Decía
Bonnie Tyler que quererte es un trabajo sucio, pero alguien tiene que hacerlo. Nuestro sentimiento moral nos lleva a evitar el trabajo sucio, si podemos. En las empresas, ese trabajo sucio, indecente, inmoral, consiste, a menudo, en
infringir normas e incumplir contratos. Nuestra autojustificación consiste, también a menudo, en decirnos que si no actuamos así, acabaremos en la quiebra o expulsados del mercado por otros empresarios o personas menos escrupulosas. Las empresas constructoras, por ejemplo, pagan sobornos a los políticos y funcionarios que deciden sobre la adjudicación de las obras públicas. Y se consuelan diciendo que
todos hacen lo mismo y que son las reglas del juego. En el seno de la organización, se busca al menos averso al riesgo para que se encargue del trabajo sucio de la entrega física del dinero y de la “negociación”. En empresas normales, el jefe y los directivos procuran no enterarse de nada. Saben que hay un “encargado” de tales cosas, al que se le remunera bien, pero evitan cualquier contacto directo.
Es lo que hizo Rajoy con Bárcenas o Mas con Osacar: encargarles el trabajo sucio y prohibirles cualquier contacto formal o por escrito que dejara cualquier huella respecto a que eran sus servidores.
Si las organizaciones más corruptas triunfan en el mercado – las que dan los sobornos más elevados a los políticos, en el caso de las obras públicas – las consecuencias sociales negativas van mucho más allá: hay que temer que, para poder pagar esos sobornos, las empresas realicen obras de peor calidad. Es decir, en el largo plazo, el mercado colapsa y, en lugar de autopistas, tenemos fotos de autopistas y carteles anunciando que se construirá una autopista. Algo así como Sicilia con esteroides.
En el largo plazo también, la respuesta de la competencia y de los mercados a la aparición de agentes corruptos es todavía más eficiente: una vez que se haya extendido la corrupción en un mercado, los agentes más honrados lo abandonan y éste quedará poblado exclusivamente por agentes deshonestos.
Lo que ha ocurrido en el fútbol en España es un buen ejemplo. Hay pocos sectores donde las principales empresas estén presididas o hayan estado presididas por delincuentes en mayor medida que el fútbol. En algún momento en los últimos 25 años, los presidentes del Barcelona, del Real Madrid, del Sevilla, del Valencia, del Atlético de Madrid, por solo nombrar algunos, han sido acusados y procesados por cometer delitos. La gente honrada, naturalmente, no se presenta a presidente de un club de fútbol y tampoco adquiere el control del capital de una SAD. Ya solo quedan los jeques y los chinos. Como en Gran Bretaña – que empezaron con los oligarcas rusos –.
Me quiero referir a la regulación general, por ejemplo, a la regulación del Registro Mercantil o, sobre todo, a la regulación laboral. Hemos dicho en muchas ocasiones que es probable que sea
la burocratización de las relaciones laborales el problema más grave de nuestro sistema. Cientos de miles de pleitos, empresas especializadas para llevar el papeleo, regulaciones hiperdetalladas de lo que puede y no puede hacer el empleador,
jueces forofos que se creen que están ahí para resolver
el problema de la lucha de clases en lugar de aplicar humildemente la Ley…
Pues bien, en este entorno,
las empresas más honradas acaban por abandonar. Cuando hacen el cálculo del coste de contratar a alguien, incluyen, naturalmente, el coste de la gestión del contrato de trabajo, el coste de las cotizaciones sociales, el coste del cumplimiento de todas las normas que regulan las relaciones laborales,
los costes asociados a superar un determinado número de empleados, el coste de las eventuales bajas y, sobre todo, el coste de haberse equivocado al contratar a esa persona y el de tener que despedirla por esa razón o porque la evolución del mercado la haga redundante.
De manera que, ex ante, el empresario honrado calculará, como coste del trabajador, el coste del despido multiplicado por la probabilidad de que tenga que abonarla y por la probabilidad de que se trate de un despido procedente, por causas objetivas, improcedente o radicalmente nulo. Además, deberá calcular la probabilidad de que sea litigioso y tenga que contratar abogados y contar con la dilación consiguiente. El empresario honrado, averso al riesgo, decidirá, ceteris paribus, no contratar directamente y recurrir al mercado – a un contrato con otra empresa – para obtener la prestación que esperaba de ese trabajador. Y, en caso de que decida contratarlo, incluirá en el salario que oferte todos estos costes, de manera que tendrá que hacer, necesariamente una oferta más baja al trabajador de la que haría en el caso de no tener que correr con todos esos costes. Es más, si es averso al riesgo, se pondrá en el peor de los escenarios posibles y reducirá aún más su oferta para “cubrirse” frente a la posibilidad de tener que hacer un despido improcedente o radicalmente nulo, tener que gastar dinero en abogados, tener que pagar cotizaciones sociales más altas etc. El resultado es, pues, que el empresario honrado ofrecerá un salario bajo al trabajador.
Naturalmente, si hay competencia entre los empleadores, los empresarios deshonestos podrán ofrecer salarios más altos. La razón es sencilla de explicar: no piensan cumplir con las normas laborales y, por tanto, no necesitan incluir los costes correspondientes en su cálculo. Pueden no cumplirlas por defectos de enforcement – economía sumergida – pero también porque existe la posibilidad de declararse en concurso sin que éste afecte a su patrimonio personal.
Y, naturalmente, esta dinámica acaba por expulsar a los empresarios honrados del mercado, del mismo modo que la corrupción de los políticos expulsa a las empresas honradas de la contratación pública.
Solo las empresas muy rentables – no necesariamente muy productivas – pueden permitirse pagar salarios altos y cumplir con todas las reglas. De manera que se convierten en “demandantes” de más regulación. Porque son las únicas que pueden cumplir con ellas sin ir a la quiebra, la regulación les protege frente a los newcomers. Se crea así una elevada barrera de entrada para empresarios honrados, no para los empresarios deshonestos que, en ningún caso, cumplirán con la regulación.
La respuesta de la izquierda ante esta situación es la falacia del Nirvana: hagamos que se cumplan las normas. La respuesta sensata es: reduzcamos las barreras a la entrada de los empresarios honrados, los que quieren cumplir con la legalidad. Hagamos que sea fácil y poco costoso cumplir con la legalidad. Si hay que proteger a los trabajadores frente al riesgo de desempleo, tienen que existir prestaciones sociales por desempleo, pero ¿indemnización por despido? Hay que desburocratizar la relación laboral y eliminar a todos los canónigos que viven de él.
Hasta que no lo hagamos, los trabajadores seguirán creyendo que están recibiendo un salario inferior al merecido y que parte de ese salario se lo está ahorrando el empleador. Así las cosas, es lógico que todo el mundo crea que tiene “derecho” a una indemnización por despido. Y, cuanto más frecuente sea el “empleador deshonesto”, más justificada estará esta comprensión de la institución por la opinión pública.
¡Gracias Ralph!