miércoles, 3 de septiembre de 2025

Explicación evolutiva de la guerra: la guerra como 'delito organizado' que, a veces, compensa





El debate se ha encallado entre la tesis de las raíces profundas, que sitúa la guerra al menos en el ancestro común con Pan, y la de las superficiales, que la hace emerger solo en el Holoceno, con almacenamiento de alimentos, agricultura, sedentarismo y aumentos de densidad. Según el autor, la pregunta no es “si la guerra tiene raíces profundas o superficiales”, sino “qué componentes de la guerra tienen raíces de distinta profundidad y cómo se combinan bajo condiciones ecológicas y demográficas concretas”. 

Glowacki define guerra como “matanzas coalicionales intergrupales”. Wilson acepta que centrarse en componentes como la matanza coalicional o la incursión letal puede ser útil para testear hipótesis precisas, pero advierte que identificar guerra exclusivamente con muertes oculta una parte sustancial del fenómeno: la amenaza creíble de fuerza. El autor aconseja reservar “guerra” para la institución compleja e interespecificar componentes mensurables —incursiones letales, asesinatos intergrupales, frecuencia de encuentros hostiles, distribución de ventajas numéricas— para someterlos a contraste empírico.


En vez de escoger si el mejor modelo de nuestros ancestros es el chimpancé o el bonobo, el autor sugiere una analogía astronómica para ilustrar su idea: ni Venus ni Marte son “el modelo” de la Tierra; ambos aportan datos para contrastar entre geocentrismo y heliocentrismo. Ni el chimpancé ni el bonobo replican el ancestro común con Homo, y cada similitud o diferencia será relevante en función de la hipótesis concreta que se quiera testear. 


El autor distingue, implícitamente, entre raíces profundas, que remiten a rasgos compartidos con otros primates que reducen el coste esperado de la agresión o facilitan la competencia coalicional; las raíces medias, que remiten a innovaciones dentro del linaje Homo (o de Homo sapiens) que amplifican o reconfiguran esos rasgos y las superficiales, a complejos institucionales del Holoceno que hacen visibles, registrables y recurrentes ciertas formas de guerra. En este marco, la guerra, como resultado macro, emerge de la combinación de capacidades y condiciones: tecnologías y armas que extienden el alcance y la letalidad, estructuras de parentesco y alianzas afines que permiten coaliciones amplias, módulos cooperativos que incrementan la eficacia coordinativa, y sesgos psicológicos con mayor prevalencia en varones en contextos intergrupales.


¿Eran belicosos los cazadores recolectores? El autor replica Fry (que respondía negativamente a esa pregunta) y concluye que la violencia intergrupal y la guerra en sentido amplio aparecen extendidas entre cazadores-recolectores cuando no están sometidos o protegidos por poderes estatales o por vecinos dominantes. La aparente escasez en algunas etnografías recientes se explicaría por los efectos de la pacificación y por los sesgos de detectabilidad y clasificación.


En cuanto a las raíces profundas, la idea es que si el coste esperado de pelear es alto en relación con el beneficio, proliferan arreglos ritualizados y evitación; si el coste puede reducirse sustancialmente, la agresión se vuelve racional desde el punto de vista de la aptitud. Chimpancés y humanos comparten dinámicas fusión-fisión y patrullajes periféricos, que generan encuentros asimétricos contra individuos aislados o subgrupos muy inferiores en número. Este patrón encaja con una estrategia de búsqueda de oportunidades de ataque de bajo riesgo y alta rentabilidad. La rareza de matanzas intergrupales en bonobos parece asociarse a dos elementos: menor defendibilidad económica del territorio y arquitectura cooperativa masculina limitada, quizá por desigualdad reproductiva alta que disuade coaliciones de machos. Las coaliciones femeninas, aunque existen, no se traducen en guerra entre grupos, lo que sugiere que la oportunidad ecológica —defendibilidad y rentabilidad del territorio— condiciona la rentabilidad de la agresión coalicional. En bonobos, las hembras sí forman coaliciones (es decir, alianzas para apoyarse mutuamente), pero esas coaliciones no se usan para atacar a otros grupos ni para conquistar territorio porque el contexto ecológico no lo hace rentable. Si el territorio no se puede defender fácilmente (por ejemplo, porque los recursos están dispersos o no hay fronteras claras), no vale la pena organizar ataques ni invertir en defensa y si controlar más espacio no aporta beneficios significativos (p. ej., no hay recursos concentrados que aumenten la supervivencia o la reproducción), el coste de la agresión supera la ganancia. En otras palabras, no basta con tener capacidad para cooperar; la agresión intergrupal solo se convierte en estrategia estable cuando el entorno ofrece beneficios claros y alcanzables por esa vía. En bonobos, esas condiciones no se cumplen, por eso no hay “guerra” entre grupos, aunque sí haya cooperación interna diferencial entre grupos que permitiría a unos apropiarse de los recursos de los otros.


El registro arqueológico y a la taxonomía de la violencia prehistórica desmienten a Fry según el autor. La inferencia “no hay guerra porque no hay cementerios con múltiples víctimas” es espuria en contextos de campamentos temporales, enterramientos superficiales o exposición a carroñeros. Una vez aparecen palizadas, fosos, poblados y cementerios, la señal material de guerra es clara, pero eso no prueba ausencia previa de violencia intergrupal; también puede indicar la invención de dispositivos de limitación y control de la violencia, es decir, elementos de “paz” endógena detrás de un perímetro defensivo. Esta inversión interpretativa —ver fortificaciones como instrumentos de pacificación parcial y no solo como prueba de belicosidad— conecta el registro material con procesos institucionales de gestión de la violencia.


La selección natural opera siempre que haya variación, herencia y éxito diferencial, y esto vale para rasgos culturales —prácticas, tecnologías, instituciones— que se transmiten por aprendizaje. El ejemplo comparativo de la agricultura ilustra bien la tesis: innovaciones culturales con grandes efectos demográficos, que se propagan por selección cultural, pueden tener consecuencias genéticas indirectas por reemplazo poblacional y por adaptación a nichos creados culturalmente. Por analogía, el paso de configuraciones “sin guerra” a “guerreras” bajo determinadas condiciones ecológicas y sociales puede verse como la adopción y estabilización de estrategias culturales que maximizan la supervivencia y la reproducción del grupo portador frente a otros; si esas estrategias mejoran la capacidad de apropiación o defensa de recursos, se extenderán por selección cultural, con eventuales efectos genéticos por demografía, migración y sustitución. Este enfoque no colapsa en determinismo genético: sostiene que la guerra puede ser adaptativa como estrategia cultural bajo ciertas condiciones y, a la vez, contingente a cambios institucionales y tecnológicos que alteren la relación coste/beneficio.


La aplicación del concepto de Estrategia Evolutivamente Estable (Evolutionarily Stable Strategy) ESS a la guerra puede hacerse recurriendo a la comparación con otras transiciones como la agricultura. En paisajes bien regados la agricultura se consolida como ESS: cuando los agricultores llegan, o se impone la adopción o se produce reemplazo. Análogamente, la guerra aparece como ESS bajo un conjunto amplio de condiciones en las que la organización colectiva y la existencia de “cosas de las que apoderarse” (territorio, bienes, personas) incentivan el uso o la amenaza de la fuerza. Esta caracterización formaliza la intuición histórica de la regularidad con que emergen complejos bélicos semejantes en civilizaciones independientes. Si una estrategia cultural de guerra fuera sistemáticamente desventajosa, debería desaparecer por selección cultural; el hecho de que surja y se mantenga en múltiples contextos sugiere que, dadas ciertas configuraciones de recursos, densidad y tecnología, su payoff supera a las alternativas. Wilson reencuadra la guerra como “delito organizado” a escala intergrupal, lo que ayuda a identificar condiciones de aparición y a derivar medidas de contención: donde no hay organización capaz o donde el coste de tomar por fuerza excede el beneficio, la guerra no se materializa o no es ESS.


Si la agresión compensa cuando el coste es bajo respecto del beneficio, hay dos vías ortogonales para reducir la guerra: elevar el coste esperado de la agresión, y aumentar los beneficios esperados de la cooperación y del intercambio pacífico. 


Michael L. Wilson, Evidence and conceptual models for the evolution of war: a response to Glowacki (2024) and Fry (2025), Evolution and Human Behavior (2025). 

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