lunes, 21 de julio de 2014

¡ Maldita deuda!


El libro de Atif Mian y Amir Sufi House of Debt, (U. Chicago Press, 2014) es uno de los mejores libros de divulgación sobre la “Gran Recesión” (que es como los autores llaman a la crisis financiera que se inició en 2007) que hemos leído. Para los que no somos expertos, resulta muy clarificador de conceptos económico-financieros sin los cuales no es fácil entender qué está pasando. Induce, además, a seguir leyendo (a Kindlerberger y a Geanakoplos especialmente) y provoca que – al menos un servidor que se tiene por un conversador de buena fe – el lector se replantee algunos puntos de vista.

Al lector español, le falta un Illueca que traslade los razonamientos de Mian y Sufi a España y a los datos españoles. Las diferencias entre el mercado hipotecario estadounidense y el español son significativas aunque – dicen los autores – “Spanish housing in the 2000s was the U.S. experience on steroids”. La responsabilidad ilimitada de los deudores hipotecarios españoles como regla general frente a la limitada (si uno entrega la vivienda al banco acreedor, la deuda hipotecaria se extingue) en el caso de la mayor parte de los Derechos estatales norteamericanos es, probablemente, la mayor diferencia. Pero hay otras significativas. Una es que los españoles no utilizaban la casa para endeudarse. Los préstamos hipotecarios lo eran para comprar casas, no para gastar el dinero recibido en préstamo en financiar otros consumos (salvo, probablemente, en algunos préstamos dados por las Cajas en el momento más loco de la burbuja). El número de desahucios de primera vivienda – residencia habitual – (“owner occupied houses") es, relativamente, mucho más bajo en España. El volumen de crédito otorgado a individuos que no podían hacer frente a los pagos de la hipoteca – subprime – probablemente tampoco fue tan elevado relativamente en España. Y, a diferencia de EE.UU., los españoles se enfrentaban a un panorama inédito en toda su historia: disfrutar de una moneda que no se devalúa y los tipos de interés más bajos de su Historia. (y aquí)

La lección más importante que extrae un lector como un servidor, que ha escrito esto, esto  esto, esto, esto, esto, esto, esto, esto y, especialmente, esto sobre la crisis, es que se podía haber hecho más, también en España, para “rescatar a las personas” en lugar de “a los bancos”.

Básicamente – y en esto el Gobierno del PP y los que redactaron la Ley Concursal han sido crueles – necesitamos regular generosamente el concurso de los individuos, permitiendo a los jueces reducir el principal y los intereses de los créditos hipotecarios o, según los casos, liquidar la deuda con la entrega de la vivienda al banco. Un procedimiento concursal garantiza que no cambiamos las reglas de los contratos retroactivamente puesto que lo que constituye una anomalía que requiere explicación es, precisamente, la inexistencia en nuestro Derecho de un procedimiento concursal para los individuos (personas físicas) con remisión de deudas.

Sinceramente, tal falta de regulación merece la calificación de inconstitucional (estoy incitando a los jueces a que planteen la correspondiente cuestión de inconstitucionalidad en el marco de un procedimiento de ejecución hipotecaria) ya que infringe el derecho al libre desarrollo de la personalidad. Los individuos que tienen la mala suerte de caer en paro y haberse endeudado para comprar una vivienda se ven condenados, de por vida, al salario mínimo como consecuencia de que el valor de la vivienda que dio en garantía del préstamo se ha reducido y, tras la ejecución de la vivienda, todavía sigue siendo deudor de una cantidad importante al banco o, ahora, a los fondos de inversión que adquirieron los correspondientes créditos.

Las propuestas de los autores, en relación con los contratos ya celebrados van en esa línea: permitir reducir el principal y los intereses en el procedimiento concursal del consumidor – que hoy no se puede hacer en los EE.UU. –; que el Estado compre los créditos hipotecarios a los bancos a un precio reducido – el que pagan los fondos de inversión – y condone todo o parte de la deuda a los prestatarios; que el Estado elimine las cláusulas de los contratos que incrementan la deuda (en España, se ha hecho a través de la jurisprudencia sobre cláusulas-suelo, swaps y la consideración como abusivas de las cláusulas sobre intereses moratorios y vencimiento anticipado). Probablemente se podía haber hecho más y se puede hacer más. Por ejemplo, en relación con los créditos hipotecarios transmitidos por los bancos a la SAREB cuando los inmuebles no hayan sido adjudicados todavía. De nuevo, sería interesante conocer los datos españoles al respecto. Nos remitimos a los trabajos de Celentani y Gómez-Pomar en NadaesGratis que exponen la cuestión con gran detalle y acierto. Por ejemplo, es evidente que, adoptadas estas medidas, los tipos de interés que habríamos pagado y que pagaremos por los préstamos hipotecarios habrían sido y serán mayores pero no creo – y los autores resultan convincentes en ese punto – que eso hubiera sido malo para la Economía española. EL PAIS acaba de dedicar un extenso artículo a la cuestión.  

Es el sobreendeudamiento de los hogares el punto de partida de las recesiones


El punto de partida de los autores es que todas las grandes recesiones van precedidas de un incremento de la deuda de los hogares (o sea, que las familias se endeudan), deuda que se destina a adquirir viviendas, básicamente. Ese incremento de la deuda genera un aumento del precio de los activos, o sea, una burbuja. Especialmente convincente es la explicación de por qué la relación causal va del endeudamiento a la burbuja y no al revés pp 82 y siguientes). No es que un aumento del precio de los activos genere el aumento de la deuda privada. Como mucha más gente está en condiciones de acceder al crédito, se incrementa la demanda de viviendas y la oferta responde construyéndolas.

Cuando se aproxima el estallido de la burbuja, los hogares dejan de gastar, o sea, se produce una depresión de la demanda que desata la crisis. Lo importante es que la reducción del gasto por parte de las familias no es una consecuencia de la crisis sino que precede a la crisis. La reducción del gasto provoca una bajada de los precios y de los salarios y un aumento del desempleo. La crisis se agrava por los efectos colaterales derivados de los desahucios: la bajada del precio de las viviendas se profundiza para todas las viviendas porque las ejecuciones hipotecarias obligan a vender a cualquier precio lo que deprime aún más el gasto de las familias, las ventas de las empresas, el empleo etc.

Una teoría de las recesiones


Como hemos dicho, según los autores,
“Las recesiones vienen precedidas de un gran aumento en la deuda de los hogares y comienzan con una reducción dramática del gasto”.
Y esta reducción del gasto deriva, a su vez, de la reducción del valor de los inmuebles donde viven las familias. Cuando las familias endeudadas para comprarse el piso prevén una reducción en el valor de éste, dejan de gastar. Al hacerlo, reducen la demanda agregada de modo que los que les venden productos, dejan de fabricarlos y reducen sus precios y despiden gente lo que reduce aún más la demanda porque los desempleados (aunque no estén endeudados y no han sufrido una reducción significativa del valor de sus viviendas) también reducen su consumo. El proceso se convierte en una espiral infernal de deflación y desempleo. Los ricos, que tienen buena parte de su riqueza en activos financieros (acciones, obligaciones), no se ven afectados, por lo que las recesiones aumentan la desigualdad. Es más, los ricos son los que, con sus ahorros y a través de los bancos, ponen el dinero para que el pobre se compre la casa. Cuando la casa baja de valor, el pobre – propietario  lo pierde todo y el rico recupera lo prestado mediante la venta de la casa por un precio menor.

El antiseguro


El armazón teórico se funda en el efecto “antiseguro” que tiene, para las familias más pobres, la adquisición de una vivienda a crédito. Si una familia compra una vivienda de 100.000 € con un crédito de 80.000 € – y, por tanto, un pago inicial de 20.000 € –, una reducción del valor de la vivienda en un 20 % recae, en su totalidad, sobre el comprador. El acreedor hipotecario no sufre ninguna pérdida por esta rebaja del valor de la vivienda porque tiene una pretensión preferente sobre el inmueble respecto del dueño. Igual que con una empresa sobreendeudada: una reducción significativa del valor de los activos de una empresa se traduce en la pérdida total del valor de las “acciones” de la misma, Así, el valor de las acciones de una sociedad anónima cuyo balance estuviera formado por 20.000 € de capital y 80.000 € de deuda sería igual a cero si el valor de mercado de los activos se redujera en un 20 %. Estas familias son las que tienen una propensión marginal al consumo más intensa, de modo que al frenar su gasto, reducen la demanda agregada y favorecen la recesión.

En otras palabras, el riesgo de reducción del valor de las viviendas recae completamente sobre el propietario. Eso está bien porque induce al propietario a mantener y aumentar su valor y el propietario recibe todos los beneficios del uso y, en su caso, de venta. Pero el dueño no puede hacer nada en relación con el precio de mercado del activo. Si se ha endeudado para adquirirla y el valor de la vivienda cae, el dueño sufre un riesgo catastrófico en términos del Derecho de Seguros porque acaba en quiebra.


¿Por qué el mercado no había generado mecanismos que protegieran a los compradores de viviendas a base de deuda frente al riesgo de pérdida de valor de ésta? 


Por ejemplo, contratos de seguro que cubrieran el riesgo de que el precio de la vivienda caiga más de un 20 %. Porque, históricamente, el precio de las viviendas nunca había caído significativamente (la probabilidad de que se produjera el siniestro era muy baja). Y no lo habían hecho por la inflación. Una moneda que se devaluaba sistemáticamente – la peseta – protegía a los propietarios de vivienda aunque se hubieran sobreendeudado para comprarla. A mi juicio, esta es la diferencia fundamental entre el caso español y el norteamericano. 

De ahí que las “recetas” que los autores proponen deban aplicarse con cuidado. Estas son de dos tipos. Por un lado, recetas dirigidas a desendeudar a aquellos que han sufrido la quiebra como consecuencia, por un lado, de la pérdida de valor de la vivienda y, por otro, de la pérdida de ingresos – desempleo – que les permitieran seguir pagando el crédito hipotecario a la espera de la recuperación del mercado de viviendas. Por otro, recetas dirigidas a evitar que una situación semejante se reproduzca en el futuro.

Las primeras, para un jurista, son evidentes y EL PAIS publica, de nuevo, la recomendación del FMI para España: regular generosamente el concurso de las personas físicas en los términos explicados más arriba. Las segundas, limitando las posibilidades de endeudamiento y obligando a los bancos a ser mucho más precavidos a la hora de conceder créditos hipotecarios (como ha sugerido Celentani y otros, los bancos han de contar con que el deudor persona física puede dejar de pagar el préstamo y éste ser extinguido como lo sería si hubieran dado el préstamo a una persona jurídica que resultara insolvente.

A tal efecto, los autores proponen un tipo de crédito en el que el acreedor asuma parte del riesgo de oscilación del precio de la vivienda. Si éste sube, cobra más intereses, si baja, se reduce el principal de forma proporcional. Es razonable. Y la pregunta es, de nuevo, por qué no el mercado no ha generado tal producto espontáneamente. y, de nuevo también, la mentalidad de los deudores lo ha impedido. Si el precio de las viviendas nunca ha bajado en términos nominales y la inflación ha reducido históricamente el peso de la deuda, ¿por qué habrían de compartir con el acreedor el incremento de valor de la vivienda? De ahí que creamos que el problema se resolverá solo una vez que los ciudadanos se acostumbren a vivir en un entorno de baja inflación y moneda que no pierde valor al ritmo que lo hacía la peseta. Cabe preguntarse, de nuevo, si no sería preferible utilizar una especie de contrato de seguro asociado al préstamo, de modo que el asegurador abone parte del préstamo si se produce una reducción significativa del precio de la vivienda. La intervención de una compañía de seguros obligaría al banco y al prestatario a internalizar ese riesgo mediante la fijación de la prima correspondiente. Sería un coste más del préstamo que reduciría automáticamente el loan-to-value (qué porcentaje del precio de la vivienda se financia por el banco).

Salvar a los bancos o salvar a las personas.


Los capítulos correspondientes son excelentes. Si los bancos centrales – la Reserva Federal y el Banco Central Europeo – hacen lo que pueden y deben, no salvan a los bancos. Les proporcionan, sólo, liquidez. Es decir, les prestan dinero contable con obligación de devolverlo y con garantías en forma de deuda pública, por ejemplo, pero también, deuda privada. Si el banco es solvente, devolverá lo recibido del banco central y, si no, el banco central ejecutará las garantías. Hasta ahí, no hay dinero del contribuyente para salvar a los bancos.

El dinero del contribuyente empieza a emplearse cuando los bancos son insolventes y, en lugar de hacer sufrir a sus acreedores las pérdidas, el Estado interviene y garantiza el pago a todos los acreedores del banco. En España, se ha salvado a los depositantes en muchas cajas y, en algunas, también a los acreedores de los bancos (los titulares de deuda llamada senior). No se ha salvado a los accionistas. Las cajas han perdido todo el capital de los bancos de su titularidad. Pero no se entiende por qué los que habían comprado participaciones preferentes – cuasicapital – sí que han sufrido las pérdidas de la caja y no lo han hecho los inversores alemanes y franceses sobre todo, que suscribieron las emisiones de deuda de las cajas. Es a éstos a los que los contribuyentes españoles han rescatado indebidamente. Debería haberse dejado quebrar a todas las cajas (o, como hemos dicho en otro lugar, mutualizar la deuda de las cajas haciendo una “supercaja”) y haber hecho soportar las pérdidas a los acreedores senior. El Estado, en cumplimiento de sus deberes de garantizar el funcionamiento del sistema de pagos y la confianza del público en los bancos, debía asegurar los depósitos, pero nada más.

Esto es lo que garantiza – aparentemente – la nueva regulación sobre resolución y reestructuración bancaria: que los que presten dinero a los bancos han de contar con que si el banco deviene insolvente, el Estado no los rescatará. Los contribuyentes españoles hemos rescatado también a los acreedores de los bancos y dicho rescate es perfectamente sensato en relación con los depositantes pero resulta difícil de tragar en relación con los acreedores que compraron títulos de deuda de los bancos. En ese punto, los movimientos que gritaban “salvad a las personas y no a los bancos” tenían razón, porque los fondos públicos deberían haberse dirigido, en mayor medida, a rescatar a los deudores hipotecarios en peor situación. Los gobiernos (Estado y CC.AA. lo hicieron tarde y mal). Para evitar riesgos de redistribución indebida de la riqueza, lo mejor, sin duda es utilizar el seguro de desempleo y el Derecho Concursal. Lo primero para preservar la capacidad de gasto de las personas que se quedan en desempleo. Lo segundo para reducir el endeudamiento de los adquirentes de vivienda cuando se produce una caída significativa de su precio de mercado.

Un sistema financiero podrido: la correlación de riesgos en la titulización


Lo que no se resolverá espontáneamente es el funcionamiento del sistema financiero y la utilización desmedida de innovaciones peligrosas cuyos riesgos no han sido probados. Me refiero – la exposición de los autores es la mejor que hemos leído nunca – a los efectos de la titulización. Frente a otras exposiciones, los autores hacen un uso excelente del problema de la correlación, otro concepto extraído de la Economía del Seguro.

Como es sabido, el seguro es eficiente si se trata de hacer frente a los riesgos que recaen sobre una multitud de individuos cuando los siniestros son independientes entre sí, es decir, no están correlacionados. Es
"uno de los hechos fundamentales para el análisis económico del riesgo (que) cuando muchas personas se enfrentan a riesgos estadísticamente independientes, pueden reducir enormemente el coste de soportarlos si los comparten entre ellas*.
Dos riesgos son estadísticamente independientes cuando el conocimiento del valor efectivo de uno de ellos no da ninguna información sobre el valor que podría alcanzar el otro. Por ejemplo, el riesgo de que A sufra un accidente de tráfico es independiente estadísticamente del riesgo de que otro ciudadano B lo sufra. La reducción de los costes proviene de la diversificación:
"compartiendo los riesgos eficientemente, el grupo tiene menor aversión al riesgo que la gente que lo compone (porque la prima de riesgo total es la misma que la que resultaría si la totalidad del riesgo fuera soportada por una sola persona cuya tolerancia al riesgo fuera la suma de las tolerancias al riesgo de los miembros individuales del grupo) y, entonces, se reducen los costes de soportar el riesgo" (**)[2]. El que es neutral al riesgo no soporta ningún coste por aceptarlos.
Pues bien, lo que sucedió con la titulización de las hipotecas en los EE.UU., fue que se logró crear activos aparentemente “superseguros” a costa de incrementar espantosamente la correlación entre los riesgos. Se engañó, pues, a los inversores, a los que se hacía creer que el riesgo de impago de las “rodajas” que habían comprado era muy pequeño cuando era muy superior porque la probabilidad de impago por parte de los deudores hipotecarios estaba correlacionada (es decir, el impago por parte de un deudor hacía más probable el impago por parte de otro) en la medida en que dicho impago dependía de la situación de la Economía en general y de la reducción general del precio de las viviendas.

La narración es fascinante (pp 92 ss) y comienza con la crisis asiática de finales de los 90 del pasado siglo y cómo la salida de divisas de esos países provocó que sus autoridades limitaran la capacidad de sus empresas y bancos de endeudarse en dólares a la vez que indujeron a invertir en activos denominados en dólares. A continuación explican la eficiencia de la titulización (aquí, y aquí) en términos de seguro: diversificar el riesgo idiosincrático, esto es, que un deudor hipotecario concreto deje de pagar su préstamo hipotecario. Al acumular decenas o centenares de miles de créditos hipotecarios, al igual que al acumular miles o centenares de miles de accidentes de tráfico, el riesgo puede soportarse a menor coste. Y, al hacer “rodajas”, los que asumían más riesgo, recibían mayor remuneración. El problema era que los riesgos soportados por los que adquirían los títulos emitidos por estos fondos de créditos hipotecarios estaban correlacionados, es decir, no se lograba diversificar los riesgos, sino concentrarlos (pp 98-101). Las rodajas que se vendían – y se certificaban por las agencias de calificación de riesgos – como “superseguras” o “triple A” no lo eran en realidad. Y, lo que es peor, la demanda de activos seguros indujo a los bancos a dar más créditos hipotecarios a individuos con un alto riesgo de impago entrando la Economía en una espiral infernal.


* Paul Milgrom, John Roberts, Economía, organización y gestión de la empresa, Barcelona 1993, p 249. Lo que exige que la compañía de seguros esté diversificada. Así, cuando el siniestro afecta a una región entera (un terremoto, por ejemplo), una compañía de seguros local no puede ser aseguradora por la sencilla razón de que los asegurados sabrían que, si se produce el terremoto, la compañía recibirá tal volumen de reclamaciones de indemnización que caerá en quiebra. El problema se resuelve con el reaseguro y, en el caso español de forma particular, a través del consorcio de compensación de seguros.

** MILGRON/ROBERTS, Economía, p 251

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