@thefromthetree
Para que un crédito pueda circular (Daniel debe 1000 a Antonio y Antonio debe 1000 a Carlos, Antonio paga a Carlos cediéndole el crédito contra Daniel y extinguiéndose las dos deudas en el momento en que Daniel paga a Carlos) es imprescindible que el acreedor primitivo y cedente (Antonio) pierda cualquier derecho sobre el crédito una vez que lo ha cedido, es decir, hay que equiparar la cesión de un crédito con causa vendendi a la compraventa, de modo que el cesionario (Carlos) sea el titular absoluto del crédito y Antonio no pueda disponer de él una vez que lo ha cedido. Esto nos parece hoy obvio, pero no lo era hasta la Edad Moderna porque no estaba generalizada la creencia en el carácter circulante de los créditos.
Hasta la Edad Moderna, por el contrario, se consideraba que el cedente podía condonar el crédito al deudor con efectos liberatorios para éste incluso tras haberlo cedido. Esto es lógico si se piensa que el cesionario deberá ir a buscar su confianza allá donde la puso y reclamar al cedente cuando sea vea incapaz de cobrar el crédito.
Otra barrera a la circulación era la que exigía un documento independiente y añadido al que recogía el crédito (contra Daniel) en el que acreedor y cesionario (Antonio y Carlos) acordaran la cesión en lugar de la simple entrega del documento que recogía el crédito original.
Estas barreras a la circulación de los créditos no eran significativas en economías donde el Comercio no estaba desarrollado. Los créditos no circulaban ni eran empleados como medio de pago. Nacían para ser extinguidos y no “salían” de la relación que los originó. Al cesionario no le quedaba mas que una acción contra el cedente-acreedor para que le compensara por haber condonado el crédito.
Otra barrera a la circulación era la que exigía un documento independiente y añadido al que recogía el crédito (contra Daniel) en el que acreedor y cesionario (Antonio y Carlos) acordaran la cesión en lugar de la simple entrega del documento que recogía el crédito original.
Estas barreras a la circulación de los créditos no eran significativas en economías donde el Comercio no estaba desarrollado. Los créditos no circulaban ni eran empleados como medio de pago. Nacían para ser extinguidos y no “salían” de la relación que los originó. Al cesionario no le quedaba mas que una acción contra el cedente-acreedor para que le compensara por haber condonado el crédito.
La discusión entre Maimonides y Rabad (los dos grandes filósofos y juristas judíos del siglo XIII) se planteaba en estos términos. Según el primero, la cesión por parte del acreedor al cesionario no era una auténtica compraventa porque la fuente (rabínica y no la Torah) que autorizaba tales cesiones no era la Ley, sino la “jurisprudencia”. En lenguaje más moderno, diríamos que los créditos no se consideraban transmisibles y, por tanto, el acreedor continuaba siendo titular del crédito frente al deudor. Según el segundo, el problema era que el acreedor no podía crear, mediante el acuerdo con el cesionario, una relación directa entre el deudor y el cesionario pero que si el deudor se obligaba a pagar al acreedor y a cualquiera que éste autorizara (hoy diríamos, “a la orden” del acreedor), entonces el acreedor-cedente (Antonio) no podría “apoderar” al cesionario para cobrar el crédito y, a continuación, condonarlo, porque gracias a la cláusula “a la orden”, se habría establecido una relación directa entre el deudor y el cesionario que el acreedor cedente no podría afectar.
Hacia el siglo XIV, en la Corona de Aragón, los comerciantes judíos habían “resuelto” los dos problemas adoptando la concepción más favorable a la circulabilidad: admitiendo la eficacia de la cláusula a la orden y la transmisión del crédito por la simple entrega del documento que lo recoge. Es decir, se habían generalizado la cláusula a la orden y la cláusula “al portador”.
Los judíos castellanos se mantuvieron fieles a la tradición aunque, lógicamente, los comerciantes incluían la cláusula a la orden o al portador. La cláusula a la orden o al portador se entendía simplemente como una “comisión de cobranza”, esto es, de incluirse en el documento, su significado era, simplemente, que el acreedor – titular del crédito – podía exigir el pago al deudor por sí mismo o utilizando los servicios de un tercero que aparecía así legitimado para exigir el pago en virtud del mandato que le había dado el acreedor. Los comerciantes toledanos siguieron presionando para cambiar la Ley y facilitar la circulación añadiendo cláusulas con tal finalidad en los documentos ("me obligo a pagar a X y a cualquier portador de este documento sin que sea necesaria autorización alguna del acreedor” lo que, al menos, eliminó la necesidad de que la cesión constase en un documento separado del que recogía el crédito).
Y en una consulta que se hace al jurisconsulto Harosh desde Burgos se le pregunta por la validez de un documento de un préstamo emitido genuinamente al portador, esto es, sin que apareciera el nombre del prestamista-acreedor. En este caso, Harosh contestó que la cláusula y el documento eran válidos y que cualquier portador podía reclamar el pago al deudor. Y alega, para justificar tal solución que esa era la voluntad de las partes originarias de la transacción (el prestamista no estaba dispuesto a prestar si el deudor no se comprometía a pagar a cualquier portador) y que “en asuntos civiles, todas las cláusulas son válidas”.
De manera que Harosh innovó profundamente a la vez que mantenía la fidelidad a la regla “legal”. Simplemente, reconociendo – hoy diríamos – a la autonomía privada la capacidad para derogar las reglas legales. Para derogar la regla legal bastaba con que, en el documento original, el acreedor inicial no apareciera, de modo que el crédito se independizaba del acreedor originario. El deudor se obligaba a pagar, no al que le hizo el préstamo, sino al que fuera el portador del documento en el momento del vencimiento de la deuda (hoy hablaríamos de promesas públicas de recompensa, esto es, de la promesa realizada por alguien de pagar una cantidad de dinero a persona indeterminada SAP Madrid 22 de julio de 2003, STSJ Navarra, 11 de diciembre de 2008). Se inventaron así las deudas o créditos “al portador”.
Y Harosh – como buen jurista que debió de ser – busca argumentos en todas partes y encontró uno en la Biblia, en concreto, en la historia del rey Saúl que prometió una recompensa a quien se cargara al gigante Goliat. El Talmud consideraba válida esa promesa y David, con la recompensa, pidió la mano de Michal, la hija del rey Saúl. Al justificar así la titularidad del crédito por parte del cesionario, Harosh evitó tener que responder a la cuestión de si el acreedor originario podía perdonar la deuda. No se plantea tal cuestión porque el acreedor originario no aparece en el título y, por tanto, carecía de “competencia” para condonar la deuda.
Es curioso también cómo se resolvía el caso en que un acreedor – el prestamista – hubiera fallecido. No se consideraba heredable el crédito (¿la idea de sucesión universal no estaba extendida?), de manera que la forma que tenían los herederos de reclamar el pago era colocándose como cesionarios del mismo.
Hacia el siglo XIV, en la Corona de Aragón, los comerciantes judíos habían “resuelto” los dos problemas adoptando la concepción más favorable a la circulabilidad: admitiendo la eficacia de la cláusula a la orden y la transmisión del crédito por la simple entrega del documento que lo recoge. Es decir, se habían generalizado la cláusula a la orden y la cláusula “al portador”.
Los judíos castellanos se mantuvieron fieles a la tradición aunque, lógicamente, los comerciantes incluían la cláusula a la orden o al portador. La cláusula a la orden o al portador se entendía simplemente como una “comisión de cobranza”, esto es, de incluirse en el documento, su significado era, simplemente, que el acreedor – titular del crédito – podía exigir el pago al deudor por sí mismo o utilizando los servicios de un tercero que aparecía así legitimado para exigir el pago en virtud del mandato que le había dado el acreedor. Los comerciantes toledanos siguieron presionando para cambiar la Ley y facilitar la circulación añadiendo cláusulas con tal finalidad en los documentos ("me obligo a pagar a X y a cualquier portador de este documento sin que sea necesaria autorización alguna del acreedor” lo que, al menos, eliminó la necesidad de que la cesión constase en un documento separado del que recogía el crédito).
Y en una consulta que se hace al jurisconsulto Harosh desde Burgos se le pregunta por la validez de un documento de un préstamo emitido genuinamente al portador, esto es, sin que apareciera el nombre del prestamista-acreedor. En este caso, Harosh contestó que la cláusula y el documento eran válidos y que cualquier portador podía reclamar el pago al deudor. Y alega, para justificar tal solución que esa era la voluntad de las partes originarias de la transacción (el prestamista no estaba dispuesto a prestar si el deudor no se comprometía a pagar a cualquier portador) y que “en asuntos civiles, todas las cláusulas son válidas”.
De manera que Harosh innovó profundamente a la vez que mantenía la fidelidad a la regla “legal”. Simplemente, reconociendo – hoy diríamos – a la autonomía privada la capacidad para derogar las reglas legales. Para derogar la regla legal bastaba con que, en el documento original, el acreedor inicial no apareciera, de modo que el crédito se independizaba del acreedor originario. El deudor se obligaba a pagar, no al que le hizo el préstamo, sino al que fuera el portador del documento en el momento del vencimiento de la deuda (hoy hablaríamos de promesas públicas de recompensa, esto es, de la promesa realizada por alguien de pagar una cantidad de dinero a persona indeterminada SAP Madrid 22 de julio de 2003, STSJ Navarra, 11 de diciembre de 2008). Se inventaron así las deudas o créditos “al portador”.
Y Harosh – como buen jurista que debió de ser – busca argumentos en todas partes y encontró uno en la Biblia, en concreto, en la historia del rey Saúl que prometió una recompensa a quien se cargara al gigante Goliat. El Talmud consideraba válida esa promesa y David, con la recompensa, pidió la mano de Michal, la hija del rey Saúl. Al justificar así la titularidad del crédito por parte del cesionario, Harosh evitó tener que responder a la cuestión de si el acreedor originario podía perdonar la deuda. No se plantea tal cuestión porque el acreedor originario no aparece en el título y, por tanto, carecía de “competencia” para condonar la deuda.
Es curioso también cómo se resolvía el caso en que un acreedor – el prestamista – hubiera fallecido. No se consideraba heredable el crédito (¿la idea de sucesión universal no estaba extendida?), de manera que la forma que tenían los herederos de reclamar el pago era colocándose como cesionarios del mismo.
Elimelech Westreich Elements of Negotiability in Jewish Law in Medieval Christian Spain
1 comentario:
Muy intersante. Hace tiempo quería escribir algún breve apunte sobre eso, en concreto desde que leí el magnífico libro Creación de Gore Vidal, donde salía un sistema similar -veo que Westereich menciona antecedentes babilónicos-.
También la Hawala o havaleh,del Irán actual. Muy interesante
http://elpais.com/diario/2008/06/08/negocio/1212929544_850215.html
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