Es preciso estar muy embotado por la cantidad y el corto plazo para no advertir que hay libros necesarios de los que sin embargo sólo se venden 700 u 800 ejemplares. Aunque no son negocio para nadie, el mundo sería peor sin ellos. Hay editores raros que, sabedores del daño que la desaparición de estos libros produciría en el pensamiento universal, corren el riesgo y el placer de publicarlos. Hay distribuidores heroicos que los llevan a las tiendas en cuyas estanterías ocuparán un lugar clandestino (y eso con suerte: no es raro que sean devueltos a las editoriales sin haberlos sacado de sus cajas). Hay libreros conscientes de que esos títulos que apenas reportan beneficio económico son los neurotransmisores del sistema, los encargados de llevar mensajes esenciales a los libros de gran tirada, que constituyen el núcleo del negocio. Hay lectores intrépidos que no dudan en enfrentarse a estos volúmenes en cuyo interior de nada sirven los recursos estéticos o morales convencionales, y cuyo contenido propagan luego en cátedras, tertulias, artículos o reuniones familiares. Hay escritores que viven modestamente de abrir estas puertas ideológicas o formales que con el tiempo, aun sin saberlo, atravesamos todos.
Mal que bien, este frágil entramado sobrevive gracias a la ley del precio fijo. Su desaparición significaría la condena a muerte del librero vocacional, del editor raro, del lector insobornable, del distribuidor heroico y de géneros minoritarios como la poesía o el ensayo.
He encontrado el texto buscando lo que habían dicho los editores españoles de diarios sobre la conducta y posición en el mercado de Google.
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