Foto: JJBose
Recuerdo una
columna de Javier Marías en EL PAIS en la que se quejaba de que no se aplicase, a la propiedad intelectual, idéntico régimen jurídico al aplicado a la propiedad de bienes muebles o inmuebles, en particular, criticando la limitación temporal de los derechos de autor.
Decía un jurista italiano, en relación con la equiparación entre los individuos y las personas jurídicas, que cuando llamamos a dos cosas diferentes con el mismo nombre (“personas”), falta poco para acabemos aplicando el régimen jurídico de una a la otra aunque sean de naturaleza muy diferente. Lo que ha ocurrido con la propiedad física y la propiedad intelectual es parecido:
Unifica áreas ahora separadas de la disciplina de los derechos exclusivos sobre información. Y lo hace conectando ésta con la rica y venerable tradición jurídica y académica del Derecho de Cosas
Este trabajo de Lemley, (“
Property, Intellectual Property, and Free Riding” de 2004), explica bien por qué la propiedad industrial e intelectual no es auténtica propiedad. La explicación es bien conocida. Lo que Lemley añade es la formulación en términos de externalidad: la propiedad privada de bienes muebles o inmuebles se atribuye porque es eficiente en muchos sentidos (v., S. Shavell,
Foundations of Economic Analysis of Law 2004, cap II y
sus papers en ssrn.com) y uno de ellos es que la propiedad privada “internaliza las externalidades” que se generan en el uso y aprovechamiento de los activos.
Cuando alguien usa un coche alquilado, no tiene los mismos incentivos para cuidar del coche que cuando usa el coche propio. La razón se encuentra en que los beneficios de la inversión en “mayor cuidado” no los retiene el arrendatario del vehículo sino el propietario. Si usuario y propietario son la misma persona, se invertirá óptimamente en cuidado del vehículo porque todos los beneficios y costes de ese mayor cuidado los retendrá y recaerán sobre él. Del mismo modo, si alguien desplaza parte de sus costes de producción sobre un tercero (alimenta su ganado en los pastos de un vecino), producirá leche o carne en mayor cantidad de la eficiente o expulsará del mercado a productores eficientes pero que incluyen en su precio todos los costes de producción (porque podrá vender la leche producida a un precio inferior al que ha de reclamar su vecino).
El reconocimiento del derecho de propiedad elimina a los gorrones (
free riders) que usan o extraen rendimientos de un activo sin soportar los costes de su producción, conservación o mejora. El cazador furtivo se apropia de la “producción” del coto sin pagar a cambio y genera múltiples ineficiencias
que pueden superar y mucho al beneficio que el gorrón obtiene de la caza: puede haber sobreexplotación del coto ya que los furtivos no se coordinan; puede haber daños colaterales de la caza que reduzcan el valor de la finca en otros usos (mayor riesgo de incendio o menor producción agrícola o ganadera) y
se incrementan los costes del propietario y de la sociedad en su conjunto en prevenir la caza furtiva. Es decir, el derecho de propiedad trata de eliminar externalidades o costes que la actividad de un individuo impone sobre los demás. O, en términos evolutivos, la
propiedad reduce los conflictos sobre los bienes en el seno de un grupo y
facilita, de esa manera, la cooperación.
En el caso de los derechos de propiedad intelectual, el “gorrón” de una obra no genera semejantes externalidades negativas.
Al contrario, los inventos o las obras generan externalidades positivas porque el uso de la obra o el invento por terceros no impide al titular su uso simultáneo y tampoco reduce la utilidad del “activo” para su inventor. Y, aún más, tampoco impone costes en el uso por otros “gorrones”. De modo que no es evidente que deba prohibirse el "pirateo" de obras en el sentido de la Ley de Propiedad Intelectual.
En realidad, el derecho de la propiedad intelectual cumple una función muy diferente a los Derechos reales o Derecho de la propiedad física: no se trata de reducir las externalidades negativas del uso sin autorización de un bien, ni de reducir los conflictos en el uso de los bienes, sino de internalizar las externalidades positivas para incentivar la producción/creación del activo/obra en primer lugar.
En consecuencia,
cuanto más aproximemos el régimen de la propiedad intelectual al régimen de los Derechos reales, peor será para el bienestar social porque más externalidades positivas se perderán si no vienen compensadas por
un incremento de las invenciones u obras
Y hay que suponer que un reforzamiento de los derechos de propiedad intelectual no tiene efecto alguno sobre la producción de innovaciones u obras artísticas porque, sin protección ninguna de la propiedad intelectual (el estado del mundo hasta el siglo XX prácticamente) existían incentivos y mecanismos en el mercado suficientes para generar un volumen amplio (no necesariamente óptimo) de invenciones y obras.
Algún sistema de
copyright es eficiente porque, como una carretera de peaje, las obras se crean para que los demás las usen, no para que el autor las “disfrute”. En términos económicos, un sistema de
copyright es eficiente cuando la existencia de la obra – o de la invención –
requiere una inversión significativa por parte del creador o productor que no puede ser recuperada por otra vía.
Todo el mundo está de acuerdo en que, en las últimas décadas hemos asistido a una expansión enorme de la propiedad intelectual. Lo que dice Lemley de EE.UU. es aplicable a Europa:
Los plazos de protección son más largos, el número de cosas que pueden ser objeto de derechos de autor ha aumentado, es más fácil que algo se considere obra en el sentido de la legislación de propiedadd intelectual; los titulares de los derechos de autor tienen facultades y prerrogativas más amplias para controlar los usos de sus obras, y las sanciones son más severas. Además, el legisladorha creado derechos completamente nuevos
Además, el “
descubrimiento” de que un derecho de autor, una patente o una marca no conceden, salvo en casos muy particulares, un auténtico “monopolio” al titular, ya que el mismo producto o servicio o la misma idea o construcción pueden ser obtenidas sin infringir el derecho de propiedad intelectual del titular, ha ayudado a legitimar la constante extensión de los derechos de autor.
Y, en el ámbito en el que menos distorsiones existían – el Derecho de Marcas – hemos pasado de proteger a los consumidores frente al riesgo de confusión respecto del origen empresarial de un producto, que es la función legítima de las marcas,
a considerar éstas como objeto de propiedad que merece la misma protección que una patente o una obra (protección frente a la dilución, debilitamiento del principio de especialidad, protección frente al uso no marcario o uso por un no-competidor etc.).
Los Derechos reales atribuyen al propietario también una parte de las ventajas que otros obtienen de su propiedad sin su consentimiento a través de
la doctrina del enriquecimiento injusto. Pero solo en casos muy particulares e incluye en su supuesto de hecho el empobrecimiento del titular del derecho.
Eso quiere decir que el Derecho no trata de “internalizar” las externalidades positivas en general. De hecho, una de las grandes ventajas de las ciudades frente a los pueblos se encuentra en el volumen de externalidades positivas y recíprocas que la aglomeración de muchos individuos en un lugar genera. Pero los vecinos de una ciudad no pueden exigirse recíprocamente un canon. Si mi vecino tiene muy buen gusto y cuida su finca especialmente bien, el mayor valor de mi finca, por estar al lado de la suya no permite a mi vecino exigirme pago alguno y mucho menos a los viandantes por disfrutar de una bonita vista. Si un accionista significativo vigila lo que hacen los administradores de la sociedad en la que yo también soy accionista, el mayor valor de mis acciones consecuencia de su actividad no le da derecho a reclamarme nada. Un mundo en el que se pretendieran internalizar las externalidades positivas – dice Lemley – sería un mundo en el que los oferentes serían monopolistas que discriminarían perfectamente entre los consumidores cobrando a cada uno el máximo que estuvieran dispuesto a pagar.
Cuestión distinta es que el derecho de exclusiva en que consiste el copyright o la patente no deban considerarse como derechos subjetivos y aplicárseles las doctrinas generalmente aplicables a éstos (abuso de derecho, protección frente a la expropiación, posibilidad de cesión y de ser objeto de negocios jurídicos etc).
El planteamiento de Lemley sugiere, quizá, un tratamiento particular de ciertas infracciones de derechos de propiedad intelectual o industrial. Por ejemplo, la utilización de una obra en el marco de producción de otra obra (un cuadro que se coloca en una habitación donde transcurre la acción de una película). Si reproducimos la negociación hipotética entre el pintor y el productor de la película, puede que el resultado sería que el pintor pagase al productor a cambio de dicha utilización como sucede con la publicidad en placement mediante la presencia de la marca anunciada en el escenario de la serie o película televisiva. El productor de cine no hace el uso de la obra para el cual el autor la creó. No tiene el cuadro – ni una reproducción del mismo – colgado en su salón o en su oficina. La concepción realista de los derechos de propiedad intelectual conduce, sin embargo, a exigir que, cualquiera que obtenga un beneficio del uso de una obra, pague a su autor por tal uso porque todos los rendimientos que se deriven o puedan derivarse de la obra le pertenecen.
Por otra parte, la retórica de los derechos de propiedad intelectual como derechos reales encubre una profunda injusticia si se compara con su fundamentación en la idea de generar un incentivo al creador o inventor para producir la obra o la patente. Al conceder el derecho, se trata de que el creador o inventor cubra los costes de producción y obtenga un beneficio, de manera que prosiga con la creación. Como no todas las obras merecerían haber sido publicadas ni todas las invenciones son socialmente útiles, dejamos al mercado que premie al creador o inventor que haya acertado con lo demandado por los consumidores atribuyéndole un derecho de exclusiva.
Este sistema garantizaba una retribución razonable (o desaforada) para algunos de los creadores e inventores y ninguna para la mayoría de éstos porque los consumidores no compraban sus obras o los productos fabricados gracias a la patente y tenía unos costes sociales razonables en proporción (que impedían el acceso a la obra al grupo de gente que estaría dispuesto a pagar el precio de la reproducción de la obra sin incluir la remuneración del autor).
Las nuevas tecnologías no solo han permitido la piratería masiva. Han incrementado exponencialmente la retribución de las obras de éxito sin que, por otro lado, su coste de producción haya aumentado paralelamente en términos objetivos (no cuesta más crear una canción o producir una película ahora que hace cincuenta años). Se produce así una “redistribución” en favor de los creadores de éxito. Verdi o Haendel vivieron bien gracias a sus obras. Un cantante de éxito de los años cincuenta también. Uno de finales del siglo XX deviene multimillonario. Eso no es un problema demasiado grave (deberíamos tener muchos y grandes cantantes) salvo porque, en el caso de las invenciones especialmente, pero también de las obras, todos somos unos “copiones” y los predecesores en los que se apoyó el autor o el inventor no reciben, necesariamente, “su parte” y, viceversa, el derecho de exclusiva atribuido al primero puede impedir obras derivadas o innovaciones sucesivas si “la parte” que se queda el segundo no es suficiente para moverle a crear la obra o a patentar la invención. Por no hablar de que el aumento de valor económico de estos derechos permite a los que se benefician del mismo incrementar extraordinariamente su influencia sobre los poderes públicos para extraer más y más protección legislativa de sus intereses.
Pero el mayor problema es que buena parte de esos ingresos extra – los que no se lleva el cantante – se despilfarran en un incremento de los gastos dirigidos a obtener esa posición de éxito: los costes de producción, distribución y promoción aumentan. Es decir, podemos padecer un exceso de inversión en ese tipo de productos que permiten a sus titulares internalizar un volumen muy superior de las externalidades positivas que producen que cualquier otro bien, de modo que
La propiedad intelectual no es una respuesta a las distorsiones de asignación de los recursos resultantes de la escasez, como lo es el Derecho de Cosas. Es más bien una decisión consciente de crear escasez de un tipo de bien normalmente no escaso con el objetivo de aumentar artificialmente los beneficios económicos de la innovación... La teoría económica no ofrece ninguna justificación para adjudicar a los creadores nada más que lo necesario para recuperar sus costes fijos medios
Dice Lemley que hay que pensar el Derecho de la Propiedad Intelectual en términos de lo que en Europa continental llamamos “actividad de fomento” de los poderes públicos. No en vano, hace muchos años, eran los administrativistas los que lo estudiaban.