lunes, 29 de enero de 2018

Contra los efectos externos de la autorización ex art. 160 f LSC: poder y mandato de los administradores sociales

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Hopper

En el blog hemos defendido que la autorización de la junta para la enajenación o adquisición de activos esenciales exigida por el art. 160 f LSC podría ser “resistente” al artículo 234 LSC y, por tanto, su ausencia oponible a los terceros que compran o venden esos activos esenciales a la compañía que no ha obtenido de su junta la correspondiente autorización. En el trabajo que resumimos a continuación, David Pérez Millán refuta esa opinión nuestra (que es también la de Recalde y otros) con buenos argumentos.

Repasamos el trabajo publicado por este autor en el Liber Amicorum Artigas/Esteban y hacemos algunos comentarios.

Su punto de partida es que "sólo al legislador corresponde ponderar… el interés de los socios… minoritarios… y el interés de los terceros de buena fe que se relacionan con la sociedad” y la defensa del interés de los socios, expresado en la atribución de la competencia a la junta, “no justifica que se excluya la tutela de los terceros de buena fe”.

Comienza descartando que la norma del art. 160 f sea equivalente a la del art. 72 (adquisiciones onerosas). Y hace bien, porque – como explica el autor - esta segunda es una norma defectuosa que debería incluir en su tenor literal exclusivamente las adquisiciones realizadas por la sociedad anónima a los socios, no a terceros, y, por tanto, debería ser objeto de una reducción teleológica, dado el carácter antifraude que la norma tiene (que el autor apoya en la doctrina alemana). Añade el autor que “el acuerdo de junta – en el caso del art. 72 LSC – se exige por otras razones” distintas a las que justifican el art. 160 f) LSC.


El problema central es si “el artículo 160 f LSC afecta a la capacidad jurídica de la sociedad” porque, en tal caso, el art. 234 LSC no sería aplicable, lo que relaciona la cuestión con la de si estamos en presencia de actos ajenos al objeto social. Pérez Millán dice que debemos distinguir entre actos ultra vires para la sociedad y actos ultra vires para los administradores. Los segundos quedarían “sanados” por el art. 234.2 LSC en aras de la protección del tráfico, los primeros, no. Unos y otros

“pueden venir sometidos a límites distintos. En concreto, si la restricción de la capacidad de la sociedad implica circunscribir el poder de representación de los administradores, no sucede lo mismo a la inversa. Ni el reconocimiento de capacidad general a las sociedades ni el concepto de órgano son incompatibles con la limitación de la eficacia de la actividad de administración y representación”

y así, hay ejemplos histórico-comparados en los que se ha reconocido a las sociedades capacidad general pero se ha limitado el poder de representación de sus administradores. En España, las personas jurídicas tienen capacidad general de modo que no puede basarse la oponibilidad a terceros de buena fe de los actos realizados por los administradores sin autorización de los socios “en un presunto defecto de capacidad de la persona jurídica. Repasa, a continuación, el sentido histórico de la doctrina ultra vires:

“la doctrina ultra vires tiene su origen en la capacidad especial o limitada de las compañías incorporadas mediante acto del parlamento (statutory companies)… (y) … alcanza su formulación más rigurosa con la prohibición de modificar el objeto social y la nulidad absoluta de los actos que exceden del mismo sin posibilidad de ratificación por los socios ni siquiera por unanimidad; un régimen jurídico que… abandonado el sistema de concesión, sólo puede explicarse en consideración de los intereses de los acreedores sociales”.

Por tanto, si el objetivo del art. 160 f LSC es proteger a los socios, no estaría justificado eliminar la tutela del tráfico representada por el art. 234 LSC. En efecto, el art. 160 f) no constituye un límite legal al poder de representación de los administradores, sino que es semejante – y, por tanto, procede la protección de los terceros ex art. 234 LSC – a una actuación extramuros del objeto social por parte de los administradores.

Dicho de otra forma, si el “mandato” a los administradores lo es para que desarrollen el objeto social y el legislador ha establecido en el art. 234 LSC que los terceros de buena fe quedan tutelados cuando se relacionan con los administradores incluso cuando éstos se “salen” del mandato, puesto que actúan fuera del objeto social, hay que entender también que, cuando los administradores actúan fuera de las atribuciones que le han dado sus mandantes (cuando adquieren o enajenan activos esenciales sin autorización de la junta), los terceros deben quedar igualmente protegidos. Los dos casos (actuación fuera del objeto social, o sea, del mandato y actuación sin autorización específica, o sea, también fuera del mandato) son homogéneos y merecen la misma solución: en ambos casos los administradores no actúan sin poder; actúan, simplemente, fuera del mandato. Y como el poder de los administradores está delimitado legalmente, las limitaciones estatutarias no serían oponibles a los terceros (así interpreta Pérez Millán la 1ª Directiva art. 10). Este argumento, sin embargo, podría contestarse afirmando que ha sido el legislador, en el propio art. 160 f LSC el que ha configurado legalmente “el poder” de los administradores limitándolo a la adquisición o enajenación de activos que no sean esenciales. Pero tiene razón Pérez Millán en que, en todo caso, “la invocación de la Directiva no resuelve el problema en uno u otro sentido”.

Este es el párrafo, a mi juicio, esencial:

“El objeto social es, en nuestro Derecho, un límite legal al poder de representación de los administradores, porque viene impuesto por la ley, sin que pueda ser derogado por un pacto estatutario. Pero se trata de un límite que sólo cabe concretar por relación al objeto social determinado en los estatutos de cada sociedad. Es, además, un límite externo, porque los administradores carecen de poder para llevar a cabo sin intervención de la junta actos ajenos al mismo, y su trasgresión es oponible a los terceros con la excepción de aquellos de buena fe. Algo semejante sucede con las operaciones sobre activos esenciales. La competencia de la junta al respecto supone un límite legal al poder de representación de los administradores… pero es un límite que sólo puede precisarse por referencia a cada sociedad en particular. Es asimismo un límite externo, porque los administradores carecen de poder para llevar a cabo tales operaciones sin acuerdo de la junta…”

(¿por qué no puede ser derogada estatutariamente esta competencia de la junta? Sólo un argumento “institucionalista” justifica limitar la autonomía privada. ¿por qué no pueden los socios establecer que los administradores podrán enajenar o adquirir activos esenciales sin autorización de la junta? Al menos si el acuerdo se adopta por unanimidad, no debería haber ninguna razón que lo impidiera).

En realidad, la distinción relevante a efectos de la aplicación del art. 234 LSC es – dice Pérez Millán siguiendo a la doctrina alemana – el de

actos “corporativo-societarios

respecto de los cuales los administradores desempeñan solo una función…(de)… preparación y ejecución” y

actos o contratos “jurídico-patrimoniales”

“actos típicamente de gestión, competencia, en principio, de los administradores… (y)… comprendidos dentro… del artículo 234.2 LSC” que pueden tener efectos sobre la estructura de la sociedad lo que lleva al legislador a exigir la intervención de otros órganos sociales.

Podría decirse, pues, que el criterio relevante es a quién atribuye el legislador prima facie el dominio del acto. Como he explicado en otro lugar, las funciones de los administradores se resumen indicando que

(i) son los encargados de la gestión de la empresa social y

(ii) de las relaciones negociales – con terceros - de la sociedad. A tal fin se les reconoce el poder de dirección para tomar todas las decisiones que convengan a la consecución del fin social, esto es, al desarrollo de la empresa y el poder de representación para vincular a la sociedad con sus actos cuando se relacionan en nombre de ésta con terceros. Pero, además,

(iii) son los gestores del contrato social, esto es, están encargados de la ejecución del contrato de sociedad (por ejemplo, los aumentos de capital son modificaciones del contrato de sociedad y la ejecución del acuerdo correspondiente está a cargo de los administradores) y de gestionar las relaciones entre los socios y la sociedad (pago de dividendos, exigencia de los dividendos pasivos, transmisión de acciones o participaciones…).

Pues bien, en el caso de los actos corporativo-societarios (fusión, escisión, transformación…) los administradores no ejercitan una competencia propia, sino que actúan como ejecutores del contrato social, es decir, como ejecutores de la voluntad de otros. Pero en el caso de la adquisición o enajenación de activos esenciales, los administradores ejercen sus propias competencias – comprar y vender activos – que, por los efectos que tienen sobre el patrimonio empresarial, análogos a los que tiene el cambio del objeto social, el legislador limita obligando a los administradores a recabar la autorización de la junta. La intervención de la junta es, pues, como máximo, una autorización.

Recuérdese lo que es una “autorización”. Si la enmarcamos en el ámbito de la transmisión de la propiedad, la autorización es un requisito para el que dispone tenga poder de disposición, de manera que, sin la autorización no se produciría la transmisión de la propiedad. Pero nada impide que, al igual que en el 34 LH o en el 85 C de c., el legislador establezca una adquisición a non domino, esto es, que la buena fe del tercero supla la falta de poder de disposición por ausencia de la autorización. O sea, nada impide aplicar el art. 234.2 LSC a estos actos de los administradores que entran dentro de su competencia pero que requieren autorización.

Añade Pérez-Millán, apoyándose en Alcalá Díaz, que la aplicación analógica del art. 234 LSC a las operaciones sobre activos esenciales está justificada si entendemos, como hace una parte de la doctrina, que estas operaciones constituyen “actos ajenos, contrarios, sustitutivos o modificativos del objeto social”… más concretamente,

no son modificaciones estructurales encubiertas sino modificaciones de hecho del objeto social en su contenido o en su forma de ejercicio

David Pérez Millán, La competencia de la junta general respecto de operaciones sobre activos esenciales y el poder de representación de los administradores, Liber Amicorum Rodríguez Artigas/Esteban Velasco, Madrid 2017, pp 325 ss.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Sobre la falta de justificación de la distinción entre los actos de gestión y de organización de los administradores, desde el punto de vista del incumplimiento de sus obligaciones ver PAZ-ARES, Liber amicorum Rgez Artigas/G. Esteban, P. 65.

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