The Global Competitiveness Report 2014-2015
El principal problema de gobierno corporativo que tienen las empresas cotizadas españolas reside, sin duda, en sus consejos de administración. No es sólo ni principalmente que la “nueva política” haya puesto entre sus objetivos acabar con lo que llaman – erróneamente – las puertas giratorias entre la administración y las empresas. Ese es un problema muy concentrado en las empresas reguladas y que debería haberse resuelto espontáneamente hace mucho tiempo si los consejos de administración hubieran funcionado correctamente. Los estudios sobre corporate governance que se ocupan de la situación en nuestro país muestran que ha habido una mejora en la percepción del funcionamiento de los Consejos de Administración (la segunda columna de números de la imagen superior es el lugar en el mundo que ocupa España, es decir, entre 2012 y 2014 hemos pasado de la vergonzosa posición nº 103 sobre 144 a la nº 74).
En ninguna de las crisis empresariales que hemos sufrido, el consejo ha salido bien parado. No hablo sólo de las Cajas de Ahorro. Hablo de Gowex, de Pescanova, de Sos, de Abengoa etc. Es cierto que seguro que ha habido crisis evitadas gracias a la actuación del Consejo, pero que estas crisis afecten a empresas que están el Ibex 35 es un indicio muy potente del defectuoso funcionamiento de los Consejos. Añádase la participación de varias empresas del Ibex 35 en cárteles “puros y duros”, en episodios de bid rigging en contratos públicos y, sobre todo, en episodios de corrupción vía soborno de líderes y partidos políticos y me relevarán de aportar más pruebas de que hay algo en los Consejos de Administración que no funciona como debiera. En el sector financiero, es cierto que los bancos cotizados han recibido menos reproches que las cajas en lo que a la colocación de productos tóxicos entre su clientela y puede ser que los consejos de administración hayan contribuido a este mejor comportamiento aunque es muy probable que haya que poner una nota muy distinta en la evaluación de unos y otros.
La esperanza blanca de los que esperaban aumentar la eficacia de los Consejos para controlar a los que gestionan nuestras grandes empresas se basaba en la figura de los independientes. Esta figura es imprescindible para controlar a los ejecutivos cuando el capital de la sociedad está en manos de accionistas dispersos o de inversores institucionales. Y, en las sociedades de capital concentrado (en las que hay accionistas de control, a veces uno solo y, más a menudo, una “coalición” de accionistas que ostentan participaciones significativas), los independientes han de asegurar que los accionistas de control – que designan a los ejecutivos – no expropian a los accionistas dispersos.
El sistema español de duración del cargo de consejero está bien diseñado para facilitar la independencia de juicio de los administradores, al quedar dicha duración fijada en cuatro años. Aunque la Junta puede destituir a los administradores en cualquier momento, la dinámica propia de las sociedades cotizadas hace que su destitución anticipada sea un fenómeno muy raro. Si, como ocurre en el Derecho norteamericano, la Junta debiera renovar expresamente su confianza en los administradores cada año, la libertad de juicio de los administradores se vería estrechada. Otra ventaja del sistema español es que permite a los administradores adquirir experiencia en el ejercicio de su cargo. No cabe duda de que alguien que carece de información no puede formarse un juicio independiente sobre los asuntos correspondientes.
He dicho en alguna ocasión que entre lo mejor de la última reforma de la Ley de Sociedades de Capital se encuentra el art. 228.1 d) donde el legislador dice que el deber de lealtad de los administradores les obliga a
Desempeñar sus funciones bajo el principio de responsabilidad personal con libertad de criterio o juicio e independencia respecto de instrucciones y vinculaciones de terceros.
Este precepto no se refiere a la prohibición de recibir remuneraciones de terceros (eso está en el art. 229.1 e)). Ni siquiera se aplica sólo – obviamente – a los consejeros independientes. Esta norma recoge lo que la Sociedad espera del comportamiento de un consejero leal y honrado: que, sea quien sea el que ha propuesto su nombramiento como consejero, ejerza sus funciones como si no tuviera más vinculaciones que con el interés de la compañía. Esta es una norma que legaliza un estándar moral: el de la actuación como si fueras consejero por la gracia de Dios con el único objetivo de garantizar el valor a largo plazo – sostenible – de la compañía. ¿Cómo? Controlando que no se dañe la reputación de la compañía frente a clientes, proveedores y trabajadores, por un lado, y mediante una adecuada política de gestión del riesgo que sacrifique los beneficios financieros del corto plazo a cambio de garantizar la transparencia y la sostenibilidad de la deuda que asume la compañía. Se trata de recordar que el objeto social de la compañía no es maximizar el retorno de las inversiones financieras sino explotar parques eólicos o fabricar batas de guatiné y que mientras la organización sabe cómo se fabrican batas o como se explota y se vende la electricidad de un parque eólico, no sabe como ganar dinero invirtiendo dinero. Maximizar el valor para el accionista no es el objetivo, sino el resultado de construir y desarrollar la “mejor” empresa posible.
En el Derecho norteamericano – de donde procede la figura del consejero independiente y dond tiene mucho más sentido dado que la mayoría de las sociedades cotizadas son sociedades de capital disperso – resulta que, aunque las empresas califiquen a algún consejero como independiente y tal calificación se ajuste a las normas reglamentarias que definen la figura, los jueces que aplican el Derecho de Sociedades – básicamente los de Delaware – “no se lo creen” y examinan autónomamente si “el acuerdo de los consejeros está basado en la conformidad con el interés social de la decisión que ha de tomar el consejo y no en influencias o consideraciones extrañas”. Es decir, “si los consejeros podían adoptar o no una decisión en la que sólo pesaran los intereses de la sociedad”. En los términos que hemos descrito anteriormente, los que los jueces de Delaware examinan es si los administradores han actúado con independencia de juicio, sean o no calificados como independientes. En la práctica, esto significa que un consejero puede ser independiente a unos efectos, pero no a otros.
Obviamente, no lo son, aunque tengan tal calificación, en relación con los asuntos en los que estén concernidos personalmente pero tampoco en relación con lo que se ha llamado el deber de independencia, esto es, la obligación de enjuiciar imparcialmente y, de nuevo, desde el interés social, la conducta de sus compañeros de consejo. Por ejemplo, los jueces de Delaware consideran que la independencia se pierde si existen “vínculos sociales” (en el sentido de amistad, coincidencia en el club de golf o en otros consejos de administración, o relaciones contractuales entre el consejero y un tercero que se relaciona con la sociedad) suficientemente fuertes como para deducir que el consejero pudo tener más cerca de su corazón el interés de ese tercero que el interés social (como cuando se pone a dos profesores de Derecho a revisar la actuación – insider trading – de otros consejeros q son, a su vez, profesores en la misma universidad o importantes benefactores de ésta)
En España es este un problema muy serio. No sólo hay muy pocos independientes y muchos “externos” sino que los independientes permanecen en el cargo durante décadas, superando el límite legal de 12 años (art. 529 duodecies 4. i) LSC) porque no se les cuentan los años anteriores a la limitación temporal de sus mandatos para ser independientes) y, a menudo, los independientes proceden de otras empresas conectadas, de manera que se eleva el riesgo de buon salotto y de que los independientes no puedan juzgar con imparcialidad y desde el interés social lo que hacen los ejecutivos.
Y el incumplimiento de las reglas legales correspondientes queda sin sanción porque no se siguen consecuencias sobre la validez del nombramiento (art. 529 duodecies. 5 LSC) y la posibilidad de que se causen daños a la sociedad y que se entable la demanda correspondiente para exigir su indemnización a los demás administradores es muy remota en el caso de una sociedad cotizada. Tal vez hubiera sido deseable establecer como sanción automática la devolución de las cantidades percibidas desde que se sobrepasó el plazo y la responsabilidad solidaria de los restantes miembros del Consejo por permitir el incumplimiento de la norma legal. La CNMV debería, igualmente, en el marco de su revisión de los Informes de Gobierno Corporativo, exigir a la sociedad que explique en el mismo por qué no se ha procedido a relevar al consejero y las medidas adoptadas por la sociedad para poner fin al incumplimiento de la norma legal. Añádanse las estrechas relaciones entre políticos y grandes empresas en nuestro país y se comprenderá la gravedad del asunto.
De acuerdo con los artículos 529 quaterdecies párrafo 1 y 529 quindecies párrafo 1, cualquier sociedad cotizada ha de tener, al menos, 4 consejeros independientes, dos para la Comisión de Auditoría y dos para la Comisión de nombramientos y retribuciones. Alguna sociedad cotizada pequeña podría hacer “trabajar doble” a sus independientes haciéndolos formar parte de ambas comisiones a la vez, pero tal práctica debe considerarse poco conforme con lo dispuesto en el art. 225.2 LSC que los administradores deben “tener la dedicación adecuada”. En la evaluación de su desempeño, el Consejo debería justificar cómo es posible dedicar la atención adecuada al trabajo de dos comisiones, especialmente en el caso de los consejeros independientes que, dada su condición, han de prestar especial atención a los trabajos de esas comisiones porque el legislador ha considerado imprescindible su presencia en las mismas como forma de asegurar que el Consejo desempeñará eficazmente sus funciones de supervisión de la actividad general de la compañía y de control del comportamiento de los gestores.
¿Por qué es tan importante que los independientes no se eternicen en sus puestos? (Nili, Yaron, The 'New Insiders': Rethinking Independent Directors' Tenure (August 10, 2015). Hastings Law Journal, Vol. 67, No. 6, 2016)
“Conforme los consejeros permanecen más tiempo en sus puestos, ganan experiencia y acumulan información, pero, a la vez, estrechan sus lazos sociales con sus colegas del consejo y con los directivos de la compañía. Conforme pasa el tiempo, estos lazos se hacen más y más estrechos y el consejero independiente corre el riesgo de adquirir sesgos estructurales en sus decisiones… sesgos que pueden poner en peligro su capacidad para actuar con independencia y… su habilidad para descubrir comportamientos inapropiados”.
El ambiente de “confianza y apertura” en el Consejo no debe sobrevalorarse. Dados los sueldos de los ejecutivos, deben ir a las reuniones del consejo en el espíritu de alguien que va a “examinarse” y no en el de alguien que va a pasar un buen rato con los compañeros, después de clase.
Añádase – nos dice el autor – que, a menudo, la rotación de los consejeros es mayor que la de los ejecutivos. En España, la permanencia en el cargo de los consejeros-delegados de las grandes empresas cotizadas es muy extensa. Quince años en el cargo no es extraño. De hecho, es la regla en las cuatro mayores empresas cotizadas de capital disperso y no mucho menor en la quinta. Algunos sólo dejaron de serlo por muerte o por condena penal. Cuando el presidente-consejero delegado permanece durante tanto tiempo en el cargo, es él, el que ve “pasar” consejeros independientes y no al revés, de manera que la mayoría de los independientes nunca han participado en lo que constituye una de sus funciones principales: despedir y seleccionar al consejero-delegado y la influencia de éste sobre la selección y destitución de los consejeros independientes se exacerba.
Los problemas empeoran si la propuesta de consejeros independientes procede, bien de los ejecutivos, bien de los dominicales. En la reforma de 2015, el legislador se ha preocupado de distinguir, entre las competencias de las Comisiones del Consejo (las obligatorias de Auditoría y Nombramientos y Retribuciones), las de “informe” y “propuesta”. Así, respecto del nombramiento de cualquier consejero (rectius, de la propuesta que haga el Consejo a la Junta para que ésta designe a un consejero a salvo del supuesto de cooptación), la ley ordena que, en el caso de que se trate de un consejero independiente, corresponde a la Comisión hacer la propuesta, lo que, claramente y por oposición a sus competencias de “informar” (art. 529 quindecies 1.c y de LSC respectivamente), significa que la iniciativa en la búsqueda y selección del consejero independiente pertenece a la Comisión. Obviamente, cualquiera puede sugerir nombres a la Comisión, pero (i) esta incumpliría sus deberes si se limita a actuar pasivamente al respecto, rubricando la sugerencia recibida y si no emprende un proceso activo de búsqueda y selección en el que, naturalmente, ha de velar por garantizar la diversidad (art. 529 bis 2 LSC) y, sobre todo, por garantizar que el propuesto podrá actuar con independencia de juicio y en el mejor interés de la sociedad, lo que ocurrirá si se selecciona, en este sentido, a alguien que tiene vínculos no triviales con alguno de los accionistas significativos o con los ejecutivos. (ii) Además, los accionistas significativos y los administradores ejecutivos abusaran de su capacidad de influencia sobre los miembros de la Comisión de Nombramientos en función de cómo se hagan esas sugerencias. Determinar si la Comisión de Nombramientos actuó con independencia de criterio no debería ser difícil. Los jueces realizan juicios de este tipo continuamente cuando analizan si ha habido vicios del consentimiento o si un comportamiento constituye un delito de coacciones o cuando examinan la “influencia indebida” en materia de competencia desleal. Obsérvese que, en esta valoración, carece de sentido preocuparnos acerca de si los miembros de la Comisión debieron haberse resistido a tales influencias y podían haberlo hecho. Porque la Ley obliga a los “influenciadores” a abstenerse de ejercer cualquier influencia indebida sobre los que han de proponer al nuevo consejero independiente.
El autor recuerda el caso de ENRON donde la investigación que se llevó a cabo tras su quiebra señaló que aunque los miembros del consejo eran casi todos externos y muy experimentados, con conocimientos de contabilidad y de finanzas, fueron incapaces de detectar la manipulación de la contabilidad por parte de los ejecutivos. Y fueron incapaces de detectarla porque confiaban en exceso en los ejecutivos y en el auditor de la compañía. ¿Por qué iban a desconfiar de tan buenos y viejos amigos y tan reputada auditora?
El autor examina otra evolución de los consejeros independientes que también tiene interés: el hecho de que, cada vez más, se recluten esto entre antiguos ejecutivos de otras empresas, esto es, los “consejeros-delegados jubilados”. Este tipo humano aporta conocimientos y experiencia de gestión pero es más fácilmente “capturable” por los ejecutivos. La razón es obvia: habiendo “sufrido” el control de consejeros independientes, tenderá naturalmente a congeniar y coincidir con los ejecutivos de la compañía en la que ahora sirve.