La polémica sobre si los administradores de una sociedad anónima deben diligencia y lealtad – deberes fiduciarios – a los accionistas o a la “corporación” o a todos los grupos que tienen un interés en la actividad – objeto social – de la compañía sigue produciendo “doctrinas” a gran ritmo.
A mi juicio, muchas de las objeciones a la tesis que llamaré a partir de ahora “tradicional” sobre el interés social (los administradores son “agentes” de los accionistas considerados como un grupo y deben diligencia y lealtad exclusivamente a los accionistas; el interés social es el interés común de los accionistas y ambas afirmaciones se traducen en la obligación de los administradores de maximizar el valor de la empresa social) desaparecen cuando se examina con cuidado qué es lo que no sostiene la tesis tradicional.
La tesis tradicional y dominante no sostiene que los administradores
- deban enriquecer en la mayor medida posible al accionista mayoritario;
- que deban enriquecer a todos los accionistas pero a unos más que a otros.
- que deban expropiar o explotar a proveedores, empleados o clientes si eso permite enriquecer más a los accionistas aunque se reparta el “botín” correspondiente proporcionalmente a su participación en el capital social.
- que deban maximizar el reparto de dividendos entre los accionistas.
Repito: la doctrina tradicional y mayoritaria sobre el interés social sostiene que los administradores han de maximizar el valor de la empresa a largo plazo si se trata de una sociedad anónima o limitada constituida para el desarrollo de una empresa con ánimo de lucro. Los administradores, además, como fiduciarios, disfrutan de discrecionalidad, es decir, han de adoptar las decisiones que, con independencia de juicio, consideren preferibles para lograr el objetivo de maximizar el valor de la empresa a largo plazo.
Maximizar el valor de la empresa a largo plazo es, efectivamente, la voluntad hipotética de los accionistas. Pero como la sociedad anónima y la limitada son corporaciones – no sociedades de personas – las personas concretas de los accionistas que suscribieron el capital inicial o que adquirieron acciones o participaciones son fungibles. Sus deseos o expectativas subjetivas son irrelevantes para determinar qué es lo que deben hacer los administradores. Estos, como fiduciarios, se deben a los accionistas en el sentido abstracto descrito, no a los Antonio, Beatriz o Carlota que, en cada momento, sean accionistas. Porque al suscribir o adquirir acciones de una sociedad anónima dedicada a la producción de mayonesa, Antonio Beatriz y Carlota consintieron en que su inversión se destinara a maximizar el valor de la compañía produciendo mayonesa. Y esa es una cláusula del contrato de sociedad que sólo puede cambiarse por unanimidad. Porque afecta a la causa del contrato. Cuando todos los socios que lo son en un momento determinado deciden cambiar la causa del contrato, las reglas de gobierno sustentadas en la maximización del valor de la empresa y los deberes fiduciarios de los administradores en particular, dejan de aplicarse y se sustituyen por las que pongan en vigor, por unanimidad, todos los socios.
Esta doctrina tradicional permite explicar qué sea y en qué medida pesa sobre las compañías una “responsabilidad social” pero, ahora es lo que interesa, permite explicar también por qué este problema – el del interés social – surge en relación con las corporaciones y no en relación con las sociedades de personas. A nadie se le ha ocurrido decir que Cafetería Cervantes, propiedad de los hermanos Antonio, Beatriz y Carlota tiene responsabilidad social corporativa o que en su gestión no ha de tenerse en cuenta exclusivamente el interés de Antonio, Beatriz y Carlota. Y que a nadie más le importa si deciden cerrar o dejar de vender alcohol o pasar a vender helados o bajar los precios y reducir sus ganancias. El interés social en las corporaciones tiene algo de especial. Y es esto que el carácter fungible de los socios – de los miembros – de una corporación modifica el objetivo o fin común. Si hay que permitir que los miembros entren y salgan, que las acciones sean libremente transmisibles, el fin común debe desprenderse de los anhelos y propósitos subjetivos de cada uno de los accionistas. El fin común debe “objetivarse”. De esta forma se reducen drásticamente los costes de información de los adquirentes de las acciones. Pueden tomar su decisión de adquirir acciones como una de optimización de sus inversiones.
Esto aproxima notablemente a las corporaciones de base personal – las sociedades anónimas singularmente – y las corporaciones de base “real” – las fundaciones – porque lo que las distingue es, precisamente, que en las primeras hay miembros que son individuos (u otras corporaciones) y en las segundas, no: sólo hay un patrimonio con capacidad de obrar. La aproximación entre ambas se produce por la importancia creciente del objetivo o fin de la corporación.
En ambos casos – sociedades corporativas y fundaciones o, mejor, patrimonios sociales y patrimonios fundacionales – el patrimonio ha de destinarse a un fin. La diferencia estará en el fin (de interés particular en el caso de las sociedades anónimas y de interés general en el caso de las fundaciones) y en quién determina ese fin (los socios fundadores y, por adhesión, los accionistas que entran en la sociedad vía adquisición de acciones en el caso de las sociedades anónimas y el fundador en el caso de las fundaciones). Como los miembros de la corporación-sociedad anónima son fungibles, el protagonismo del fin común es total que, dado el motivo que impulsó a los accionistas a constituir la corporación, no puede ser otro que el de maximizar el valor de la empresa social.
Se explica así, por ejemplo, que la sociedad anónima Aktiengesellschaft alemana estuviera en un tris de calificarse como una fundación, para subrayar que, como era imposible que en una gran sociedad con miles de accionistas éstos pudieran adoptar decisiones unánimes, una mejor protección de los socios considerados individualmente se conseguiría dando independencia total a los administradores para gestionar la empresa con el objetivo de maximizar el valor de la empresa social y limitando estrictamente la posibilidad de modificar el contrato social ¡por mayoría! La regulación alemana se explica, no porque se quisiera controlar políticamente a las grandes empresas. Más bien porque se quería evitar que accionistas o grupos de accionistas pudieran hacerse con el control de grandes empresas. El interés social se objetiviza en estos casos y deja de formularse como el interés común de los socios a maximizar el valor de la empresa para formularse como el “interés de la corporación”, interés al que habrían de servir los administradores sociales. Pero, como se ha visto, si se examina con más cuidado la cuestión, es un cambio puramente nominal. Al referirse al interés de la corporación, lo que se quiere decir es que el objetivo común no está al albur de las mayorías o de accionistas de control y que éstas no pueden alterarlo mediante una modificación del contrato social.
Se explica igualmente la sorprendente longevidad de la doctrina ultra vires en los países de common law. Su papel es el mismo que el carácter imperativo de las normas del Derecho de sociedades anónimas alemán: evitar que la mayoría – o una minoría de control – se apropiaran del patrimonio social desviando los fondos a fines o actividades no incluidas en el “pacto corporativo”.
En ambos casos, de lo que se trataba era de proteger a los accionistas. Todo el derecho de sociedades anónimas histórico se explica desde el intento del legislador de facilitar la acumulación de capital para lo que era imprescindible asegurar a los particulares inversores que los insiders (que designaban a los administradores) no se apropiarían del patrimonio social. Así, no es necesario apelar a que las personas jurídicas son “criaturas del Estado” que éste puede configurar como le parezca. La formación de patrimonios separados y estables con capacidad para participar en el tráfico jurídico forma parte de la autonomía privada. Y el Derecho puede, naturalmente, limitar la autonomía privada para proteger los intereses de los individuos cuando éstos no pueden protegerse denegando o retirando su consentimiento.
Naturalmente, esta concepción del “interés social” es inaceptable cuando la forma corporativa se utiliza para gobernar patrimonios pequeños – empresas pequeñas – en manos de grupos pequeños de accionistas. No hay razón alguna para prescindir de los intereses subjetivos de los accionistas. Estos no son “fungibles” aunque las acciones sean transmisibles. Pero en estas sociedades, la protección de los socios la garantiza que adoptar decisiones por unanimidad no sólo es posible sino que es la regla en las sociedades de personas y, vía las correspondientes protecciones estatutarias, en las empresas con forma corporativa en la que sus miembros están ligados por lazos de sangre, vecindad o amistad. Los socios pueden, en tal caso, revisar continuamente el objetivo que les llevó a constituir la sociedad.
Y, naturalmente también, para proteger a los accionistas hay que prohibir que pueda extenderse más allá de lo pactado el compromiso asumido por los accionistas. Antonio, Beatriz y Carlota, accionistas de Telefonica, se han asociado exclusivamente para maximizar el valor de la empresa de Telefonica a largo plazo. No para mejorar su handicap jugando al golf ni para mejor atender a los que carecen de hogar en su país. Y se han obligado, exclusivamente, con su aportación. Se trata, pues, de un compromiso muy delimitado. Los administradores de Telefonica carecen de “mandato” para inmiscuirse en la vida de A, B y C más allá del objeto social y del objetivo de maximizar el valor de la empresa para, de esa forma, permitir a A, B y C maximizar el valor de su inversión.
Bonelli explicó hace más de un siglo (naturalmente, Miller y Gold no citan a Bonelli) que hay dos tipos de patrimonios en función de lo que unifica a un conjunto de bienes, derechos, créditos y deudas, esto es, el fin que explica la constitución de un patrimonio: o bien “el dominio de una voluntad única y absoluta” – la de un ser humano o algunos seres humanos – que Bonelli llama patrimonios en propiedad, o “la asignación a una finalidad objetiva”, esto es, los patrimonios “destinados” en el lenguaje jurídico italiano y que Bonelli llama patrimonios por destino. Las sociedades de personas con personalidad jurídica generan un “patrimonio en propiedad” solo que propiedad de varias personas en lugar de una sola. Las corporaciones – sociedades o fundaciones – generan un patrimonio por destino porque es el propósito que llevó a los que constituyeron la corporación a crear el corpus lo que unifica los bienes y dirige el comportamiento de los administradores, esto es, de los que proporcionan capacidad de obrar al patrimonio.
Pues bien, Ciepley parece apuntar en esta dirección en el trabajo que resumo a continuación. Su afirmación central es que hay dos tipos de fiduciarios: los que deben actuar en el mejor interés de individuos concretos (p. ej., el tutor en interés del pupilo) y los que deben actuar para lograr la mejor consecución de un objetivo o “propósito” (purpose). Es obvio que los administradores de una sociedad anónima o los patronos de una fundación son del segundo tipo. Y es obvio, también, que si es así, los administradores no deberían actuar en el mejor interés de los accionistas concretos que, en cada momento sean tales en una sociedad anónima cotizada cuyos accionistas cambian diariamente. Este planteamiento es correcto pero trivial. Porque, como he explicado más arriba, la doctrina tradicional sobre el interés social no sostiene que los administradores hayan de poner por delante los intereses de Antonio, Beatriz o Carlota. Sólo su interés como accionistas de Telefonica, interés que siempre y salvo cláusula estatutaria acordada unánimemente, se concentra en maximizar el valor de Telefonica. Ciepley hace decir a la doctrina tradicional que los practicantes del análisis económico y los académicos de la escuela de Chicago de las finanzas afirman que los administradores deben lealtad a los “currently-existing stockholders”. Pero esto, no es necesario reiterarlo, es una distorsión de la doctrina tradicional – contractualista. Las necesidades financieras concretas de Beatriz o Antonio en cuanto accionistas de Telefonica son irrelevantes para los administradores de Telefonica. Sus deseos respecto a la calidad de los productos o sobre los mercados geográficos en los que debería estar presente Telefonica, también.
También es una distorsión de la doctrina tradicional afirmar que el objetivo sea maximizar el “shareholder value,” entendido como “maximizar los dividendos” o el precio de cotización (generous dividends and increasing stock price). Sucede que ambos criterios (dividendos, precio de cotización) están correlacionados con el objetivo de maximizar el valor de la empresa. Pero es un error craso identificar unos con el otro.
Su tesis le permite descartar la doctrina según la cual los administradores sociales deben lealtad a todos los interesados en la suerte de la empresa social (empleados, proveedores, vecinos de la zona…) ya que todos estos son también “personas de carne y hueso” y, en su tesis, los administradores sociales deben lealtad a un “propósito” u objetivo: el fin común.
De modo que la tesis es errónea en su punto de partida. La doctrina tradicional sobre el interés social no mantiene que los administradores sociales sean fiduciarios de los accionistas individual y personalmente considerados. Mantiene que los administradores son servidores del contrato social, esto es, y salvo que otra cosa se diga en éste, de los accionistas en cuanto tales, esto es, como partes del contrato social que se celebró con el objetivo (fin común) de maximizar el valor de la empresa social desarrollando una actividad determinada en el contrato – el objeto social –.
Ciepley pretende que afirmar tal cosa supone “admitir que los administradores son fiduciarios de un objetivo o propósito” y no “personal fiduciaries”. Pero esto no implica contradicción alguna. Los administradores, según la doctrina tradicional, son fiduciarios de los accionistas en su condición de accionistas, no en su condición de individuos, y lo que los califica como accionistas es que han decidido invertir su dinero en una empresa con la esperanza de que la empresa aumente de valor y, con ellos, el valor de lo invertido. Por tanto, los beneficiarios de la actuación de los administradores no pueden estar definidos con más precisión. Tanta precisión que pueden prescindir de las características, deseos, preocupaciones, anhelos y objetivos vitales de los individuos que, en cada momento, sean accionistas de la sociedad.
Pero las sociedades anónimas – ni siquiera las cotizadas – no se convierten en fundaciones porque los individuos que son sus miembros devengan fungibles. Porque, siendo una asociación voluntaria, el objetivo de la corporación, el fin común, sigue en manos de sus miembros de los que en cada momento sean sus miembros. El destino de los bienes y derechos de Telefonica, el de sus beneficios y el del trabajo de sus empleados sigue estando en manos de los accionistas de Telefonica como quedaría paladinamente claro en el caso de que, tras una OPA, un individuo se hiciera con el 100 % de su capital. Al día siguiente, este individuo podría disponer de los activos de Telefonica como podría disponer de cualquier otro bien de su propiedad (eso sí, respetando los derechos de crédito de cualesquiera que los ostentase dado el carácter de patrimonio separado de Telefonica, esto es, dado que tiene personalidad jurídica). Tal cosa no puede ocurrir con la Fundación Ramón Areces o la Fundación Telefonica.
Lo que despista a Ciepley, a mi juicio, es que en las corporaciones de base personal, las decisiones se toman por mayoría y la regla de la mayoría – que es constitucional de las corporaciones – permite la “traición” del fin común, la explotación de unos miembros por otros y la malversación del patrimonio social. Para evitarlo, se imponen deberes fiduciarios hacia la corporación a los administradores del patrimonio social, se limitan los poderes de la mayoría a través de normas imperativas, se otorgan remedios impugnatorios y de separación a los minoritarios etc. Pero no se priva a los accionistas de su condición de “dueños” del patrimonio social – corporativo. Si actúan de común acuerdo pueden decidir cualquier cosa en relación con dicho patrimonio. Todo. Incluso cambiar el objetivo o propósito que llevó, a ellos o a sus causantes en la posición de accionistas, a constituir la corporación. Eso sí, teniendo en cuenta siempre que se trata de un patrimonio (y, por tanto, que hay créditos y deudas que le pertenecen) y que no pueden retirar bienes o derechos de dicho patrimonio sino es previa liquidación, esto es, previo pago de las deudas que pertenecen a ese patrimonio. Así se explica, sencillamente, la legitimidad de las pretensiones sobre el patrimonio social de los demás “stakeholders” distintos de los accionistas (empleados, proveedores, clientes…).
Que una sociedad pueda constituirse “sucesivamente” (arts. 41 ss LSC) no es un obstáculo. Los administradores, en tal caso, – los fundadores – actúan por cuenta o en interés de los futuros accionistas y estos no están determinados, pero son determinables. Nunca ha habido ningún problema para imponer deberes (no personales) a alguien en beneficio de sujetos no determinados pero determinables.
La legitimación activa de los accionistas para demandar a los administradores tampoco es una objeción a la doctrina tradicional. Que ésta sea más o menos amplia y que esta sea “derivative”, esto es, lo que en España sería la legitimación de la minoría para ejercer la acción social (lo que implica que la indemnización va a parar al patrimonio social) no es importante. Lo importante es que los accionistas, individual o colectivamente puedan exigir el cumplimiento del contrato al fiduciario y tiene sentido que se exija algún porcentaje de participación o una decisión colectiva de los accionistas para que se pueda interponer la demanda y no que estén legitimados individualmente los accionistas. Son razones de eficiencia y practicidad. No razones “constitucionales” o conceptuales. Mientras que en las fundaciones es necesaria la existencia de un protectorado para asegurar el control de la conducta de los fiduciarios – los patronos – en la sociedad anónima y en las corporaciones de base personal no hay ninguna razón para no atribuir esa función a los que tienen los incentivos para desarrollarla, esto es, los accionistas.
Tiene interés la distinción que hace Ciepley entre “members corporation” y “property corporation”. Los consulados mercantiles o los gremios medievales serían corporaciones de miembros mientras que la sociedad anónima – a partir del siglo XVII – sería una corporación de propiedad. La distinción es sugerente porque, en efecto, los consulados y los gremios son corporaciones cuyo fin común no es desarrollar por cuenta propia la actividad que desarrollan sus miembros, sino agrupar a todos los comerciantes o a los artesanos de un ramo de actividad para permitirles cooperar entre sí y defender mejor sus intereses. El consejo de administración de una corporación de miembros tiene, pues, unas funciones muy diferentes al de una corporación de propietarios. Pero eso tampoco afecta a la cuestión central. La historia de las instituciones es un continuum y las instituciones sufren transformaciones en sus funciones y características pero mantienen la continuidad externa. Nada que no pueda decirse de cualquier otra institución histórica desde los Montes de Piedad hasta los Parlamentos pasando por los bancos centrales.
Y también lo tiene la referencia de Ciepley a que, en lo que a las corporaciones se refiere, Estados Unidos es un “outlier” porque la distinción, perfectamente establecida en Europa entre corporaciones de base personal (asociaciones/sociedades/collegia) y corporaciones de base real (fundaciones) no lo estaba en los EE.UU. donde las primeras corporaciones a través de las cuales se fundaron universidades o ciudades carecían de miembros. Añádase la posibilidad de utilizar el trust para articular patrimonios empresariales (business trust) y se comprenderá que en los EE.UU. los deberes fiduciarios de los administradores se construyan calificando a éstos como trustees de los accionistas mientras que en Europa se construyen sobre la base de los deberes de un mandatario. Además, como he explicado en otro lugar, en los EE.UU. el Corporate Law era parte de la regulación económica en cuanto la constitución de corporaciones comerciales era la forma que tenían los Estados de llevar a cabo obras públicas y de explotar infraestructura.
Ciepley, David A, Corporate Directors as Purpose Fiduciaries: Reclaiming the Corporate Law We Need (July 25, 2019)