Cinco hermanos copropietarios de un inmueble lo permutan por otros bienes con un primo lejano. La operación se escritura, pero no llega a inscribirse en el Registro de la Propiedad. Posteriormente, estos cinco hermanos constituyen una sociedad anónima y nombran un administrador extraño que no está al corriente de lo sucedido. El administrador, desconociendo la realidad extrarregistral (o sea, que el inmueble que figuraba en el Registro como propiedad de los cinco hermanos, en realidad, había sido transmitido al primo lejano), compra la finca a los socios. El primo lejano pleitea en reconocimiento de su derecho. El administrador contesta la demanda indicando que la sociedad adquirió a non domino en virtud del artículo 34 de la Ley Hipotecaria. El Tribunal falla contra la sociedad reconociendo la titularidad del primo (Sentencia de la Audiencia Provincial de Bilbao de 9 de septiembre de 1991)…
Paz-Ares comenta el caso como sigue:
El razonamiento urdido para llegar a tal conclusión (por parte de la Audiencia) apela al empleo abusivo de la sociedad, pero en realidad basta con afirmar que no hay negocio de tráfico, que siendo todos los socios los propios vendedores, la sociedad no puede ser considerada como tercero hipotecario. Obsérvese que habría de llegarse a la misma conclusión aunque los socios fuesen de buena fe y, por tanto, se creyesen legítimos propietarios del inmueble. La justificación dogmática de esta solución se basa en la propia ratio del art. 34 de la Ley Hipotecaria, que es la protección del tráfico. La norma sacrifica el interés del titular real con el fin de promover la circulación de la riqueza, pero para que ese sacrificio esté justificado debe existir circulación real o económica de la riqueza y, desde luego, esta no existe cuando lo único que cambia es la forma de la titularidad.
Paz-Ares tiene razón. Y no voy a discutir la solución. Quiero utilizar el caso para analizar la cuestión de cómo determinamos si una persona jurídica es o no de buena fe. Imaginemos que el problema, en el caso, fuera determinar si la persona jurídica era o no de buena fe y no el de si era un tercero o no lo era. La gracia del caso a estos efectos es que se nos dice que el administrador no estaba al tanto de la estafa que planearon los cinco hermanos y de la que querían hacer víctima a su primo lejano (nunca se sabe, quizá los hermanos procedieron como lo hicieron porque el primo lejano no había cumplido con su parte en la permuta). Pero esta ignorancia del administrador resulta inverosímil ya que el administrador no podía dejar de ver que estaba adquiriendo, para la sociedad, un inmueble que, en el Registro de la Propiedad figuraba a nombre de los socios que le habían designado. Pero es que, además, aún aceptando que el administrador no supiera de la estafa, es inverosímil que decidiera espontáneamente adquirir precisamente ese inmueble para la sociedad. Más bien, todo induce a pensar que los hermanos, que habían aportado el capital social y le habían designado administrador le instruyeron para que adquiriese ese inmueble. De modo que, en la medida en que el administrador se limitó a cumplir instrucciones, esto es, actuó como un mero nuncio de la voluntad de los socios, los conocimientos relevantes para determinar la validez de la transmisión son los de los socios que instruyeron al administrador. La buena o mala fe del administrador - normalmente decisiva para imputar buena o mala fe a la persona jurídica - es irrelevante cuando los socios son los que toman la decisión y ordenan ejecutarla al administrador. La conducta defraudadora de los derechos del primo lejano es, pues, directamente imputable a los socios. El caso sería idéntico al del administrador de hecho que actúa por cuenta y con efectos sobre el patrimonio social prescindiendo del administrador de derecho.
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