Market Failures, Transaction Costs and Article 101(1) TFEU Case Law By Pablo Ibanez Colomo Reprinted from European Law Review Issue 5, 2012
En este documentado trabajo, el autor intenta racionalizar la práctica del Tribunal de Justicia cuando determina que un acuerdo ha de considerarse restrictivo por su objeto y, por tanto, prohibido por el art. 101.1 TFUE con consecuencias diferentes a los acuerdos que tienen efectos restrictivos. Los acuerdos restrictivos por su objeto son sancionables con independencia de sus efectos en el mercado y muy difícilmente pueden quedar “legalizados” por aplicación del art. 101.3 TFUE, esto es, porque se aleguen razones de eficiencia en su celebración.
Si equiparamos acuerdos con objeto restrictivo de la competencia con los hard core cartels o “naked restraints”, esto es, con los cárteles en sentido estricto por los que los competidores fijan precios o se reparten mercados, la aplicación del art. 101 TFUE se racionaliza automáticamente como hemos tratado de explicar en otro lugar.
El ámbito de aplicación del art. 101.1 TFUE se reduce notablemente y también lo hace la aplicación del art. 101.3 TFUE (no hay que sacar por la ventana lo que se ha dejado entrar por la puerta – el 101.1 – si dejamos la “puerta” convenientemente cerrada). Todos los demás acuerdos restrictivos de la competencia tienen que ser analizados bajo el equivalente a una rule of reason, imponiendo sobre la autoridad la carga de probar el carácter dañino del acuerdo para la competencia. Ibañez Colomo, sin embargo, utiliza la doctrina de las restricciones accesorias para dicha operación de racionalización y señala que
this legal principle can be readily formalised as meaning that a given restraint will be deemed to restrict competition by object only to the extent that, and in those instances where, it is not a plausible source of efficiency gains. The true question does not seem to be whether the restraint in question can be presumed to have anti-competitive effects, or whether it bears a particular form; but whether, in the light of the nature of the agreement, and the context in which it is concluded, it is a convincing means to enhance efficiency and not simply a means to extract wealth from customers or suppliers. Put differently, the crucial factor is not that the agreement can be presumed to deteriorate the conditions of competition on the relevant market(s), but the fact that it cannot be expected to improve them
Nuestro desacuerdo con su propuesta es radical. Los jueces no saben más de los acuerdos entre particulares que los particulares que los celebran y la eficiencia de los acuerdos entre particulares se presume por la Constitución y los Códigos civiles de todos los países civilizados, razón por la cual, se reconoce el principio de la autonomía privada y se establece la fuerza vinculante de los contratos: el Derecho se pone al servicio de los fines de los particulares y no hace depender dicha protección pública de la bondad para la Sociedad del contenido de los acuerdos. Sólo los acuerdos dañinos para terceros o para la Sociedad (acuerdos colusorios, acuerdos de esclavitud, acuerdos contrarios a la moral y al orden público) se ven privados de la protección constitucional de su fuerza vinculante.
En consecuencia, la validez de unos acuerdos no puede depender de que los jueces que revisan las Decisiones de las autoridades de competencia descubran que había razones de eficiencia en la celebración de los mismos. Porque la eficiencia de los acuerdos se deriva, precisamente, del hecho de que los particulares los celebran voluntariamente y, por tanto, que esperan obtener algún tipo de ganancia de su celebración. Sólo cuando puede demostrarse que esa ganancia se obtiene a costa de terceros que resultan “dañados” – en el sentido de que se les imponen consecuencias desfavorables que no tienen por qué soportar – por el acuerdo es cuando los jueces deben negar carácter vinculante al contrato y, en su caso, imponer una sanción a los que lo celebraron (por ejemplo, no hay razones para imponer sanciones si los terceros dañados pueden protegerse autonómamente frente a tales acuerdos). Que se trate de daños que los terceros no tienen “por qué soportar” es muy relevante. Por ejemplo, un acuerdo de fijación del precio de reventa “perjudica” a los compradores finales del producto en forma de precios más altos, pero ese es un daño jurídicamente legítimo porque nadie obliga al comprador a adquirir ese producto y siempre puede dirigirse a un competidor para suministrarse de uno de la misma clase cuyo fabricante no imponga el precio de reventa a sus distribuidores. Y, en relación con el parámetro propuesto por Ibáñez (que las partes del acuerdo demuestren que “es un medio convincente para incrementar la eficiencia y no simplemente un medio para extraer riqueza de los clientes y proveedores”), en realidad, está vacío de contenido orientador porque atrapa a los hard core cartels pero no atrapa, per se, ninguno de los casos de restricciones por el objeto que pueden producir como efecto un trasvase de riqueza de los proveedores y suministradores en el corto plazo pero que, en un marco de competencia dinámica, aumentan la eficiencia en el funcionamiento del mercado de que se trate.
Y hay dos problemas añadidos y muy serios. El primero es que estamos en el ámbito del Derecho sancionador. No se trata de decidir si las partes pueden exigirse recíprocamente el cumplimiento de un acuerdo nulo. Se trata de decidir si las partes de esos acuerdos se merecen una multa estratosférica dirigida a desincentivar su celebración en el futuro. Por tanto, los principios del Derecho sancionador, incluyendo su carácter de ultima ratio obligan a optar, en la duda, por el carácter no restrictivo del acuerdo lo que, a su vez, conduce a mantener muy estrecho el concepto de acuerdos restrictivos por el objeto, o sea, limitar tal calificación a los hard core cartels.
El segundo problema es el de la ignorancia de los jueces acerca de la eficiencia de las transacciones entre particulares. Como hemos dicho, precisamente porque los jueces no saben si un acuerdo aumentará la riqueza de la Sociedad o si es un simple instrumento de redistribución (de los clientes o proveedores a los que celebran el acuerdo), un Juez prudente debe poner la carga de la argumentación en quien alegue el carácter colusorio y, por tanto, también, en quien insista en la calificación de un acuerdo como restrictivo por el objeto.
Por ejemplo, hasta los años setenta, nadie sabía por qué los fabricantes insistían en fijar el precio de reventa de sus productos a los distribuidores y, como decía Coase, cuando los economistas – y mucho peor, los juristas – no entienden una práctica contractual, buscan explicaciones monopolísticas. Tampoco sabe nadie por qué Fabre se empeña en que sus productos no se vendan por internet. Tampoco sabe nadie por qué unas empresas distribuyen a través de sucursales y otras a través de distribuidores independientes. Solo desde hace algunos años empezamos a saber por qué la gente incluye prohibiciones de competencia en muy diversos tipos de contratos. O por qué se niegan a suministrar sus productos a determinados distribuidores o por qué intercambian información sobre costes y precios en mercados incipientes donde hay que hacer inversiones hundidas de cierta importancia o por qué deciden no estar presentes en un mercado determinado.
Así las cosas, es una policy sensata y prudente concentrar el enforcement en los acuerdos claramente dañinos y en los acuerdos aparentemente inocuos pero que escondan acuerdos claramente dañinos. Y dejar que la competencia y los afectados acaben con los acuerdos dudosamente eficientes.
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