Las políticas económica, fiscal, de servicios públicos o de promoción de actividades privadas no pueden ser las mismas cuando buena parte de tu población es pobre y cuando la inmensa mayoría de tu población es clase media. En este segundo caso, en qué gastas el dinero público debe determinarlo la eficiencia. Por ejemplo, si se ahorra tiempo valorado en 63 $ invirtiendo en aeropuertos pero sólo tiempo valorado en 23 $ invirtiendo en autobuses de línea, hay que invertir en aeropuertos. Porque invertir en aeropuertos o en autobuses de línea no tiene efectos distributivos significativos si todos los ciudadanos utilizarán más o menos en medida semejante los aviones o los autobuses para moverse o si la decisión de utilizar más o menos el avión o el autobús es una decisión que, presumiblemente, maximiza la utilidad del que la toma. La mayor eficiencia del gasto debería traducirse en mayores ingresos para el Estado que debería redistribuir para eliminar las bolsas de pobreza restantes.
Cuando los pobres – los que ganan menos del 60 % de la renta mediana del país, esto es, cuando hay mucha desigualdad – son “muchos”, en qué inviertas debe decidirse atendiendo a los efectos sobre las posibilidades de los más pobres de ascender económica y socialmente. Reducir el tiempo que tardan los que ganan el sueldo mínimo en llegar a su trabajo debe ser prioritario aunque el valor de cada hora “ahorrada” sea inferior al de cada hora ahorrada a los que viajan en avión.
“Los votantes están más dispuestos a realizar transferencias en especie (como mejores servicios de transporte en autobús, por ejemplo) que mejoran la igualdad de oportunidades – la capacidad para llegar al trabajo – que dar dinero. Los impuestos no redistribuyen lo suficiente”.
La idea que hay que combatir es la idea de que sólo hay una tarta cuyo tamaño ha de ser maximizado.
Esa idea conduce a resultados sociales subóptimos si hay mucha desigualdad económica en una Sociedad.
La lógica esencial que subyace al uso de impuestos y transferencias, en lugar de beneficios en especie, regulación u otras políticas no tributarias, es que, si las personas racionales están dispuestas a pagar por algo (y los mercados funcionan bien), entonces pueden comprarlo ellas mismas con dinero en efectivo. Las personas pueden comprar un seguro médico o alquilar un apartamento en una zona con buena calidad ambiental si lo desean. Ayudar a los pobres a través de beneficios en especie – servicios públicos o regulación - es ineficiente porque – los beneficiarios - podrían valorar más el dinero en efectivo, ya que podrían preferir gastarlo en otras cosas. En cambio, las políticas no tributarias deben ser eficientes, y los impuestos y transferencias en efectivo deben soportar toda la carga redistributiva. Así, el análisis de costo-beneficio debería asignar más contaminación a las personas más pobres porque están dispuestas a pagar menos por la salud del medio ambiente.
El problema está, pues, en que “la disposición a pagar” no funciona bien como mecanismo de asignación de los recursos cuando hay muchos pobres porque, precisamente, la existencia de muchos pobres indica que la redistribución de la renta a través del sistema de impuestos y gasto público no está siendo efectiva ¡en hacer desaparecer la pobreza!
El autor nos cuenta, a continuación, la tesis de “la tributación óptima” como el segundo elemento de lo que llama la doctrina de “maximizar una única tarta”. La doctrina de la tributación óptima se basa en (i) un ingreso básico universal que puede adoptar la forma de un impuesto negativo (ii) los impuestos son progresivos y se grava con tipos marginales altos los ingresos por encima de la mediana y tipos marginales no extraordinariamente altos para los más ricos. En el modelo de Saez, un 37 % de tipo marginal para los pobres y (iii) hay que gravar más a los que tienen características fijas – altura, educación – que predicen un potencial de ganancias mayor:
“La teoría de la imposición óptima imagina todos los recursos combinados en una tarta y reasignados para maximizar el bienestar sobre la base de los resultados últimos… el modelo fiscal óptimo diría que, en ausencia de efectos de incentivo, todos deberían tener los mismos ingresos después de impuestos. Y, para empezar, ya que los altamente cualificados son mucho más productivos, deberían ser forzados a trabajar más duro para proporcionar más recursos para ser redistribuidos. Es decir, ya que los costes del trabajo son los mismos para todos pero los beneficios para la sociedad del trabajo son mucho más altos para los altamente cualificados, los altamente cualificados deberían trabajar mucho más. Esa es una intuición que puede ser compartida por pocos”
En la concepción popular de la justicia distributiva, dice Sheffrin, tan importante como el resultado es, sin embargo, el procedimiento seguido para alcanzar el resultado. Y esto se traduce, en materia de impuestos en que la gente considera que tiene un cierto derecho a lo que se ha ganado con su trabajo o su ahorro (rendimientos del trabajo y rendimientos del capital) y que el que no se lo ha ganado no tiene los mismos derechos. Por tanto, debe existir cierta proporcionalidad entre lo que uno paga en impuestos y los beneficios que se reciben del gobierno. Esto incluye la aceptación de un cierto nivel de redistribución a favor de los más pobres.
El autor recoge, a continuación, un experimento realizado por Weinzierl cuyos resultados se recogen en la imagen superior y según el cual, los humanos opondríamos alguna resistencia al reparto igualitario cuando éste implica redistribución de la riqueza que es de “propiedad individual”. De modo que, sea cual sea el origen de esa propiedad (hallazgo de un tesoro, trabajo duro, ahorro, buenas decisiones de inversión…), el homo sapiens que tiene aversión a la desigualdad, también la tiene a eliminar la desigualdad si ello exige expropiar a alguien de lo que es suyo.
Weinzierl da a los encuestados una hipótesis en la que dos personas tienen diferentes ingresos antes de impuestos, una más rica (con un ingreso de 60.000 dólares) y otra más pobre (con un ingreso de 30.000 dólares). Pero ambas sólo obtienen estos ingresos si se ponen de acuerdo para sufragar conjuntamente un bien público a un coste de 18.000 dólares. De esta forma, no puede haber ningún incentivo distorsionado por la existencia de impuestos ya que las partes reciben el dinero con independencia de cuál haya sido su comportamiento. Una función típica de bienestar social sugeriría igualar los ingresos de las dos personas, ya que existe una utilidad marginal decreciente de los ingresos. Es decir, la persona A debería sufragar ella sola todo el bien público y, además, transferir 6.000 dólares a la persona B, de modo que ambos terminen con 36.000 dólares. Sin embargo, una gran mayoría de los encuestados -el 75%- no llega a la plena equiparación, y muchos se quedan muy lejos. Los ingresos antes de impuestos parecen tener sentido moral y generar un sentido de la propiedad y del mérito.
Y Weinzierl añade:
Las 2.037 respuestas a las versiones de esta pregunta para las que la respuesta a "La persona A paga $_" se sitúa entre 9.000 y 24.000 dólares. La media es de 16.772 dólares con una desviación estándar de 5.267 dólares. La respuesta modal es el costo de la oferta - 18.000 dólares - la elección bajo la cual los pagos son máximos progresivos sin proporcionar una transferencia neta a la Persona B.
Como se ve, los individuos tienen un concepto de la propiedad que aparece como un prius frente a cualquier redistribución. Con independencia de cómo se haya obtenido la propiedad de un bien, nuestro cerebro ha evolucionado para construir la idea moral de la legitimidad de la propiedad como institución para reducir los conflictos sobre los bienes. De forma que las “razones por las que los particulares aceptan la desigualdad después de impuestos”, esto es, proporcionar incentivos a la gente para trabajar y “respetar” la decisión de algunos de ganar menos trabajando menos – y, por lo tanto, disfrutando de más ocio – no son las únicas que explican las preferencias individuales.
La gente acepta la desigualdad porque la gente acepta la legitimidad de la propiedad de lo fabricado, encontrado, producido o regalado, de modo que es la redistribución lo que necesita, para nuestra psicología, de una justificación. Esto explica que aceptemos la “desigualdad que se debe a la pura fortuna”. Y, naturalmente, echa por tierra la posibilidad de que la gente acepte intuitivamente que los impuestos deben fijarse para maximizar el bienestar social entendido como suma del bienestar individual de todos los ciudadanos que, en el experimento, debería conducir a la solución de hacer cargar a A con el coste del bien público y poner a su cargo, además, la transferencia de 6000 a favor de B. O, en otros términos, el homo sapiens no parece estar de acuerdo con Murphy/Nagel cuando dicen que "La idea intuitiva de que la gente merece ser recompensada por su ahorro y su trabajo se amplía para incluir la mucho más ambiciosa según la cual todos los ingresos antes de impuestos pueden ser considerados como una recompensa de esas virtudes". No es que los ingresos o el patrimonio de uno sea considerado psicológicamente como una “recompensa” a nuestro trabajo y nuestro ahorro. Es que lo nuestro es nuestro, simplemente, y se necesita de una buena razón para que deje de serlo. De ahí que sea una estrategia inteligente la de convencer a la gente para que entienda que su salario o ingresos brutos de su trabajo o capital no son suyos en su totalidad. Sólo lo son después de pagar impuestos. Como dice el autor, “la gente es aversa tanto a los impuestos redistributivos como a la desigualdad”.
Esta explicación evolutiva – basada en la propia institución de la propiedad – es, probablemente, más eficaz para explicar las concepciones populares sobre el régimen fiscal óptimo que apelar a la idea de Thaler de las “cuentas mentales” según la cual, la forma en la que se ha ganado un dinero influye en la disposición a gastarlo. Así, la creencia en que uno debe vivir de acuerdo con sus posibilidades lleva a que la gente no gaste más de lo que ingresa con su salario o con las rentas de su capital – una renta arrendaticia – pero que no se gaste lo que considera "capital” – las acciones –. Según el autor, esta misma mentalidad la aplicamos al gasto público y explicaría por qué la gente apoya que el Estado proporcione bienes y servicios en especie en lugar de limitarse a repartir dinero entre los pobres para que éstos decidan en qué gastarlo. Pero la exposición (de la p. 20 ss es confusa, no consigo ver por qué su planteamiento constituye una aplicación de la tesis de Thaler sobre las “cuentas mentales”)
Así como podría ser eficiente para los individuos responder de la misma manera a un aumento de un dólar en la tenencia de acciones que a un aumento de un dólar en el salario neto, podría ser eficiente para el gobierno redistribuir un dólar mirando a través de todas las políticas y utilizando la política que mejor maximice el bienestar agregado.
Su conclusión es, en cualquier caso, que “no habrá suficiente redistribución a través de impuestos” exclusivamente. Pero que
Más bien, la gente tiene una aversión tanto a los impuestos redistributivos como a la desigualdad. Bajo la lógica económica estándar, estos deberían ser lo mismo porque los impuestos deberían hacer el trabajo de redistribución. Pero no necesariamente los impuestos redistribuyen. Y tenemos buenas razones para pensar que los impuestos están en una cuenta mental separada de otros bienes, de tal manera que mucha gente corriente no espera que sean solamente una herramienta de redistribución… el legislador actúa como sus votantes piensan en relación con los impuestos: hay algo malo en infringir la idea de que mérito realizando transferencias de efectivo… al tiempo de que los votantes quieren ayudar a los más pobres pero los impuestos son sólo una forma de hacerlo.
Como se ve, la teoría de las “cuentas mentales” separadas es una “mala explicación” porque no constriñe suficientemente, es fácil de modificar (Deutsch). Así, parece preferible una explicación basada en la concepción psicológica de la propiedad, producto de la evolución y entender que esa psicología no ha evolucionada para comprender el funcionamiento de Sociedades de tamaño y complejidad muy superiores a las que condujeron a la formación de la psicología humana sobre la propiedad y la redistribución (Boyer).
En realidad, hay razones de eficiencia detrás de la provisión de bienes y servicios públicos en especie en todos aquellos ámbitos en los que las economías de escala o las asimetrías de información pueden hacer ineficiente su provisión por el mercado libre. Así ocurre, probablemente, con la educación y la sanidad. Con otros bienes, donde los mercados funcionan muy bien, la provisión en especie sólo está justificada cuando hay razones para creer que individuos concretos no adoptarán decisiones racionales – paternalismo –.