención pública en el fútbol en el caso europeo es muy notable, tal como hemos explicado aquí y, por tanto, describir el fútbol europeo como un modelo de desregulación y libre mercado no es exacto.
En lo que tiene razón Milanovic es que la libertad de circulación de mano de obra es notable en las competiciones entre clubes pero está restringida en las competiciones entre selecciones nacionales. De esa forma,
los “emigrantes” no emigran del todo.
Siguen “pagando impuestos” en su propio país en forma de participación en los campeonatos de selecciones nacionales con el equipo nacional de su país de origen. Es más, los clubes de los países ricos “subvencionan” a las selecciones nacionales de esos países porque permiten a sus mejores jugadores jugar con los mejores del mundo y explotar la mejora de sus habilidades en los campeonatos mundiales o regionales de selecciones nacionales. Milanovic dice que estas reglas son “redistributivas”.
Milanovic no está especialmente interesado en la igualdad o desigualdad en el fútbol. Su interés es en los efectos de restringir regulatoriamente la libre circulación de mano de obra – de la emigración – sobre los países de emigración. Así,
“a imitación de las reglas de la FIFA – que limitan el número de extranjeros que pueden ser alineados por las selecciones nacionales – se podría establecer una obligación, cuyo cumplimiento garantizarían organizaciones internacionales – según la cual todos los emigrantes altamente cualificados de países pobres (tales como informáticos, médicos, ingenieros, profesores universitarios) en países ricos estuvieran obligados a pasar un año sabático (uno de cada cinco) en sus países de origen… lo que podría establecerse como un requisito del país de destino para obtener el permiso de residencia y de trabajo”.
Una regla semejante, dice Milanovic, no sería adoptada unilateralmente por los países receptores de inmigrantes en cuyo cálculo de interés no se incluye el bienestar del país de emigración, por lo que un tratado internacional sería un buen mecanismo para su imposición frenando así, en alguna medida, la fuga de cerebros. Los países pobres retendrían así “parte de la mejora de calidad de sus trabajadores”
El ejemplo del fútbol ilustra el tipo de globalización que sería deseable: elimínense los límites a la movilidad laboral, auméntese el bienestar general facilitando la interacción social; aprovéchense los rendimientos crecientes de las cualidades de los jugadores, pero luego asegúrense de que algunos de los beneficios son repartidos entre los que carecen de poder económico.
El análisis de Milanovic es relativamente incompleto y no completamente ajustado a los hechos en el caso del fútbol. Por dos razones.
La primera es que el fútbol europeo es excepcional incluso en el ámbito de los deportes. Su organización es, en buena medida, única porque se basa en una organización mutualista. Todos los clubes de fútbol forman parte de una “sociedad” que tiene mucho de cooperativa. Los clubes de fútbol en Europa, a diferencia de los equipos de baloncesto, fútbol americano o beisbol en los EE.UU. maximizan triunfos deportivos y el sistema de ascensos-descensos garantiza que el mérito y la calidad triunfa maximizando el bienestar social – el de los aficionados –. No es raro que EE.UU. no haya conseguido exportar sus deportes al resto del mundo y Europa lo haya hecho con el fútbol. El diseño de las ligas europeas y de la Champions parece hecho en el cielo desde el punto de vista organizativo. Ha aguando incluso elevadísimos niveles de corrupción. Tampoco se parece a la organización de otros deportes. La Fórmula 1 es un campeonato propiedad de una empresa y algo semejante ocurre con el boxeo y otros deportes profesionalizados.
La segunda es que la organización de los deportes no es semejante a la organización de las actividades económicas. Competencia y competición no son, en muchos sentidos, iguales.
En este marco, la distancia creciente en términos de ingresos y calidad entre los grandes equipos y el equipo medio no es un “defecto” del sistema, sino un rasgo bien estudiado bajo la economía de las “superestrellas” y reflejado en el motto: the winner takes it all. Pero la desigualdad no genera malestar social necesariamente. En el caso de una competición (que no es lo mismo que competencia económica y relaciones de mercado), una desigualdad excesiva hace que la competición pierda interés. Pero si podemos agrupar a los jugadores emparejando entre sí a los mejores, podemos mantener toda clase de niveles – y, por tanto, una enorme desigualdad – y maximizar el bienestar social estableciendo, como hace el fútbol europeo, un sistema de ascensos-descensos. ¿Alguien podía soñar hace 20 años que el Éibar o el Girona iban a jugar contra el Real Madrid o el Barcelona? Es obvio que un Pavarotti ganaba cien veces más que Jaume Aragall por un concierto, pero, gracias a Pavarotti, muchísimos más cantantes de ópera pueden ganarse la vida de los que podían hacerlo hace cien años.
Es más, la competición futbolística no se comprende bien si se concibe como si fuera un mercado y las relaciones entre clubes como competencia económica. Las ligas y los campeonatos deben concebirse, más bien, como organizaciones, es decir, como mecanismos de gobierno de las relaciones entre clubes y de la conducta de éstos con reglas del juego, mecanismos de enforcement de esas reglas. Por tanto, son producto de la regulación (eso sí, en buena medida, aunque decrecientemente, de carácter autónomo-privado). No son producto del mercado. La desigualdad es un efecto buscado por las reglas organizativas. Se trata de que gane el mejor, no de repartir los premios igualitariamente. Y, para averiguar quién es el mejor (quién es el que produce a menor coste) es para lo que se inventó la competencia. De ahí que el Derecho de la Competencia haya sometido a su control las decisiones de federaciones o La Liga o la UEFA e incluso la FIFA y no someta a control las decisiones individuales de las empresas (salvo abuso de posición dominante). Y de ahí que, como explica Milanovic, la libre circulación de jugadores fuera resultado de la regulación, no del libre juego de las “fuerzas del mercado”.
En definitiva, del fútbol se puede aprender mucho para organizar eficientemente las actividades sociales pero no creo que pueda extrapolarse su organización a la del comercio mundial (ni a los bancos) o que nos sirva para poner en marcha una regulación internacional que limite los excesos de la globalización.