En alguna otra entrada hemos mostrado nuestra antipatía – fundada en el respeto a la libertad individual – por la extensión a las relaciones entre particulares de las limitaciones que los derechos fundamentales de los particulares imponen a los poderes públicos. Es evidente que los poderes públicos no pueden discriminar y están obligados a tratar por igual a los ciudadanos. Pero no es evidente, ni siquiera compatible con una sociedad libre, que los particulares deban tratar por igual a los demás particulares con los que se relacionan. Lo que nos protege frente a la discriminación de otros particulares es la competencia, es decir, que hay muchos particulares con los que relacionarnos y, por tanto, la discriminación de uno no nos impide acceder a los beneficios de la interacción social. De ahí derivan las excepciones a este principio general de no aplicación de la prohibición de discriminación en las relaciones entre particulares: situaciones de dependencia y protección de la dignidad de las personas. Tales son los casos en los que la negativa a contratar o la contratación en condiciones discriminatorias impida al discriminado acceder a beneficios de la vida social que se consideran como fundamentales y los casos en que la discriminación equivalga a un “insulto” a la persona discriminada o a su desconsideración como ser humano igual.
En el caso de la Sentencia del Tribunal Supremo de 20 de abril de 2011, (por cierto no hemos encontrado la sentencia en CENDOJ) creemos que la Sala ha ido demasiado lejos en la aplicación “horizontal” de la prohibición de discriminación.
Una cirujana plástica prestaba sus servicios en una clínica a través de un contrato de arrendamiento de servicios (no sé quién arrendaba qué a quien porque el arreglo era que la cirujana recibía una parte de lo que pagaba el cliente y la otra parte se la quedaba el dueño de la clínica). Se queda embarazada, el embarazo es de riesgo y se suspende el contrato (como no era una trabajadora, no debería hablarse de “baja”). Cuando se reincorpora unos siete meses después, el dueño de la clínica, que había contratado a otro cirujano en el entretiempo, le dice que se modifican las condiciones del contrato y que el otro cirujano se queda. La cirujana resuelve el contrato.
Dice el Tribunal Supremo que hubo discriminación ilegal por razón de sexo
Las circunstancias del caso examinado, una vez valorados los hechos por parte de esta Sala teniendo en cuenta lo expuesto en el FJ anterior sobre la carga de la prueba en este tipo de procesos permiten llegar a la conclusión de que está suficientemente justificado que existió una discriminación por razón de sexo, pues tras el embarazo y la baja de maternidad de la recurrente se produjo una modificación en sus condiciones de trabajo. La recurrente era la única especialista MIR para realizar en la clínica operaciones de cirugía estética y reparadora en el momento en que se produjo la baja y cuando se reincorporó a finales de enero de 2005 había otro médico también especialista contratado para efectuar dichas operaciones.
Afirmado esto, la carga de la prueba de que no hubo discriminación pesa sobre el dueño de la clínica
Además, el titular de la clínica no acreditó que había trabajo tanto para la demandante como para el otro médico que había contratado en principio con carácter temporal como reconoció en la prueba testifical el médico contratado para cubrir la ausencia de la clínica de la recurrente motivada por su embarazo de alto riesgo y después del parto por el permiso de maternidad. Y tampoco el titular de la clínica ha probado que el contrato suscrito con la recurrente le permitía contratar otros médicos.
Un poco extraño el razonamiento. En un contrato de arrendamiento de servicios así, el volumen de trabajo no es fijo. La cirujana y el dueño de la clínica podían “aportar clientes”, de modo que la contratación de otro cirujano no tenía por qué disminuir el trabajo de la cirujana. Si ella era la prestigiosa, los clientes acudirían a la clínica atraídos por su reputación y sería ella la que los operara. Si el prestigio lo tenía la clínica, los clientes son de la clínica y la cirujana no tenía derecho a que el dueño de la clínica dirigiera por siempre jamás sus clientes hacia esa cirujana.
En cambio, la recurrente aportó indicios de discriminación suficientes, consistentes en que las condiciones habían cambiado por la circunstancia objetiva de su embarazo y el demandado titular de la clínica no justificó que su actuación fuera absolutamente ajena a todo propósito atentatorio del derecho fundamental.
Esto es una probatio diabolica. Si la cirujana hubiera suspendido el contrato porque se hubiera puesto a hacer un master o porque a su marido lo hubieran destinado a Nápoles y ella deseara pasar el primer año de estancia en Nápoles de su marido con él, la reacción del dueño de la clínica hubiera sido la misma. Y, comprobado que el contratado para sustituirla lo estaba haciendo bien – si no, no se entiende que quisiera que siguiera – su reacción frente a la cirujana, una vez de vuelta de su master o de su estancia en Nápoles, habría sido la misma: “sigues trabajando pero éste (el nuevo) se queda”. Echamos de menos un análisis de la duración del contrato. ¿Era un contrato de duración indefinida? Si era así, ¿el dueño de la clínica no podría ya nunca jamás terminarlo ni modificar sus condiciones? ¿se aplicaría por analogía el derecho de la embarazada a pedir reducción de jornada hasta que su hijo cumpliera ocho años? ¿había contrato escrito? ¿se preveía en él la exclusividad – que la clínica no contrataría a otro cirujano –?
En tal sentido, de la lectura de las resoluciones judiciales de instancia y de apelación se desprende que mientras el Juzgado consideró suficientemente acreditada la existencia de indicios de discriminación de conformidad con la doctrina del Tribunal Constitucional y las Directivas citadas en el FJ anterior. La Audiencia Provincial de Sevilla consideró que la demandante no acreditó la existencia de la discriminación. Pues bien, este criterio de la sentencia recurrida no se ajusta a la doctrina del TC en materia de discriminación por razón de sexo, pues aunque está referida al ámbito de las relaciones laborales, esta Sala no aprecia obstáculo en su aplicación a un supuesto como el que nos ocupa en que la relación existente entre las partes se basa en un contrato de arrendamiento de servicios.
Esta es una declaración excesiva e imprudente porque no incluye la ponderación con el derecho del dueño de la clínica a organizar su empresa como le parezca y con el respeto, en general, a la libertad. Y, por cierto también, con el derecho del nuevo cirujano a trabajar si, como parece creer el Tribunal Supremo, el trabajo en la clínica era de un volumen fijo. Un arrendamiento de servicios es un contrato en el que no hay regla imperativa alguna. Es el reino de la libertad frente a la asfixiante regulación de la relación de trabajo. Extender ésta al arrendamiento de servicios es una maniobra de alto riesgo para la libertad de las relaciones entre particulares.
A nuestro juicio, la cirujana tenía derecho a que se le indemnizara porque la clínica había usado su nombre durante años en los que el contrato estuvo suspendido (lo que, además, puede constituir publicidad engañosa por parte de la clínica y, en todo caso, generó un enriquecimiento injusto de la clínica) y, sin embargo, el TS no estima el recurso por este motivo (se ve que la cabeza de Xiol – que escribió algunos trabajos magníficos sobre derechos fundamentales en los años ochenta – no piensa igual que la mía)
No vemos por ninguna parte cómo pudo verse afectada por el comportamiento del dueño de la clínica la dignidad de la cirujana. Seguro que tenía a su disposición decenas de posibilidades alternativas de trabajo.
El resultado final es muy modesto: indemnización de 12.000 euros a favor de la cirujana (gracias a Dios, los tribunales no obligaron a la clínica a “readmitirla” y a “despedir” al nuevo). ¿No podría haberse alcanzado este resultado sin hacer referencia a la discriminación? Hubiera bastado con decir que el dueño de la clínica modificó unilateralmente las condiciones del contrato (porque la cirujana tenía una expectativa legítima – acuerdo implícito - o un derecho contractual a ser la única cirujana plástica de la clínica) lo que justificó la terminación del contrato por la cirujana (justa causa) y considerar como lucro cesante esa cantidad (operaciones que hizo el otro médico y que hubiera hecho la cirujana durante el período de “preaviso” de la terminación).
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