Según trabajos recientes sobre cómo procesa nuestro cerebro el conocimiento, la cosa va de un reparto de trabajo entre la memoria funcional o de trabajo (working memory) que sería la que reflejaría una mayor inteligencia y la memoria de largo plazo. Para procesar la información – y aprender – necesitamos poder “extraer” de la memoria a largo plazo los conocimientos adquiridos y, para hacerlo, tenemos que usar la memoria reciente donde la capacidad de almacenamiento es muy reducida. De ahí que sea esencial que cada pieza de información situada en la memoria reciente esté “enganchada” al máximo posible de informaciones situadas en la memoria a largo plazo de manera que el proceso de extracción sea lo más productivo posible. Y aquí es donde las palabras y el aprendizaje de vocabulario – son esenciales:
Supongamos que ponemos un elemento concreto en nuestra memoria de trabajo -por ejemplo, "Pasteur". Siempre y cuando ese nombre tenga asociada una gran cantidad de conexiones en la memoria a largo plazo, no es necesario extraerlas y meterlas todas ellas en la memoria de trabajo. El nombre “Pasteur” sirve como una vía de acceso rápida a cualquier cosa que se vaya a necesitar para resolver un problema concreto. Cuantos más nombres – palabras – disponibles rápidamente tenga uno en su “almacén”, más éxito tendrá el sujeto en resolver problemas. Extiéndase este ejemplo a las esferas enteras de conocimiento y experiencia, y se comprenderá que un gran vocabulario es una potente herramienta de resolución de problemas que realza la capacidad cognitiva general.
¿Y cómo aprendemos nuevas palabras – nuevos conceptos –? A través de la exposición repetida a ellos y por aproximación. Cada vez que nos “enfrentamos” al concepto, reducimos su posible ámbito de significado y, tras varias exposiciones, damos con el núcleo del mismo y somos capaces de ordenar su sentido en diferentes contextos y, eventualmente, utilizarlo en nuevos. Es fácil de deducir que, si de ampliar el vocabulario se trata y los nuevos conceptos se aprenden por aproximación, lo inteligente a la hora de enseñar es provocar la exposición repetida a los conceptos en distintos contextos de manera que el alumno vaya refinando su comprensión y no imponerles el aprendizaje memorístico de listas de palabras o de definiciones de palabras.
Los conceptos se utilizan, probablemente, en muchos ámbitos del conocimiento y de la experiencia humana, pero el aprendizaje es más eficaz si se realiza en un contexto, esto es, en el marco del estudio de unos contenidos determinados organizados sistemáticamente. De lo que no hay duda es de que las conversaciones cotidianas no bastan para hacerse con un amplio vocabulario: “el vocabulario del aula y el de los libros es mucho más rico que el de las conversaciones cotidianas incluso en los grupos de formación más elevada”. (¿cuántas palabras-conceptos relativamente nuevos hay en un Curso de Derecho de Sociedades o de Derecho de la Competencia?)
Insistir en que los alumnos se expresen con precisión en clase no puede ser, pues, más necesario. Lo que me maravilla es que, para muchos profesores, es intuitivo y les lleva a corregir automáticamente lo mal dicho, probablemente a través de los mismos mecanismos que llevaban a nuestros padres o hermanos mayores a corregirnos inmediatamente cuando balbuceábamos siendo pequeños. No hay nada tan estimulante como dar correa al alumno cuando explica algo de manera defectuosa demostrándole a qué consecuencias absurdas o claramente equivocadas conduce su respuesta y disfrutar de la expresión de inteligencia que se refleja en su cara cuando comprende cómo debería haberse expresado y corrige su expresión.
La primera vez que un profe dice en clase que el comprador no puede anular el contrato alegando que el precio de la cosa le parece demasiado alto y que había otros vendedores en el mercado que lo ofrecían a un precio más bajo, quizá explique a los alumnos que, en Derecho español, la justicia de los contratos y del precio de las cosas no la logra el Derecho, sino la competencia en los mercados o, lo que es lo mismo, que no hay un precio justo, solo un precio de mercado de las cosas. Y, por tanto, que volenti non fit iniuria. Y, quizá, otro profesor explique que si un socio acepta que sus participaciones le den derecho a la mitad del dividendo que las participaciones de otro socio, no hay ningún motivo legítimo para que un Juez anule el pacto estatutario correspondiente, porque los Jueces no deben inmiscuirse en las decisiones libres de los particulares. Y, quizá repita el brocardo latino, lo que despertará en los alumnos la asociación con el caso de la compraventa que les explicaron el año anterior. Por fin, otro profe, quizá explique que cuando alguien firma un documento en el que pone “Letra de cambio” está aceptando que el crédito que ese documento incorpora circule y pase a manos de un tercero al que no podrá alegar – para no pagar – cualquier problema en su relación (la del firmante) con el que le presentó la letra para que la firmara (librador). Y quizá le explique que, al firmar, había consentido a la cesión del crédito y a la inoponibilidad de excepciones, por lo que ahora no puede argumentarse con la injusticia que supone que el firmante no pueda hacer valer que el que le entregó la letra para que la firmara no cumplió con lo prometido siendo esa promesa la que llevó al firmante a firmar la letra. Volenti non fit iniuria. No hay injusticia en que el Derecho le obligue a pagar la letra al tercero.
Y, la cuarta vez, cuando le expliquen por qué el préstamo se perfecciona solo cuando el prestamista entrega el dinero al prestatario o que las donaciones mortis causa son libremente revocables, comprenderá perfectamente que lo más difícil del volenti non fit iniuria no es su intituitivo contenido elemental (“sarna con gusto, no pica”) sino que queramos limitar su alcance porque hay muchos casos en que, a pesar de que actuamos voluntariamente, los resultados son muy dañinos. La alusión al brocardo latino debería poner en guardia su cerebro y llevarle a preguntarse por qué no debe aplicarse a esos casos la idea de que los efectos queridos no son injustos. Por qué permitimos que no cumpla el que prometió prestar a otro 1000 o por qué si mi tía me donó el Guinovar de su salón para cuando muriera ahora se lo ha de quedar mi prima Asunción, simplemente porque mi prima se granjeó la amistad de mi tía en los últimos años de su vida.
De este ejemplo se deduce que sería un error dedicarnos a enseñar a los alumnos el significado de cada uno de los brocardos latinos que resumen el contenido de normas o de instituciones jurídicas. Tenemos que enseñarles Derecho de contratos, el régimen de la letra de cambio o el Derecho de Sociedades para que aprendan el vocabulario correspondiente, esto es, el significado de las palabras que se usan en esos ámbitos de las relaciones jurídicas, y capten, por sí solos, lo mucho en común que tienen todos los contenidos que aprenden y para que puedan resolver, por sí solos, problemas no planteados – ni, por tanto, resueltos – en clase. Y, esas soluciones, las encontrarán más fácilmente si se han pertrechado con un buen número de “enganches” como los que se reflejan en las expresiones latinas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario