miércoles, 7 de agosto de 2019

Protección frente a conductas oportunistas del deudor: cláusulas vs renegociación


Hace tiempo, la financiación de las empresas vía préstamos bancarios – aunque fuesen préstamos sindicados – y la financiación vía emisión de bonos se consideraban claramente diferentes. En los últimos años, se parecen cada vez más. Los bancos titulizan y ceden los créditos sindicados, a menudo, emitiendo títulos semejantes a bonos.

Hay una diferencia que permanece: los bancos pueden vigilar al deudor y obligarle – mediante las cláusulas correspondientes en el contrato de préstamo – a renegociar los términos del préstamo cuando se eleva el riesgo de que el deudor no pague. Para ello, se fijan en el contrato unos umbrales muy exigentes para que el banco pueda dar por vencido anticipadamente el préstamo (por ejemplo, se establece que el banco podrá dar por vencido el total del préstamo si el patrimonio neto de la compañía deudora se reduce respecto del actual en más de un 10 %). En realidad, los bancos casi nunca declaran el vencimiento anticipado en estos casos. Lo que hacen es renegociar y, con ello, asegurarse de que el deudor no hará prevalecer los intereses de los accionistas sobre el de los prestamistas en la gestión de la empresa y en la distribución de los flujos de caja que obtenga en la explotación de su objeto social. Es decir, los bancos pueden vigilar al deudor y reaccionar rápidamente imponiendo una renegociación. Los bonistas que han suscrito un título de deuda emitido en masa no están en condiciones ni tienen los incentivos para vigilar al deudor o para renegociar los términos del préstamo cuando la situación económica del deudor empeoran. Sufren una asimetría informativa brutal y tienen costes de acción colectiva elevados porque han de ponerse de acuerdo – se requiere unanimidad o mayorías muy cualificadas – para aprobar cualquier modificación de los términos del empréstito.

De modo que los bonistas tienen incentivos para invertir más en afinar los términos de la emisión y restringir en mayor medida y con mayor precisión lo que puede hacer el deudor prohibiéndole cualquier medida que favorezca a los accionistas en perjuicio de los acreedores. No así los bancos que saben que siempre podrán renegociar si las cosas empiezan a ir peor. Y, del mismo modo, un cambio en las normas aplicables a estos préstamos ha de afectar más a los bonistas que a los bancos.

El autor analiza cómo afectaron a los términos utilizados en las emisiones de bonos dos cambios en la jurisprudencia de Delaware sobre los derechos de los bonistas: “los dos casos, resueltos con una diferencia de pocas semanas entre sí, limitaban la capacidad de los bonistas para emprender acciones indemnizatorias contra los administradores de la sociedad deudora basadas en que éstos habían adoptado decisiones perjudiciales para los acreedores”.

En uno de los casos, Trenwick America Litigation Trust v. Ernst Young,L.L.P. los demandantes alegaban que los administradores habían agravado la insolvencia de la compañía deudora con sus decisiones (semejante a nuestro art. 165 LC. El tribunal inadmitió la demanda sobre esa causa de pedir. Esta decisión resultó una sorpresa para los mercados y, de hecho, parece que se quedará como una doctrina errónea y abandonada a la vista de pronunciamientos posteriores de otros tribunales. Al parecer, Strine no entendió que la business judgment rule no puede ser una defensa eficaz de los administradores cuando el demandante es un acreedor. Frente a las demandas interpuestas por acreedores, lo que hay que aplicar es el Derecho de Daños (tort law) y comprobar si la conducta de los administradores (aunque estuviera amparada ¡frente a una reclamación indemnizatoria por parte de los accionistas! por la business judgment rule) causó un daño – el agravamiento de la insolvencia que redujo la probabilidad de cobraran sus créditos – que los acreedores no tenían por qué soportar y que era imputable a la conducta de los administradores que, al actuar así, infringieron un deber que la ley les impone para proteger los intereses de los acreedores.

La segunda decisión es más interesante (North American Educational Programming Foundation, Inc. v. Gheewalla). En ella, el Tribunal dijo que, contra una tendencia que se expandía con fuerza, los administradores sociales no tienen deberes fiduciarios frente a los acreedores cuando la sociedad está próxima a la insolvencia. Debo decir que esta es una doctrina muy sensata y la he defendido aquí. Y Francisco Garcimartín aquí. El Tribunal dijo que la única posibilidad disponible para los acreedores sociales cuando la sociedad deudora está próxima a la insolvencia es ejercitar la acción social de responsabilidad (en España sería la prevista en el art. 240 LSC. En todo caso, parece que la nueva doctrina de Delaware no ha sido seguida por otros Estados norteamericanos porque muchos de ellos tienen en sus leyes de sociedades una norma sobre el “interés social” que permite a los administradores tener en cuenta, al tomar decisiones de negocio, no sólo el interés de los accionistas sino también el de otros interesados tales como los acreedores.

Estos dos casos, conjuntamente, mandaban el siguiente mensaje: “Delaware courts will do very little for you beyond enforcing your agreements” (los jueces del common law rara vez hacen más que eso). Pues bien, lo que el autor averigua es que los términos y condiciones de las emisiones de bonos de sociedades domiciliadas en Delaware se endurecieron como respuesta a estos cambios jurisprudenciales pero no ocurrió lo mismo con los préstamos bancarios lo que podría explicarse por las razones explicadas más arriba. El efecto “es sustancialmente mayor para las empresas menos estables financieramente que se verán más probablemente afectadas por la nueva jurisprudencia”. Las restricciones que se endurecieron en las emisiones de bonos fueron las relativas al reparto de dividendos y a la emisión de deuda preferente respecto de la que era objeto de la emisión. Es decir, los bonistas se protegieron limitando la libertad de actuación de los administradores para adoptar las decisiones que, típicamente, aumentan el riesgo de impago de la deuda porque favorecen a otros grupos, bien los accionistas (dividendos), bien otros acreedores (los que adquieren la deuda senior).

Adam B. Badawi, Debt Contract Terms and Creditor Control, 2017

Se puede convocar junta por correo electrónico si así se recoge en los estatutos y no es necesario que haya “confirmación de lectura”



Es alucinante que estemos discutiendo estas cosas en 2019. Y lo sería igualmente en 1357 o 1492. ¿No hemos quedado, desde las Partidas, en que en Derecho español rige el principio espiritualista? Si las declaraciones de voluntad son válidas y surten efecto con independencia de la forma ¿cómo no va a ser válida cualquier forma de comunicación entre los socios y la sociedad que los propios socios decidan incluir en los estatutos? ¿Qué justificación hay para que el legislador se meta a exigir requisitos de forma a las comunicaciones entre los órganos de una sociedad y los socios? Y, en fin, ¿qué control de legalidad es este que permite a un funcionario de la Administración pública denegar la inscripción en un registro público de una cláusula de un contrato que no tiene ningún viso de ser contraria a una norma imperativa cuyo contenido valorativo hubiera que considerar de orden público?
Se discute en la RDGRN de 19 de julio de 2019 si es válida la cláusula estatutaria sobre convocatoria de la junta en virtud de la cual ésta podrá comunicarse a los socios
«(…) por medio de cualquier procedimiento de comunicación, individual y escrita, incluyendo medios electrónicos, realizada tanto por el servicio postal universal como por un operador distinto, que asegure la recepción del anuncio por todos los socios en el domicilio designado al efecto o que conste en la documentación de la sociedad (considerándose como tal el que figure en el Libro Registro de Socios, y a falta de él, el domicilio que conste en el documento o título de adquisición de la condición de socio) o en la dirección de correo electrónico facilitada por cada socio y que conste asimismo en el Libro Registro de Socios (con confirmación de lectura teniendo en cuenta que la negativa de confirmación a la petición de lectura del envío del correo de convocatoria producirá los efectos de la misma siempre que no hubiera sido devuelto por el sistema)…».
La registradora había dicho que eso de presumir la lectura del correo por parte del socio “sin confirmación de lectura”, no podía ser. La DGRN interpreta el art. 173 LSC que permite cualquier procedimiento que asegure la recepción (no la lectura del mensaje) y se apoya en la STS 3-IV-2011 según la cual,
acreditada la remisión y recepción de la comunicación postal, incumbiría al socio la prueba de la falta de convocatoria (Sentencia de 3 de abril de 2011), por lo que no cabe exigencia adicional sobre la acreditación fehaciente del contenido de ésta.
Sobre esto v., la SAP Madrid de 5 de abril de 2019. La DGRN continúa señalando que el empleo del correo electrónico
implica un comportamiento activo consistente en poner en conocimiento de la sociedad una dirección electrónica en la que se efectuarán las preceptivas convocatorias» (cfr., en el mismo sentido, la Resolución de 4 de junio de 2011). De la interpretación teleológica y sistemática del artículo 173 de la Ley de Sociedades de Capital (cfr. artículo 11 quater de la misma ley)… resulta la admisibilidad de la cláusula estatutaria debatida. 
Indudablemente, el sistema previsto permite asegurar razonablemente la recepción del anuncio por el socio. Respecto de la prueba de esa recepción, que en el estado actual de los envíos telemáticos puede fácilmente obtenerse (por ejemplo, mediante los sistemas de la denominada «confirmación de entrega», etc.), la concreta disposición estatutaria objeto de la calificación impugnada incluye la confirmación de lectura. Y esta conclusión no puede quedar empañada por el hecho de que se disponga adicionalmente «que la negativa de confirmación a la petición de lectura del envío del correo de convocatoria producirá los efectos de la misma siempre que no hubiera sido devuelto por el sistema», pues interpretada esta disposición en el sentido más adecuado para que produzca efecto (artículo 1284 del Código Civil) únicamente puede entenderse como una vía para que, acreditada en la forma pactada la remisión y recepción de la comunicación telemática, prevalezca tal procedimiento sobre la actitud obstruccionista del socio que se niegue a dicha confirmación de lectura, de suerte que en tal caso incumbirá a dicho socio la prueba de la eventual falta de convocatoria.

lunes, 5 de agosto de 2019

Si la entidad de crédito se ha adherido al Código de Buenas Prácticas, puede ser demandada si no cumple las obligaciones asumidas en el mismo (atender a la solicitud de reestructuración)

El Cid Rosa Bonheur

Por Marta Soto-Yarritu


Es la Sentencia del Tribunal Supremo de 9 de julio de 2019

Dos particulares contrataron con Caixa Galicia (Abanca) un préstamo hipotecario para la compra de su vivienda habitual. Dejaron de pagar las cuotas y el banco resolvió el contrato instando la ejecución hipotecaria. Unos meses más tarde, y antes de que comenzara la subasta, los particulares presentaron al banco una propuesta de reestructuración de la deuda al amparo del Código de Buenas Prácticas. El banco denegó la propuesta porque no se cumplían los siguientes requisitos: el pago previo de las cuotas vencidas e impagadas por los deudores y la cancelación de las cargas posteriores.

Los particulares presentaron una demanda contra el banco en la que, tras aducir que se encontraban en situación de exclusión, pedían que el banco fuera condenado a aceptar la reestructuración del préstamo hipotecario. El banco se opuso por los mismos motivos por los que había denegado la propuesta de reestructuración. Durante la tramitación del procedimiento, el banco ejecutó la hipoteca y alegó la concurrencia de circunstancias sobrevenidas que determinaban la carencia del objeto litigioso (porque los particulares habían dejado de ser titulares de la vivienda objeto de la ejecución hipotecaria).

El juzgado de primera instancia desestima la demanda de los particulares precisamente porque se había ejecutado la hipoteca. La AP confirma la decisión del juzgado.

El TS casa la sentencia de instancia. Dice que la adhesión voluntaria de la entidad de crédito al Código de Buenas Prácticas conlleva su sujeción a este sistema previsto en el Anexo del RDL 6/2012, de 9 de marzo, de medidas urgentes de protección de deudores hipotecarios sin recursos. Con ello surge un derecho para los prestatarios a instar de la entidad de crédito las medidas previstas en el anexo, en concreto, la reestructuración previa a la ejecución hipotecaria y, en su caso, las complementarias (quita) o sustitutivas a la ejecución (dación en pago), en los términos previstos en la norma.

Dice el TS que los demandantes presentaron a tiempo la solicitud de reestructuración de su deuda hipotecaria y su contenido se adecuaba a la previsión legal. El banco incumplió el deber legal de atender a estas solicitud y la rechazó por dos motivos que no justifican por sí mismos tal rechazo (el TS considera que el previo pago no constituye en la ley un presupuesto para la concesión de la reestructuración cuyo incumplimiento justifique el rechazo de la solicitud y que el plan de reestructuración no alteraba el rango registral de la hipoteca). Como la solicitud se hizo a tiempo, el banco debía haberla atendido. Es cierto que la letra c) del apartado 1 del Código de Buenas Prácticas concede al banco la posibilidad de advertir el carácter inviable del plan conforme al criterio previsto en el apartado 2, pero en este caso no consta se hubiera hecho valer. Y sentencia:
Sin perjuicio del control del cumplimiento del Código de Buenas Prácticas previsto en el art. 6 del RDL 6/2012, de 9 de marzo , y de las reclamaciones que pudieran presentarse ante el Banco de España, la adhesión por parte de las entidades de crédito a dicho Código comporta además que el cumplimiento de algunas de las obligaciones asumidas pueda ser reclamado judicialmente por los prestatarios, siempre que se cumplan los requisitos previstos en la Ley.

Es por ello que si el banco desatiende una solicitud de reestructuración de deuda por causas ajenas a las que legalmente podrían justificarlo, puede ser demandado judicialmente por el prestatario para que sea condenado a conceder esta reestructuración.

Ejercitada esta acción judicial a tiempo (antes de que se hubiera consumado la ejecución de la garantía y los prestatarios hubieran perdido la vivienda hipotecada), su prosperabilidad no puede quedar supeditada a que el banco no consume la realización de la garantía. La posterior ejecución hipotecaria no impide que el procedimiento judicial continúe adelante, sin perjuicio de que, en caso de estimación de la demanda, ante la imposibilidad de dar cumplimiento in natura a la condena de hacer (otorgar la reestructuración de la deuda reclamada), haya que optar por el cumplimiento por equivalencia (la indemnización de los daños y perjuicios sufridos).

En consecuencia, procede estimar el recurso de casación y asumir la instancia, para estimar el recurso de apelación, por las razones mismas razones, y estimar la demanda”.

El TS niega la aplicación de la regla “rebus sic stantibus” por los cambios regulatorios que tuvieron lugar en el sector de las energías renovables


Campo Baeza

Por Marta Soto-Yarritu


Es la Sentencia del Tribunal Supremo de 18 de julio de 2019, ECLI: ES:TS:2019:255

En el marco de una financiación sindicada otorgada por varias entidades bancarias a Cel Celis, determinadas sociedades (socias directas o indirectas de Cel Celis) otorgaron una fianza como contragarantía del aval concedido por las entidades bancarias en garantía de un anticipo de una subvención concedida por la Administración a Cel Celis. Cel Celis, que fue posteriormente declarada en concurso, se dedicaba al desarrollo de proyectos de construcción de fábricas de células solares.

Ante la ejecución de las fianzas por las entidades bancarias, las sociedades fiadoras interpusieron una demanda solicitando que se dejaran sin efecto o se modificaran sus obligaciones bajo las fianzas, sobre la base del principio “rebus sic stantibus”, alegando que el proyecto de Cel Celis se realizó confiando en el régimen jurídico aplicable a la energía solar y a los apoyos públicos a este tipo de proyectos y que eso fue lo que motivó que otorgaran las fianzas, las cuales no habrían otorgado si hubieran conocido las posteriores modificaciones legislativas por las que se suspendieron o suprimieron distintos incentivos a este tipo de energía.

El TS confirma el criterio del Juzgado de Primera Instancia y de la AP de Madrid y considera que la regla “rebus sic stantibus” no es de aplicación en este caso. El TS concluye que
“la incidencia de la modificación legislativa que habría determinado la insolvencia del deudor principal es un riesgo que debe recaer en los fiadores […] En el conflicto entre las demandadas que financiaron la actividad y el deudor principal y sus fiadores, todo el riesgo regulatorio es ajeno al acreedor que se limita a financiar y no debe soportar los riesgos de la actividad del deudor principal ni sufrir el daño de su insolvencia.”

Los consumidores pueden afianzar aún con renuncia a los beneficios de orden, excusión y división



Arthur Dove, Morning sun

Por Marta Soto-Yarritu


Es la Sentencia del Tribunal Supremo de 1 de julio de 2019

Un particular otorgó fianza en garantía de un préstamo hipotecario, renunciando a los beneficios de orden, excusión y división. Posteriormente, el fiador inició un procedimiento judicial solicitando la nulidad de la cláusula de fianza alegando vicio en el consentimiento por error esencial. La AP de Álava, considerando que el fiador tenía la condición de consumidor, estimó la nulidad de la fianza, argumentando que incurrió en una incorrecta representación de la esencia o sustancia de la fianza que se constituyó.

No obstante, el TS estima el recurso del acreedor hipotecario y considera que el error, en todo caso, resulta inexcusable y la fianza no debe ser declarada nula, ya que las cláusulas en cuestión resultaban claras y comprensibles y, además, suelen ser habituales en las garantías personales que suelen exigirse para la concesión de los préstamos





El Tribunal Supremo recuerda que la prohibición de compensación no afecta a los créditos contra la masa


Por Marta Soto-Yarritu


Es la Sentencia del Tribunal Supremo de 17 de julio de 2019,

La sociedad Construcciones Aragón y un particular firmaron un contrato de permuta por el cual el segundo transmitió a Construcciones Aragón determinados solares a cambio de una suma de dinero y de la posterior entrega de unas viviendas de la promoción que iba a desarrollar Construcciones Aragón.

Construcciones Aragón fue posteriormente declarada en concurso y, a solicitud de la concursada, se estimó por el Juzgado la resolución del contrato de permuta y la restitución de prestaciones (en virtud de la cual el particular fue condenado a pagar a la masa del concurso el importe inicialmente pagado por Construcciones Aragón a la firma del contrato de permuta). Ante el recurso del particular, la AP de Burgos condenó a la concursada al pago de una indemnización al particular por los daños y perjuicios sufridos por la depreciación del inmueble, calificándolo como crédito contra la masa pero desestimando la pretensión del particular de que se acordara la compensación de dicha indemnización con el importe que el particular debía restituir a la concursada.

El particular recurrió y el TS le da la razón y estima la pretensión de que ambos créditos (el derivado de la obligación de restitución del precio a la concursada y el derivado de la indemnización de daños y perjuicios al particular) sean compensados. El TS recuerda que
“los créditos contra la masa no forman parte de la masa pasiva (art. 49 de la Ley Concursal) y por ello no les alcanzan los efectos que respecto de los créditos concursales genera la declaración de concurso, entre los que se encuentra la prohibición de compensación del art. 58 de la Ley Concursal”.
Por otro lado, el TS establece que
“el hecho de que el apartado 4 del art. 84 de la Ley Concursalatribuya al juez del concurso la competencia para conocer de las acciones de reclamación del pago de los créditos contra la masa, mediante el incidente concursal, no significa que en todo caso para su satisfacción haya que instar un incidente concursal ante el juez del concurso. El propio apartado 3 del art. 84 de la Ley Concursal prevé que el pago de estos créditos se haga a sus respectivos vencimientos.”

Si hay fraude, al juzgado


Escalera de los libreros, Rouen

La registradora deniega la inscripción de la escritura de declaración de unipersonalidad y elevación a público de acuerdos sociales porque, a su juicio, resulta acreditado que don A. C. V. no puede ser el socio único de la entidad y por lo tanto no puede adoptar acuerdos en tal cualidad, al no poseer la totalidad de las participaciones sociales, ya que en la escritura de compraventa de participaciones sociales otorgada el día 11 de agosto de 2017, en la cual dicha persona compraba determinadas participaciones, estaba sujeta a condición suspensiva y por incumplimiento de tal condición fue resuelta en escritura otorgada el día 8 de febrero de 2018 en la que comparecieron don A. C. V. y su padre, don A. C. T. y se declaró resuelta la compraventa sin que se cumpliese dicha condición de tal forma que las participaciones sociales volvieron a la propiedad de don A. C. T. El recurrente alega, en síntesis, que respecto de la citada la escritura de compraventa de participaciones sociales otorgada el día 11 de agosto de 2017, se ha cometido un presunto fraude dado que existe una copia de dicha escritura en la que no figura condición suspensiva alguna y en otra copia consta una diligencia de fecha 17 de agosto de 2017 por la que se hace constar que por error se omitió la citada condición suspensiva. Y, respecto de la escritura de fecha 8 de febrero de 2018 de resolución de la citada compraventa de participaciones por incumplimiento de la condición suspensiva, alega que se trata de una condición nula por las razones que aduce…

A la vista de los artículos 18.2 del Código de Comercio y 6 y 10 del Reglamento del Registro Mercantil, la regla general es que, en su función calificadora, los registradores mercantiles han de tener en cuenta el juego del principio de prioridad, lo que les obliga a tomar en consideración, junto con el título que es objeto de la misma, los asientos del Registro existentes al tiempo de su presentación, y, en consecuencia, en cuanto tengan asiento de presentación vigente en tal momento, los documentos presentados con anterioridad, no los que accedan al Registro después. No obstante, en numerosas ocasiones este Centro Directivo ha puesto de relieve que aun cuando el artículo 10 del Reglamento del Registro Mercantil haga una formulación de tal principio, formulación que no aparece a nivel legal, su aplicación ha de ser objeto de una interpretación restrictiva, atendida la naturaleza y función del Registro Mercantil y el alcance de la calificación donde los principios de legalidad y de legitimación tienen su fuente en la Ley (artículo 20 del Código de Comercio).

Con base en esta circunstancia es también doctrina asentada de este Centro Directivo que el registrador Mercantil deberá tener en cuenta en su calificación no sólo los documentos inicialmente presentados, sino también los auténticos y relacionados con éstos, aunque fuese presentados después, con el objeto de que, al examinarse en calificación conjunta todos los documentos pendientes de despacho relativos a un mismo sujeto inscribible, pueda lograrse un mayor acierto en la calificación, así como evitar inscripciones inútiles e ineficaces (vid., entre otras, Resoluciones de 5 de junio de 2012, 31 de enero y 2 de agosto de 2014, 24 de julio de 2015 y 16 de marzo de 2016).

Por todo ello, en el presente caso debe considerarse fundada la decisión de la registradora de denegar la inscripción del primero de los documentos presentados en tanto en cuanto el carácter unipersonal de la sociedad queda contradicho por las escrituras presentadas posteriormente, que son documentos públicos con los efectos atribuidos a los mismos en los artículos 1216, 1217 y 1218 del Código Civil y 17 bis, apartado 2.b), de la Ley del Notariado. Según este último precepto, «gozan de fe pública y su contenido se presume veraz e íntegro de acuerdo con lo dispuesto en esta u otras leyes». Y, conforme al artículo 143 del Reglamento Notarial, «los efectos que el ordenamiento jurídico atribuye a la fe pública notarial sólo podrán ser negados o desvirtuados por los Jueces y Tribunales y por las administraciones y funcionarios

Por ello, las alegaciones del recurrente sobre la existencia de un presunto fraude (por las que pretende que deje de tenerse en cuenta una escritura que aparece otorgada por él mismo reconociendo la existencia de la referida condición suspensiva) no pueden ser valoradas por la registradora sino por los tribunales competentes.

Desembolso de dividendos pasivos mediante aportaciones no dinerarias: hace falta informe de experto


Anna y Elena Balbusso
Mediante la escritura objeto de la calificación impugnada se formaliza las decisiones del socio único de la sociedad «Vado Maese, S.A.» sobre desembolso de dividendos pasivos y aumento del capital social de la misma. El registrador suspende la inscripción solicitada porque, a su juicio, puesto que el desembolso de dividendos pasivos del capital aumentado se realiza mediante aportaciones no dinerarias, debe acompañarse el informe elaborado por el experto independiente a que se refiere el artículo 67 de la Ley de Sociedades de Capital, por no darse ninguno de los supuestos de excepción recogidos en el artículo 69, sin que sea suficiente el informe sustitutivo de los administradores sobre las aportaciones no dinerarias referido en el artículo 70 de la misma ley. El recurrente alega que, atendiendo al interés protegido y a la finalidad del artículo 67 de la Ley de Sociedades de Capital, puede prescindirse del informe de experto y sustituirlo por el informe de los administradores, puesto que aquél es tuitivo respecto de los intereses de los accionistas y en este caso se ha decidido por el socio único. 2. En aras del principio de realidad del capital social el legislador establece determinadas cautelas, como la imposibilidad de emitir acciones que no respondan a una efectiva aportación patrimonial a la sociedad (artículo 59 de la Ley de Sociedades de Capital) y la exigencia de acreditación suficiente y objetivamente contrastada de la realidad de esa aportación, como requisito previo a la inscripción (cfr., entre otros, los artículos 62 y 63 de la Ley de Sociedades de Capital). Esta exigencia, en la hipótesis de ampliación del capital con cargo a aportaciones no dinerarias, se traduce en la necesidad –con las excepciones establecidas– de un informe elaborado por experto independiente con descripción y valoración de tales aportaciones (artículos 67 y 69 de la Ley de Sociedades de Capital). La exigencia de valoración por experto independiente de las aportaciones no dinerarias tiene la finalidad de asegurar la correcta composición cuantitativa del capital social, al evitar que sirvan de cobertura a éste prestaciones ficticias o valoradas con exceso. Constituye así un requisito exigido en interés no sólo de los socios sino, especialmente, de los acreedores sociales, por lo que no puede prescindirse del mismo por el hecho de que el aumento de cuyo contravalor se trata haya sido decidido por el único socio de una sociedad unipersonal.

miércoles, 31 de julio de 2019

Se amplía el círculo de los legitimados para reclamar la indemnización de daños derivados de un cártel: entidades públicas que subvencionan la adquisición de los productos cartelizados




El caso es el siguiente: una entidad pública austriaca había otorgado préstamos subvencionados – esto es, a un tipo de interés por debajo del de mercado – para la construcción de viviendas sociales. En esos inmuebles se habían instalado ascensores cuyo precio estaba inflado como consecuencia de la existencia de un cártel entre los fabricantes de ascensores. La entidad pública austriaca presenta una demanda de indemnización de daños y describe y cuantifica éstos como los derivados de haber entregado como capital del préstamo una cantidad mayor de la que habría entregado si el precio de los ascensores hubiera sido más bajo, lo que habría ocurrido de no haber existido el cártel y, dado que los intereses que cargaba la entidad pública al promotor de las viviendas eran inferiores a los de mercado, la entidad pública había sufrido un daño en forma de la diferencia entre los intereses percibidos del promotor de las viviendas y el interés – superior – que podría haber percibido si hubiera invertido esos fondos adicionales en deuda pública.

Antes de resumir el contenido de las conclusiones, expondré muy brevemente que (gracias Fernando Pantaleón, Francisco Garcimartín y Pedro del Olmo) las Conclusiones de la Abogado General parecen acertadas tanto en cuanto se reconoce legitimación activa a una entidad pública que ejecuta un programa de préstamos subvencionados en sus intereses para la construcción de vivienda social para reclamar la indemnización de los daños sufridos por la entidad pública como en la cuantificación de esos daños.

Respecto de lo primero, – y como me sugiere Pantaleón – la cuestión puede resolverse apelando a la analogía con la legitimación activa que se reconoce a la Seguridad Social para reclamar a los causantes de accidentes el reembolso de los gastos de asistencia sanitaria a las víctimas. Del mismo modo, si una entidad pública subvenciona un préstamo cuya cuantía se determina como una proporción del coste de construcción de un edificio (el importe del préstamo es, por ejemplo, el 50 % del coste de construcción) y el promotor, como consecuencia de la existencia de un cártel entre algunos de sus proveedores, ve elevado el coste de construcción del edificio, la entidad pública estaría otorgando una subvención al promotor mayor de lo que habría sido en caso de no existir el cártel. Esto significa que su situación es exactamente igual que la del sujeto que compra un producto cartelizado: paga un precio superior al del mercado.

El carácter de entidad pública del prestamista y el carácter de “subvención” (o ayuda pública) son muy relevantes. Para comprobarlo, imaginemos que
  • Toñi decide hacer un regalo a Susana – su sobrina – consistente en la mitad del precio de su vestido de boda.
  • Susana encarga el vestido a Felicia que forma parte de un cártel de vestidos de novia.
  • Felicia carga a Susana un 20 % de sobreprecio, de modo que el vestido cuesta 5000 euros en lugar de 4000 que sería su precio de mercado.
  • Toñi se entera y demanda a Felicia, pidiéndole que le restituya 500 euros (o sea, el 50 % de 1000 que es el sobreprecio).
En un caso así, tendríamos muchas objeciones a la reclamación de Toñi. Felicia podría decirle que se dirija a su sobrina y que es su sobrina la que le compró el vestido y es ella la única que puede reclamarle. Felicia podría incluso decirle que ha negociado con Susana y le ha compensado por el sobreprecio añadiendo unos brillantes al vestido que compensan de sobra los 1000 euros de sobreprecio o que le ha dado un vale por esa cantidad que Susana ha gastado en comprarse los zapatos de novia o cualquier otro arreglo.

La diferencia clave entre los dos casos es que la entidad pública austriaca no donó nada al promotor de las viviendas sociales. Ejecutó un programa de subvenciones públicas a la construcción de viviendas sociales. Por tanto, no estaba en el ámbito de disposición del promotor que recibe la subvención transigir de cualquier manera con el fabricante de ascensores como sí que estaban en el ámbito de disposición de Susana hacerlo con Felicia.

Imagínese que el promotor de las viviendas financiadas con el préstamo subvencionado hubiera llegado a un acuerdo transaccional con Otis – el fabricante en el caso austríaco – para regalarle un ascensor en otra promoción a cambio de que no le reclamase nada respecto del sobreprecio cargado en los ascensores de la promoción que había sido objeto de financiación pública. Es evidente que tal transacción no podría perjudicar a la entidad pública y que ésta debería poder reclamar la devolución del “exceso” de financiación subvencionada otorgada correspondiente al sobreprecio.

Los términos en los que se plantea el caso objeto de las Conclusiones dificulta la comprensión del problema jurídico subyacente porque se trata de una subvención pública de los intereses del préstamo. Pero los hechos se entienden mejor si imaginamos que es una subvención parcial del precio de un producto.

P. ej., para fomentar la adquisición de ordenadores en las escuelas, la Administración Pública subvenciona la mitad del precio de adquisición. En tal caso, si el proveedor de los ordenadores estuviera cartelizado, sería bastante fácil concluir que la Administración podría reclamar al proveedor la mitad del sobreprecio y que la escuela compradora no podría disponer de tal “crédito” mediante una transacción con el proveedor.

Dicho en otros términos:

Si una entidad pública subvenciona en todo o en parte la adquisición de un producto cartelizado,
  • está legitimada para reclamar a los cartelistas la restitución de la proporción del sobreprecio que haya sido sufragada con la subvención pública.
  • Este es un daño que sufre directamente la entidad pública y que está conectado causalmente con la conducta de los cartelistas.
  • El daño es previsible para los cartelistas porque se produciría igual si el comprador hubiera sufragado el sobreprecio completamente con cargo a sus propios fondos.
En fin, el cálculo de la cuantía del daño sufrido por la entidad pública se realiza por referencia a la diferencia entre el tipo de interés subvencionado y el tipo de interés de la deuda pública austriaca porque éste último es, efectivamente, tanto el coste de refinanciación de la entidad pública como el que habría podido recibir como ingreso si el exceso de fondos destinados a esas subvenciones hubiera permanecido disponible para la entidad pública.

Resumen


Las conclusiones de la Abogado General Kokkot en el asunto  C‑435/18 Otis Gesellschaft m.b.H. e. a. contre Land Oberösterreich e. a.    (v., aquí un elogioso resumen con comentarios) pueden resumirse diciendo que reiteran lo que dijo el Abogado General y el TJUE en el asunto Skanska y añaden que la determinación de si se dan o no los elementos del supuesto de hecho de la responsabilidad indemnizatoria de los cartelistas por los daños causados por el cártel es una cuestión de Derecho Europeo, no de derecho nacional, porque se trata de una cuestión “normativa”, (mejor, de derecho sustantivo), no una cuestión de derecho procesal que quedaría reservado al derecho nacional controlado por los principios de equivalencia y efectividad.

Supongamos que se trata de aplicar el art. 1902 CC y de comprobar si se dan todos los elementos del supuesto de hecho de esa norma para afirmar la responsabilidad indemnizatoria del demandado. Pues bien, lo que dice Kokkot es que esa es una cuestión de Derecho europeo porque los elementos del supuesto de hecho de la responsabilidad indemnizatoria por daños generados por una infracción de los artículos 101 y 102 del Tratado ha de decidirse uniformemente en toda Europa. De esta manera, como se ha recordado con ocasión de la sentencia Skanska, el TJUE procede armonizar el Derecho de Daños en Europa, armonización que se ha producido legislativamente con la promulgación de la Directiva correspondiente.

En concreto, las Conclusiones se ocupan del “nexo de causalidad”, es decir si hay relación de causalidad entre la conducta colusoria de los fabricantes de ascensores y los daños sufridos por la entidad pública austriaca. Pues bien, Kokkot dice que no se trata de una cuestión de hecho (¿causó el cártel los daños sufridos por la entidad pública prestamista?) sino de una cuestión normativa: ¿son indemnizables los daños sufridos por un prestamista en esas circunstancias?). En realidad, lo que se discute no es la relación de causalidad sino, diríamos, la imputación objetiva de esos daños a la conducta de los cartelistas porque, ante los tribunales austriacos lo que se discutió era si ese daño concreto era imputable a los cartelistas o no había una conexión suficientemente estrecha entre daños y conducta o si el fin de protección de la norma del art. 101 TFUE no incluye daños como el que sufrió el prestamista público austriaco. Como se ve, todo cuestiones de derecho sustantivo, no de derecho procesal. ¿Qué cuestiones serían de derecho procesal? Kokkot da algunos ejemplos: la prueba de que efectivamente la entidad pública prestó esas cantidades; que éstas se destinaron a pagar los ascensores; la forma de probar el sobreprecio cargado por los fabricantes; que el tipo de interés del préstamo estaba por debajo del de mercado…

¿Son los daños sufridos por la entidad pública prestamista imputables objetivamente a los fabricantes de ascensores cartelizados?
… el derecho de los miembros del cártel a la seguridad jurídica y la necesidad de limitar la responsabilidad indefinida se tienen en cuenta por el hecho de que los miembros del cártel sólo son responsables de los daños que tienen un vínculo causal suficientemente directo con su comportamiento anticompetitivo y que, por lo tanto, eran previsibles para ellos.
Obsérvese que esta es una afirmación central en la construcción de un Derecho de Daños europeo. Se ha de responder de los daños “previsibles” y que tengan una relación causal “suficientemente directa” (sea lo que sea que signifique suficientemente directa) con la conducta antijurídica.
Por lo tanto, la cuestión decisiva en el presente caso es más bien si existe una relación de causalidad suficientemente directa entre el cártel en el sector de los ascensores y el daño por el que el Estado federado austriaco solicita una indemnización
Y Kokkot considera que hay una relación causal “suficientemente directa” porque los fondos adelantados por la entidad pública austriaca eran una subvención (en cuanto a los intereses) para comprar los ascensores cartelizados, de manera que la entidad pública ha dejado de obtener unos intereses que habría obtenido si el precio de los ascensores hubiera sido menor porque podría haber destinado las cantidades correspondientes al sobreprecio a otras inversiones más lucrativas.

Además, las Conclusiones reconocen a las entidades públicas el derecho a reclamar la indemnización de daños (como también ocurría en Skanska) descartando que el hecho de que la entidad pública no sea un competidor ni un cliente le impida hacerlo sobre el pretendido fin de protección del art. 101 TFUE que sería la protección de la competencia. Es evidente que tal no es el fin de la indemnización de daños. Al revés. Para que el art. 101 TFUE logre plenamente su objetivo y disuada eficazmente a las empresas de participar en acuerdos colusorios, la obligación de indemnizar debe cubrir todos los daños causados y no sólo los sufridos por clientes o consumidores privados.

La discusión de este punto en las Conclusiones se centra en la comparación con el caso de si la demanda la interpusiera un accionista de una sociedad cliente, por ejemplo. Kokkot dice, con razón, que los casos no son comparables. Si una sociedad anónima compra una partida de ascensores con sobreprecio, sus accionistas no están legitimados activamente para demandar a los cartelistas puesto que la que ha sufrido el daño es la sociedad anónima de la que el demandante es accionista. Él sólo ha sufrido un daño indirecto en forma de reducción del valor de su participación. La seguridad jurídica exige que sea la sociedad la que demande, sobre todo porque, como sabemos por el análisis del Derecho de Sociedades, la sociedad puede tener muy buenas razones para no demandar a los cartelistas, de manera que la acción del accionista individual interferiría con el interés social. Lo que ha de hacer el accionista en un caso semejante es impugnar el acuerdo social por el que la sociedad – cliente decide no demandar a los cartelistas.

Se aborda, a continuación, la cuestión de si la entidad pública prestamista había sufrido o no un daño. La cuestión se formula en términos de si el daño sufrido era “reparable” o no. Los daños que alega el prestamista público son de dos tipos.

a) Por un lado, el coste para la entidad pública de allegar los fondos que prestó. Sin el sobreprecio de los ascensores resultado del cártel, el prestamista no habría tenido que allegar tantos fondos y se habría ahorrado los intereses pagados a los que le hubieran prestado tales fondos (si tales fondos se obtuvieron mediante la emisión de deuda pública, el daño sería la diferencia entre el tipo de interés que paga la deuda pública emitida y el tipo de interés que carga la entidad pública prestamista a los beneficiarios de esos préstamos subvencionados lo que implica afirmar que este último es inferior al primero porque si no lo fuera, no habría daño).

b) Por otro, el coste de oportunidad de la entidad pública prestamista: si hubiera prestado una cantidad menor a los beneficiarios del programa de construcción de viviendas, podría haber invertido el remanente en… deuda pública austriaca y haberse beneficiado de los intereses correspondientes que, de nuevo, han de ser superiores a los intereses que pagaron los beneficiarios prestatarios porque, en otro caso, no habría daño alguno.
Así pues, en ambos casos, el daño consiste en la diferencia entre el importe de los intereses pagados por los beneficiarios de la ayuda y el importe de los intereses que se habrían pagado si el tipo de interés aplicado fuera el habitual en el mercado, es decir, el tipo medio de la deuda pública federal austriaca. El hecho de que esta diferencia se considere como una pérdida de ingresos, ya que el Estado federado podría haber invertido los fondos indebidamente pagados al tipo de interés medio de los bonos federales, o como una pérdida, ya que el propio Estado federado tuvo que obtener estos fondos al tipo de interés medio de los bonos federales, es, en última instancia, indiferente.
Reconocer el derecho a la indemnización al prestamista en un caso como éste no significa imponer un “doble pago” a los cartelistas. ¿por qué? Porque los beneficiarios del programa de préstamos a tipo de interés preferencial sólo pueden reclamar a los cartelistas el sobreprecio y los intereses preferenciales pagados a la entidad pública prestamista. Y ésta, a su vez, sólo puede reclamar a los cartelistas la diferencia entre dicho tipo de interés y el tipo de interés de mercado que es al que la entidad pública habría podido invertir los fondos correspondientes al sobreprecio causado por el cártel (o al que la entidad pública allegó dichos fondos en el mercado de capitales).

Y con ello Kokkot aborda la cuestión que, a mí me parece más difícil. ¿Sufre un daño una entidad pública porque el préstamo cuyos intereses se subvencionan sea de mayor cuantía de la que habría sido el préstamo si no hubiera existido sobreprecio?  Kokkot despacha la alegación de los cartelistas y de la Comisión Europea como sigue
de la naturaleza del perjuicio alegado por el Estado federado de Alta Austria se desprende que los argumentos de los fabricantes de ascensores y de la Comisión, según los cuales este perjuicio sólo sería hipotético, puesto que el Estado federado no podría haber invertido en ningún caso los créditos indebidamente concedidos de manera más rentable como consecuencia del cártel, son incorrectos. En efecto, como se explica en los apartados 114 y 115 de las presentes conclusiones, es una situación jurídica y una práctica común considerar la mera ausencia irregular de un importe específico durante un período de tiempo específico como una pérdida financiera importante, sin necesidad de justificarla en mayor medida. Del mismo modo, es una práctica y situación legal común asimilar el importe de dicho perjuicio a los ingresos por intereses que se habrían generado por la aplicación de un tipo de interés relevante para el importe en cuestión durante el período correspondiente. 
Por lo tanto, es preciso rechazar el argumento de la Comisión y de los fabricantes de ascensores de que los daños reclamados por el Estado federado de Alta Austria corresponden a un aumento adicional de los intereses y, por tanto, a una pérdida de beneficios (lucro cesante), que el Estado federado sólo habría podido conseguir si hubiera utilizado los importes en cuestión, infringiendo su finalidad y la legislación vigente, para operaciones especulativas en los mercados financieros y no para la concesión de créditos de incentivación de las ayudas a la construcción de viviendas. En efecto, el daño por el que el Estado federado reclama una indemnización es más bien un daño financiero y, por tanto, un daño real (damnum emergens) que consiste en el hecho de que el Estado federado no pudo disponer, durante un período determinado, de los importes de los créditos indebidamente pagados.
En los apartados anteriores, la Abogado General ha comparado la situación con la de las ayudas públicas. Y se verá inmediatamente que la comparación es adecuada.
Kokkot añade que según el Derecho austriaco,
“los fondos disponibles de los organismos públicos deben invertirse en deuda pública federal y que el tipo de interés aplicable debía utilizarse como valor de referencia para calcular las pérdidas generadas por la ausencia temporal de tales fondos”
por lo que
“un prestamista estatal como el Estado federado de Alta Austria no tiene que explicar o demostrar que podría haber invertido el importe de forma más rentable o haberlo utilizado para reembolsar los préstamos pendientes. Por el contrario, basta con que el prestamista del Estado explique al órgano jurisdiccional nacional qué importe se ha incumplido y durante cuánto tiempo y, en su caso, el tipo de interés que habría sido aplicable”
En fin, el daño sufrido por el Estado federado de Alta Austria era previsible para los cartelistas porque éstos habían de contar con que el promotor de las viviendas financiaría, con un préstamo, su proyecto.

martes, 30 de julio de 2019

Corporaciones de base personal y corporaciones de base real



Ronda
Una corporación es propietaria, suscribe contratos y aparece ante un tribunal, en su propio nombre. Es decir, una corporación tiene derechos de propiedad y de contratación (lo que yo llamo "contracting individuality"  pero que más comúnmente se llama, en un sentido demasiado sugerente. personalidad jurídica). En segundo lugar (y esto se olvida con demasiada frecuencia), recibe una competencia dentro de la cual puede dictar y hacer cumplir normas que van más allá del derecho positivo siempre y cuando no sean incompatibles con éste. Los monasterios, por ejemplo, siguen la regla de San Benito. Los municipios tienen y aplican ordenanzas. Las universidades aplican sus estatutos. Y las corporaciones comerciales sus estatutos y reglamentos internos. En en otras palabras, la corporación tiene derecho a autogobernarse. Sin patrimonio separado y derechos a suscribir contratos, la corporación sería un mero contrato de sociedad (partnership). Sin autogobierno, sería un trust. Estas características son las que hacen de la corporación una corporación. Corresponden a la corporación como entidad jurídica distinta, separada, de las personas físicas relacionadas con ella. Por supuesto, dado que carece de capacidad de obrar, los derechos de una corporación han de ser ejercidos por personas físicas que actúan en su nombre. Pero las consecuencias de tal actuación recaen sobre la corporación y no sobre los actuantes.

Un trabajo que empieza así, promete porque contiene una descripción bastante ajustada de las personas jurídicas como patrimonios. Por ejemplo, la definición que da de “contracting individuality” se corresponde casi exactamente con lo que dice el art. 38 del Código civil que es la capacidad de las personas jurídicas. La idea de que no puede haber patrimonios separados sin organización o gobierno – es decir, reglas sobre la toma de decisiones sobre el patrimonio – es también acertada. La idea de que cualquier patrimonio organizado tiene personalidad jurídica y que la summa divisio entre estas es la que existe entre personas jurídicas de base personal – que tienen miembros, son asociaciones – y personas jurídicas de base real – no tienen miembros, son fundaciones – también. Incluso es acertado decir que sin patrimonio, lo único que tendríamos es un contrato de sociedad meramente obligatorio – societas –. No estoy tan seguro de que un trust carezca de reglas de gobierno. Es verdad que, como no hay miembros en un trust, el gobierno del patrimonio corresponde a un tercero – el trustee – pero el trustee es perfectamente equiparable al alcalde y los concejales, o sea, al board of directors de una ciudad o al patronato de una universidad constituida como corporación.

El trabajo se ocupa, sin embargo, de otra cuestión: ¿qué derechos, además de los del art. 38 CC, deben reconocerse a las personas jurídicas? El autor realiza una crítica radical de la jurisprudencia del Tribunal Supremo de los EE.UU. sobre los derechos de las personas jurídicas (Citizens United) a partir de la observación de que sólo los individuos están mencionados en la Constitución americana. No las “corporations”. De modo que – continúa – el TS ha tratado “a la corporación, que es una contracting person as if it had the status of a constitutional person”. Describir a las corporaciones como “contracting persons” es acertado – diría Bonelli –: son patrimonios que es lo que se requiere para poder ser parte de una relación jurídico-patrimonial. La estrategia del Tribunal Supremo para extender los derechos constitucionales a las personas jurídicas ha consistido en considerar a éstas como grupos de individuos.
Esta es la posición que el Tribunal ha adoptado desde su primer caso constitucional societario, Bank of the United States v. Deveaux (1809), hasta los casos sobre impuestos sobre ferrocarriles a finales del siglo XIX, y hasta Citizens United v. FEC (2010), que es el caso constitucional societario más reciente e importante de la Corte,
Esta imagen de la corporation supone, dice el autor, que
“la sociedad anónima es una corporación de base personal – que tiene miembros – y que estos miembros son los accionistas; que el derecho a expresarse de la corporación no es más que el derecho a la libertad de expresión de sus miembros como individuos y que cuando un administrador <<habla>> en nombre de la corporación está ejercitando el derecho de los accionistas a expresarse por cuenta de éstos”
Todo en este párrafo está mal, continúa el autor. Y tiene razón. Pero no porque – como pretende el autor – la sociedad anónima no sea una corporación de base personal – “members corporation” universitas personarum – y sea, como pretende el autor, una “property corporation” – una corporación de base real – una universitas rerum como la fundación – sino porque, como he explicado en otro lugar, los members de una sociedad anónima con un objeto social empresarial no se han asociado al constituir la sociedad o al adquirir las acciones para ejercitar – mejor – sus derechos fundamentales, sino para ganar dinero realizando la actividad que constituya el objeto social en forma empresarial y encargando la gestión de la empresa a los administradores.

El autor pretende, sin embargo, explicar cómo llegó el TS a considerar a los accionistas como los “miembros” de la corporación – sociedad anónima. Se embarca para ello en una exposición histórica de la que cabe destacar la separación entre el Derecho europeo-continental y el common law al respecto: en el Derecho inglés no existían las fundaciones, de manera que había que distinguir, dentro de las corporaciones las de base personal y base real como se ha explicado. En realidad, lo que no existía era el nombre “fundación” para referirse a las segundas. Porque también en Europa continental, las fundaciones han sido consideradas corporaciones hasta hoy. Lo que pretende argumentar el autor es que las “business corporations”, esto es, las sociedades anónimas, no eran, históricamente “members corporations” sino “property corporations”. Por tanto, los accionistas no pueden ser considerados “members” ni puede admitirse que ejercen derechos constitucionales cuando actúan en el seno de una corporación. Al desarrollar este argumento, el autor señala, correctamente, que en la doctrina norteamericana se habla indistintamente de la corporation y de la firm (“the English language blinds us to the basic structure because of its failure to verbally mark the distinction between the corporate entity (the corporation proper) and the corporate firm built around it... We instead use the word “corporation” for both”). Y concluye que la corporación “es una entidad jurídica que es dueña de todos los bienes de la empresa (“a legal entity that owns all firm property”). En este punto, el problema parece ser también achacable al inglés. En inglés no hay una palabra equivalente a “patrimonio”, (estate se refiere a los bienes hereditarios y a inmuebles) de modo que el autor tiene que decir de las personas jurídicas como “the corporation itself” que “ it is not owned. It is an owner. As you and I are owners”. Como explicó Bonelli sin embargo, las personas jurídicas no son propietarios como lo somos usted o yo.
la relación de pertenencia es distinta de la relación de propiedad que es la que existe entre los individuos y las cosas. Por eso, dice Bonelli que la relación de pertenencia “es una característica general de todos los patrimonios”, la relación de propiedad “no debería aplicarse más que a los patrimonios individuales… la propiedad es esencialmente individual porque es el dominio de la voluntad individual”. Cuando se dice que unos bienes son de una persona jurídica, lo que se dice es que esos bienes forman parte – pertenecen – al patrimonio que es esa persona jurídica y que deben seguir formando parte del mismo en tanto, a través de una relación jurídico-patrimonial de la que sea parte ese patrimonio, pase a formar parte de otro patrimonio.
La pregunta semejante pero referida, no a un bien, sino al patrimonio entero – dice Bonelli – carece de sentido
“porque el conjunto patrimonial se encuentra unificado por el fin al que se destina que no se remite a ningún ser humano”.
Se puede decir que tal inmueble pertenece a la Iglesia pero no se puede decir que el patrimonio de la Iglesia (identificado así) es propiedad de la Iglesia.
“No existe un sujeto de ese patrimonio. El sujeto de la relación de pertenencia de los elementos singulares es el patrimonio”.
Exactamente la misma conclusión a la que llega el autor pero por una vía menos precisa. Dice el autor que “si pudiera ser objeto de propiedad, dejaría de ser una persona jurídica” y añade algo muy interesante:
“pero la cuestión es hipotética porque no hay un mercado para las corporaciones. Sólo hay un mercado para sus acciones – la bolsa – Cuando oímos que se ha comprado una corporación, sólo significa que el control sobre ella ha sido objeto de adquisición porque se ha comprado la mayoría de sus acciones con derecho a voto. Eso es lo que los accionistas tienen en propiedad: acciones…. Pero ser propietario de acciones no les da ninguno de los derechos de propiedad sobre la corporación o sus activos. Incluso el derecho de los accionistas a elegir a los administradores no expresa un derecho de propiedad. Los dueños de partes de una empresa, como los socios de una sociedad de personas tienen un derecho de veto, no un derecho de voto. El voto del accionistas es un privilegio proporcionado por el legislador, no un derecho de propiedad (property right).
La referencia a que no hay un mercado para las personas jurídicas es iluminadora. Lo que se intercambia en los mercados son bienes singulares, derechos, incluso incorporales como los créditos y las deudas. No se intercambian patrimonios. Pero no porque sea metafísicamente imposible, sino porque, siendo cada patrimonio distinto en su composición a cualquier otro, es imposible que se formen precios de mercado. Por eso no hay un mercado anónimo donde se intercambien patrimonios separados y, en las bolsas, lo que se intercambian son “partes” homogéneas – acciones – de empresas lo suficientemente grandes como para que compense “calcular” el valor de ese patrimonio y, por tanto, determinar el precio de una acción que representa una parte alícuota de ese patrimonio. El resto de la discusión contenida en el párrafo transcrito es – como buena parte del trabajo – una petición de principio. El autor da por demostrado (que los accionistas no son dueños de la empresa que constituye el objeto de la corporación, el patrimonio social) lo que ha de ser demostrado: que la posición de los accionistas en relación con el patrimonio social no es semejante a la del individuo que es titular de su propio patrimonio. La posición del titular de un patrimonio y la de un accionista son semejantes en algunos aspectos esenciales: los accionistas, en conjunto, son los titulares residuales (Hart), tanto de los derechos de decisión sobre ese patrimonio como del residuo económico una vez satisfechas las pretensiones fijas sobre el mismo (que es tanto como decir, una vez pagados los acreedores de ese patrimonio). Lo que el autor tendría que demostrar es que esta semejanza no es suficiente para afirmar que los accionistas son titulares del patrimonio social. No que los accionistas son propietarios de los bienes que forman el patrimonio social individualmente considerados. Porque nadie afirma tal cosa. Nadie ha afirmado nunca que un accionista de Telefonica pueda vender una de las centralitas telefónicas que forman parte del patrimonio que es Telefonica. De nuevo hay que citar a Bonelli: ser propietario – incluso copropietario – y ser titular – o cotitular – de un patrimonio no son posiciones idénticas más que en el caso de los patrimonios individuales.

La arbitrariedad en el manejo de los conceptos se repite cuando el autor define lo que considera una “members’ corporation”. Dice que sólo podemos calificar una corporación como una “corporación de miembros” (de base personal, en nuestra terminología, o universitas personarum) si los miembros actuales controlan conjuntamente la admisión de nuevos miembros; si se vota por cabezas y si eligen a un “gobierno” que les gobierna a ellos mismos: “si un grupo de personas no opera de esta forma, podemos decir con seguridad que los individuos que componen esa organización no son miembros de la corporación”. La prueba sería la siguiente: “si se elimina a los miembros de una verdadera corporación de miembros, la corporación se disuelve y no queda nada más que una pila de activos sin dueño. Si eliminamos a los accionistas de una corporación comercial, la empresa sigue existiendo alegremente y la única cuestión es cómo elegir a los administradores cuando caduque su nombramiento, lo que, en principio, podría hacerse por cooptación, por los empleados…”

El argumento no convence. Porque la definición de lo que es una “corporación de miembros” es arbitrariamente restrictiva. Sólo incluiría las asociaciones que carecieran de patrimonio dedicado a la consecución del fin común, esto es, las asociaciones que no explotaran el patrimonio por sí mismas y se limitasen a regular la conducta de sus miembros o, a lo más, las que dispusieran de un patrimonio pero destinaran ese patrimonio, exclusivamente, al "objeto social" consistente en regular la actividad individual de sus miembros, es decir, y en términos más aceptados, sólo serían "corporaciones de miembros" las corporaciones de tipo consorcial como por ejemplo la agrupación de interés económico si se la dotase de estructura corporativa. Según el autor, si el gobierno de la corporación lo es de la empresa a la que se han dedicado las aportaciones de los socios y no el gobierno del propio grupo de miembros, no hay “autogobierno” y la corporación deja de ser una corporación de miembros y pasa a ser una corporación de propiedad. Corporaciones de miembros eran los consulados y los gremios medievales que fijaban las condiciones en las que los miembros podían ejercer individualmente el comercio o el oficio o profesión de que se tratase. Las corporaciones comerciales modernas, que aparecen en el siglo XVII no gobiernan a sus miembros, gobiernan a "sus empleados" en el ejercicio del comercio o la industria por sí misma. 

Imagínese una asociación recreativa como un club de cazadores. Supongo que el autor aceptaría que se trata de una corporación de miembros. Si la asociación, con las cuotas de los miembros, compra un inmueble y unos terrenos donde los socios pueden departir, preparar las cacerías, comerse lo cazado, exponer los trofeos, dar charlas sobre temas cinegéticos y elaborar propuesta para la Administración, o compra o arrienda los derechos de caza en una finca para crear un coto para sus miembros y, a continuación, “elimina a sus miembros” y los convierte en clientes que pueden utilizar esas instalaciones contra el pago de un precio, estaríamos exactamente en la misma situación en la que estaríamos si se elimina a los accionistas de una sociedad anónima. Es obvio que, en tal caso, el patrimonio social puede seguir siendo explotado como tal – no liquidado – y los que eran socios, ahora pueden ser “clientes” del club de caza que pagan por los servicios que ofrece el club. De hecho, es frecuente la transformación de las asociaciones en sociedades anónimas o limitadas o, mejor aún, la separación de la condición de socio de la asociación con la condición de accionista de la sociedad anónima titular del patrimonio de los accionistas dedicado a la persecución del fin común de la asociación. Pero nada impide que la asociación sea la titular del patrimonio del que disfrutan sus miembros y las leyes de asociaciones dan derechos económicos sobre ese patrimonio si se ha formado con las aportaciones de los socios (v., art. 23.2 LODA), esto es, con aportaciones distintas de las cuotas periódicas que sirven para sufragar el mantenimiento de ese patrimonio. De manera que el autor tiene que restringir el concepto de “corporación de base personal” a las corporaciones sin patrimonio, o sea, a los contratos de sociedad meramente obligatorios. Porque las corporaciones con patrimonio siempre pueden sobrevivir a la desaparición de sus miembros. Sucedería únicamente que pasarían de ser patrimonios sociales a patrimonios fundacionales.

A continuación, el autor explica que el error de considerar que las corporaciones comerciales – las sociedades anónimas – son agrupaciones de individuos (recuérdese que ese es el argumento del TS para extender a las sociedades anónimas la titularidad de derechos fundamentales como la libertad de expresión) proviene del Derecho histórico inglés: en concreto, haber aplicado a las corporaciones comerciales las reglas de las sociedades (de la partnership). La pregunta es ¿qué otras reglas podrían haberse aplicado?

Dice el autor que los ingleses – con su Compañía de Indias EIC – copiaron a los holandeses – con su Compañía de indias VOC – pero copiaron mal. Quiere decir que mientras la VOC era una “comanditaria por acciones” – los accionistas no participaban en el gobierno de la sociedad – la EIC, a diferencia de otras compañías contemporáneas, no era una asociación de comerciantes, una regulated company sino una joint-stock company que empezó a ejercer el comercio por su cuenta y no a servir de mero proveedor de servicios (armadura de la flota, contratación de las tripulaciones…) de los comerciantes asociados que transportaban y vendían por su cuenta la mercancía que se cargaba en los barcos. Estos comerciantes participaban en el gobierno de la compañía. De aquellos polvos, estos lodos dice el autor. La sociedad anónima en los siglos siguientes (XVIII-XIX) se configuró como una “members corporation” en lugar de una “property corporation”. De nuevo, el argumento del autor es arbitrario. Lo que he contado en la anterior entrada sobre la sociedad anónima alemana es un buen ejemplo. Pero, además, al autor se le escapa la razón de las diferencias entre la VOC y la EIC. El Derecho inglés no conocía la “sociedad comanditaria” y la VOC era una sociedad comanditaria por acciones. Los comerciantes eran socios “colectivos” y los partizipanten, los miles de holandeses que compraron acciones que se empezaron a negociar en la bolsa de Amsterdam, eran comanditarios. Sus derechos, naturalmente, eran mucho más reducidos que los de los comerciantes ingleses que se asociaron para constituir la EIC con el monopolio real del comercio desde Inglaterra con las Indias Orientales.

Las formas corporativas forman un continuum desde la fundación a las sociedades limitadas o anónimas cerradas o incluso, si se acepta la posibilidad de formas corporativas sin patrimonio, hasta la societas organizada corporativamente (piénsese en una federación de asociaciones o una cooperativa de segundo grado que carece de patrimonio y se limita a coordinar las decisiones de las asociaciones o cooperativas de primer grado en las relaciones del sector con las Administraciones Públicas). Para calificar a los individuos relacionados con la corporación como “miembros” de ésta debe ser suficiente que tengan atribuidos derechos residuales patrimoniales y de decisión. La mayor o menor amplitud de estos derechos no es determinante de su calificación como miembros.  Y es evidente que los accionistas pueden disponer del patrimonio social – disolviendo y liquidando la sociedad anónima – y tienen asignadas, conjuntamente, las decisiones más relevantes sobre el patrimonio social y su gobierno. Hay, pues, que utilizar un concepto muy estricto de “miembro” de un grupo para negar la condición de miembros a los accionistas en relación con una sociedad anónima especialmente cuando la finalidad con la que los accionistas se han asociado y han realizado su aportación es la de desarrollar una actividad empresarial.

Ciepley, David A, Member Corporations, Property Corporations, and Constitutional Rights Law and Ethics of Human Rights 11 (1): 31-60 (April 2017)

lunes, 29 de julio de 2019

Maximizar el valor de la empresa social, de eso se trata


La polémica sobre si los administradores de una sociedad anónima deben diligencia y lealtad – deberes fiduciarios – a los accionistas o a la “corporación” o a todos los grupos que tienen un interés en la actividad – objeto social – de la compañía sigue produciendo “doctrinas” a gran ritmo.

A mi juicio, muchas de las objeciones a la tesis que llamaré a partir de ahora “tradicional” sobre el interés social (los administradores son “agentes” de los accionistas considerados como un grupo y deben diligencia y lealtad exclusivamente a los accionistas; el interés social es el interés común de los accionistas y ambas afirmaciones se traducen en la obligación de los administradores de maximizar el valor de la empresa social) desaparecen cuando se examina con cuidado qué es lo que no sostiene la tesis tradicional.

La tesis tradicional y dominante no sostiene que los administradores
  • deban enriquecer en la mayor medida posible al accionista mayoritario;
  • que deban enriquecer a todos los accionistas pero a unos más que a otros
  • que deban expropiar o explotar a proveedores, empleados o clientes si eso permite enriquecer más a los accionistas aunque se reparta el “botín” correspondiente proporcionalmente a su participación en el capital social.
  • que deban maximizar el reparto de dividendos entre los accionistas.
Repito: la doctrina tradicional y mayoritaria sobre el interés social sostiene que los administradores han de maximizar el valor de la empresa a largo plazo si se trata de una sociedad anónima o limitada constituida para el desarrollo de una empresa con ánimo de lucro. Los administradores, además, como fiduciarios, disfrutan de discrecionalidad, es decir, han de adoptar las decisiones que, con independencia de juicio, consideren preferibles para lograr el objetivo de maximizar el valor de la empresa a largo plazo.

Maximizar el valor de la empresa a largo plazo es, efectivamente, la voluntad hipotética de los accionistas. Pero como la sociedad anónima y la limitada son corporaciones – no sociedades de personas – las personas concretas de los accionistas que suscribieron el capital inicial o que adquirieron acciones o participaciones son fungibles. Sus deseos o expectativas subjetivas son irrelevantes para determinar qué es lo que deben hacer los administradores. Estos, como fiduciarios, se deben a los accionistas en el sentido abstracto descrito, no a los Antonio, Beatriz o Carlota que, en cada momento, sean accionistas. Porque al suscribir o adquirir acciones de una sociedad anónima dedicada a la producción de mayonesa, Antonio Beatriz y Carlota consintieron en que su inversión se destinara a maximizar el valor de la compañía produciendo mayonesa. Y esa es una cláusula del contrato de sociedad que sólo puede cambiarse por unanimidad. Porque afecta a la causa del contrato. Cuando todos los socios que lo son en un momento determinado deciden cambiar la causa del contrato, las reglas de gobierno sustentadas en la maximización del valor de la empresa y los deberes fiduciarios de los administradores en particular, dejan de aplicarse y se sustituyen por las que pongan en vigor, por unanimidad, todos los socios.

Esta doctrina tradicional permite explicar qué sea y en qué medida pesa sobre las compañías una “responsabilidad social” pero, ahora es lo que interesa, permite explicar también por qué este problema – el del interés social – surge en relación con las corporaciones y no en relación con las sociedades de personas. A nadie se le ha ocurrido decir que Cafetería Cervantes, propiedad de los hermanos Antonio, Beatriz y Carlota tiene responsabilidad social corporativa o que en su gestión no ha de tenerse en cuenta exclusivamente el interés de Antonio, Beatriz y Carlota. Y que a nadie más le importa si deciden cerrar o dejar de vender alcohol o pasar a vender helados o bajar los precios y reducir sus ganancias. El interés social en las corporaciones tiene algo de especial. Y es esto que el carácter fungible de los socios – de los miembros – de una corporación modifica el objetivo o fin común. Si hay que permitir que los miembros entren y salgan, que las acciones sean libremente transmisibles, el fin común debe desprenderse de los anhelos y propósitos subjetivos de cada uno de los accionistas. El fin común debe “objetivarse”. De esta forma se reducen drásticamente los costes de información de los adquirentes de las acciones. Pueden tomar su decisión de adquirir acciones como una de optimización de sus inversiones.

Esto aproxima notablemente a las corporaciones de base personal – las sociedades anónimas singularmente – y las corporaciones de base “real” – las fundaciones – porque lo que las distingue es, precisamente, que en las primeras hay miembros que son individuos (u otras corporaciones) y en las segundas, no: sólo hay un patrimonio con capacidad de obrar. La aproximación entre ambas se produce por la importancia creciente del objetivo o fin de la corporación.

En ambos casos – sociedades corporativas y fundaciones o, mejor, patrimonios sociales y patrimonios fundacionales – el patrimonio ha de destinarse a un fin. La diferencia estará en el fin (de interés particular en el caso de las sociedades anónimas y de interés general en el caso de las fundaciones) y en quién determina ese fin (los socios fundadores y, por adhesión, los accionistas que entran en la sociedad vía adquisición de acciones en el caso de las sociedades anónimas y el fundador en el caso de las fundaciones). Como los miembros de la corporación-sociedad anónima son fungibles, el protagonismo del fin común es total que, dado el motivo que impulsó a los accionistas a constituir la corporación, no puede ser otro que el de maximizar el valor de la empresa social.

Se explica así, por ejemplo, que la sociedad anónima Aktiengesellschaft alemana estuviera en un tris de calificarse como una fundación, para subrayar que, como era imposible que en una gran sociedad con miles de accionistas éstos pudieran adoptar decisiones unánimes, una mejor protección de los socios considerados individualmente se conseguiría dando independencia total a los administradores para gestionar la empresa con el objetivo de maximizar el valor de la empresa social y limitando estrictamente la posibilidad de modificar el contrato social ¡por mayoría! La regulación alemana se explica, no porque se quisiera controlar políticamente a las grandes empresas. Más bien porque se quería evitar que accionistas o grupos de accionistas pudieran hacerse con el control de grandes empresas. El interés social se objetiviza en estos casos y deja de formularse como el interés común de los socios a maximizar el valor de la empresa para formularse como el “interés de la corporación”, interés al que habrían de servir los administradores sociales. Pero, como se ha visto, si se examina con más cuidado la cuestión, es un cambio puramente nominal. Al referirse al interés de la corporación, lo que se quiere decir es que el objetivo común no está al albur de las mayorías o de accionistas de control y que éstas no pueden alterarlo mediante una modificación del contrato social.

Se explica igualmente la sorprendente longevidad de la doctrina ultra vires en los países de common law. Su papel es el mismo que el carácter imperativo de las normas del Derecho de sociedades anónimas alemán: evitar que la mayoría – o una minoría de control – se apropiaran del patrimonio social desviando los fondos a fines o actividades no incluidas en el “pacto corporativo”.

En ambos casos, de lo que se trataba era de proteger a los accionistas. Todo el derecho de sociedades anónimas histórico se explica desde el intento del legislador de facilitar la acumulación de capital para lo que era imprescindible asegurar a los particulares inversores que los insiders (que designaban a los administradores) no se apropiarían del patrimonio social. Así, no es necesario apelar a que las personas jurídicas son “criaturas del Estado” que éste puede configurar como le parezca. La formación de patrimonios separados y estables con capacidad para participar en el tráfico jurídico forma parte de la autonomía privada. Y el Derecho puede, naturalmente, limitar la autonomía privada para proteger los intereses de los individuos cuando éstos no pueden protegerse denegando o retirando su consentimiento.

Naturalmente, esta concepción del “interés social” es inaceptable cuando la forma corporativa se utiliza para gobernar patrimonios pequeños – empresas pequeñas – en manos de grupos pequeños de accionistas. No hay razón alguna para prescindir de los intereses subjetivos de los accionistas. Estos no son “fungibles” aunque las acciones sean transmisibles. Pero en estas sociedades, la protección de los socios la garantiza que adoptar decisiones por unanimidad no sólo es posible sino que es la regla en las sociedades de personas y, vía las correspondientes protecciones estatutarias, en las empresas con forma corporativa en la que sus miembros están ligados por lazos de sangre, vecindad o amistad. Los socios pueden, en tal caso, revisar continuamente el objetivo que les llevó a constituir la sociedad.

Y, naturalmente también, para proteger a los accionistas hay que prohibir que pueda extenderse más allá de lo pactado el compromiso asumido por los accionistas. Antonio, Beatriz y Carlota, accionistas de Telefonica, se han asociado exclusivamente para maximizar el valor de la empresa de Telefonica a largo plazo. No para mejorar su handicap jugando al golf ni para mejor atender a los que carecen de hogar en su país. Y se han obligado, exclusivamente, con su aportación. Se trata, pues, de un compromiso muy delimitado. Los administradores de Telefonica carecen de “mandato” para inmiscuirse en la vida de A, B y C más allá del objeto social y del objetivo de maximizar el valor de la empresa para, de esa forma, permitir a A, B y C maximizar el valor de su inversión.

Bonelli explicó hace más de un siglo (naturalmente, Miller y Gold no citan a Bonelli) que hay dos tipos de patrimonios en función de lo que unifica a un conjunto de bienes, derechos, créditos y deudas, esto es, el fin que explica la constitución de un patrimonio: o bienel dominio de una voluntad única y absoluta – la de un ser humano o algunos seres humanos – que Bonelli llama patrimonios en propiedad, o la asignación a una finalidad objetiva”, esto es, los patrimonios “destinados” en el lenguaje jurídico italiano y que Bonelli llama patrimonios por destino. Las sociedades de personas con personalidad jurídica generan un “patrimonio en propiedad” solo que propiedad de varias personas en lugar de una sola. Las corporaciones – sociedades o fundaciones – generan un patrimonio por destino porque es el propósito que llevó a los que constituyeron la corporación a crear el corpus lo que unifica los bienes y dirige el comportamiento de los administradores, esto es, de los que proporcionan capacidad de obrar al patrimonio.

Pues bien, Ciepley parece apuntar en esta dirección en el trabajo que resumo a continuación. Su afirmación central es que hay dos tipos de fiduciarios: los que deben actuar en el mejor interés de individuos concretos (p. ej., el tutor en interés del pupilo) y los que deben actuar para lograr la mejor consecución de un objetivo o “propósito” (purpose). Es obvio que los administradores de una sociedad anónima o los patronos de una fundación son del segundo tipo. Y es obvio, también, que si es así, los administradores no deberían actuar en el mejor interés de los accionistas concretos que, en cada momento sean tales en una sociedad anónima cotizada cuyos accionistas cambian diariamente. Este planteamiento es correcto pero trivial. Porque, como he explicado más arriba, la doctrina tradicional sobre el interés social no sostiene que los administradores hayan de poner por delante los intereses de Antonio, Beatriz o Carlota. Sólo su interés como accionistas de Telefonica, interés que siempre y salvo cláusula estatutaria acordada unánimemente, se concentra en maximizar el valor de Telefonica. Ciepley hace decir a la doctrina tradicional que los practicantes del análisis económico y los académicos de la escuela de Chicago de las finanzas afirman que los administradores deben lealtad a los “currently-existing stockholders”. Pero esto, no es necesario reiterarlo, es una distorsión de la doctrina tradicional – contractualista. Las necesidades financieras concretas de Beatriz o Antonio en cuanto accionistas de Telefonica son irrelevantes para los administradores de Telefonica. Sus deseos respecto a la calidad de los productos o sobre los mercados geográficos en los que debería estar presente Telefonica, también.

También es una distorsión de la doctrina tradicional afirmar que el objetivo sea  maximizar el “shareholder value,” entendido como “maximizar los dividendos” o el precio de cotización (generous dividends and increasing stock price). Sucede que ambos criterios (dividendos, precio de cotización) están correlacionados con el objetivo de maximizar el valor de la empresa. Pero es un error craso identificar unos con el otro.

Su tesis le permite descartar la doctrina según la cual los administradores sociales deben lealtad a todos los interesados en la suerte de la empresa social (empleados, proveedores, vecinos de la zona…) ya que todos estos son también “personas de carne y hueso” y, en su tesis, los administradores sociales deben lealtad a un “propósito” u objetivo: el fin común.

De modo que la tesis es errónea en su punto de partida. La doctrina tradicional sobre el interés social no mantiene que los administradores sociales sean fiduciarios de los accionistas individual y personalmente considerados. Mantiene que los administradores son servidores del contrato social, esto es, y salvo que otra cosa se diga en éste, de los accionistas en cuanto tales, esto es, como partes del contrato social que se celebró con el objetivo (fin común) de maximizar el valor de la empresa social desarrollando una actividad determinada en el contrato – el objeto social –.

Ciepley pretende que afirmar tal cosa supone “admitir que los administradores son fiduciarios de un objetivo o propósito” y no “personal fiduciaries”. Pero esto no implica contradicción alguna. Los administradores, según la doctrina tradicional, son fiduciarios de los accionistas en su condición de accionistas, no en su condición de individuos, y lo que los califica como accionistas es que han decidido invertir su dinero en una empresa con la esperanza de que la empresa aumente de valor y, con ellos, el valor de lo invertido. Por tanto, los beneficiarios de la actuación de los administradores no pueden estar definidos con más precisión. Tanta precisión que pueden prescindir de las características, deseos, preocupaciones, anhelos y objetivos vitales de los individuos que, en cada momento, sean accionistas de la sociedad.

Pero las sociedades anónimas – ni siquiera las cotizadas – no se convierten en fundaciones porque los individuos que son sus miembros devengan fungibles. Porque, siendo una asociación voluntaria, el objetivo de la corporación, el fin común, sigue en manos de sus miembros de los que en cada momento sean sus miembros. El destino de los bienes y derechos de Telefonica, el de sus beneficios y el del trabajo de sus empleados sigue estando en manos de los accionistas de Telefonica como quedaría paladinamente claro en el caso de que, tras una OPA, un individuo se hiciera con el 100 % de su capital. Al día siguiente, este individuo podría disponer de los activos de Telefonica como podría disponer de cualquier otro bien de su propiedad (eso sí, respetando los derechos de crédito de cualesquiera que los ostentase dado el carácter de patrimonio separado de Telefonica, esto es, dado que tiene personalidad jurídica). Tal cosa no puede ocurrir con la Fundación Ramón Areces o la Fundación Telefonica.

Lo que despista a Ciepley, a mi juicio, es que en las corporaciones de base personal, las decisiones se toman por mayoría y la regla de la mayoría – que es constitucional de las corporaciones – permite la “traición” del fin común, la explotación de unos miembros por otros y la malversación del patrimonio social. Para evitarlo, se imponen deberes fiduciarios hacia la corporación a los administradores del patrimonio social, se limitan los poderes de la mayoría a través de normas imperativas, se otorgan remedios impugnatorios y de separación a los minoritarios etc. Pero no se priva a los accionistas de su condición de “dueños” del patrimonio social – corporativo. Si actúan de común acuerdo pueden decidir cualquier cosa en relación con dicho patrimonio. Todo. Incluso cambiar el objetivo o propósito que llevó, a ellos o a sus causantes en la posición de accionistas, a constituir la corporación. Eso sí, teniendo en cuenta siempre que se trata de un patrimonio (y, por tanto, que hay créditos y deudas que le pertenecen) y que no pueden retirar bienes o derechos de dicho patrimonio sino es previa liquidación, esto es, previo pago de las deudas que pertenecen a ese patrimonio. Así se explica, sencillamente, la legitimidad de las pretensiones sobre el patrimonio social de los demás “stakeholders” distintos de los accionistas (empleados, proveedores, clientes…).

Que una sociedad pueda constituirse “sucesivamente” (arts. 41 ss LSC) no es un obstáculo. Los administradores, en tal caso, – los fundadores – actúan por cuenta o en interés de los futuros accionistas y estos no están determinados, pero son determinables. Nunca ha habido ningún problema para imponer deberes (no personales) a alguien en beneficio de sujetos no determinados pero determinables.

La legitimación activa de los accionistas para demandar a los administradores tampoco es una objeción a la doctrina tradicional. Que ésta sea más o menos amplia y que esta sea “derivative”, esto es, lo que en España sería la legitimación de la minoría para ejercer la acción social (lo que implica que la indemnización va a parar al patrimonio social) no es importante. Lo importante es que los accionistas, individual o colectivamente puedan exigir el cumplimiento del contrato al fiduciario y tiene sentido que se exija algún porcentaje de participación o una decisión colectiva de los accionistas para que se pueda interponer la demanda y no que estén legitimados individualmente los accionistas. Son razones de eficiencia y practicidad. No razones “constitucionales” o conceptuales. Mientras que en las fundaciones es necesaria la existencia de un protectorado para asegurar el control de la conducta de los fiduciarios – los patronos – en la sociedad anónima y en las corporaciones de base personal no hay ninguna razón para no atribuir esa función a los que tienen los incentivos para desarrollarla, esto es, los accionistas.

Tiene interés la distinción que hace Ciepley entre “members corporation” y “property corporation”. Los consulados mercantiles o los gremios medievales serían corporaciones de miembros mientras que la sociedad anónima – a partir del siglo XVII – sería una corporación de propiedad. La distinción es sugerente porque, en efecto, los consulados y los gremios son corporaciones cuyo fin común no es desarrollar por cuenta propia la actividad que desarrollan sus miembros, sino agrupar a todos los comerciantes o a los artesanos de un ramo de actividad para permitirles cooperar entre sí y defender mejor sus intereses. El consejo de administración de una corporación de miembros tiene, pues, unas funciones muy diferentes al de una corporación de propietarios. Pero eso tampoco afecta a la cuestión central. La historia de las instituciones es un continuum y las instituciones sufren transformaciones en sus funciones y características pero mantienen la continuidad externa. Nada que no pueda decirse de cualquier otra institución histórica desde los Montes de Piedad hasta los Parlamentos pasando por los bancos centrales.

Y también lo tiene la referencia de Ciepley a que, en lo que a las corporaciones se refiere, Estados Unidos es un “outlier” porque la distinción, perfectamente establecida en Europa entre corporaciones de base personal (asociaciones/sociedades/collegia) y corporaciones de base real (fundaciones) no lo estaba en los EE.UU. donde las primeras corporaciones a través de las cuales se fundaron universidades o ciudades carecían de miembros. Añádase la posibilidad de utilizar el trust para articular patrimonios empresariales (business trust) y se comprenderá que en los EE.UU. los deberes fiduciarios de los administradores se construyan calificando a éstos como trustees de los accionistas mientras que en Europa se construyen sobre la base de los deberes de un mandatario. Además, como he explicado en otro lugar, en los EE.UU. el Corporate Law era parte de la regulación económica en cuanto la constitución de corporaciones comerciales era la forma que tenían los Estados de llevar a cabo obras públicas y de explotar infraestructura.

Ciepley, David A, Corporate Directors as Purpose Fiduciaries: Reclaiming the Corporate Law We Need (July 25, 2019)

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