“Hace unos diez años, cuando enseñaba economía en la Universidad de Pennsylvania, recibí una invitación del consulado italiano para participar en una reunión con el Embajador de Italia en Washington -efectivamente, su Excelencia el Embajador- de la comunidad de investigadores italianos en el área de Filadelfia. No se especificaba el tema de la reunión. Decido asistir. Había unas cuarenta personas, la mayor parte, destacados científicos en el campo de la medicina, un colega economista. Supuse entonces que el tema de la reunión sería preguntar a estos exitosos científicos cómo replicar en Italia las condiciones que los habían atraído a los Estados Unidos. Entró entonces Su Excelencia y, tras algunos canapés, comenzó a hablar. Un discurso tan confuso que los invitados se miraban perplejos. Se suceden las preguntas pero no son suficientes para aclarar nada. Tras media hora de niebla verbal, y bajo la presión de las preguntas de la audiencia, Su Excelencia indicó que el objetivo de la reunión era invitar a aquellos científicos que habían registrado patentes en los Estados Unidos -de nuevos fármacos, por ejemplo, – que volvieran a trabajar a la Universidad italiana previa donación de las patentes al Estado Italiano”.
En LA VOCE
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