Si hay costes sociales del monopolio (ineficiencias), deberían desaparecer cuando la actividad se liberaliza y los productos o servicios se producen competitivamente y deberían aparecer cuando se monopoliza una actividad que venía prestándose en régimen de libertad de competencia. Los estudios sectoriales indican que, efectivamente, los costes del monopolio son significativos y consisten en que la productividad de las fábricas del sector es más baja (ceteris paribus, una fábrica de un monopolista produce menos que la de una empresa en competencia) y se produce una asignación ineficiente de los recursos, esto es, los recursos del trabajo y capital se transfieren de las fábricas más productivas a las menos. O sea que se despilfarran recursos porque no se produce todo lo que se podría producir con esos insumos. En los casos históricos de liberalización, no era extraño que se duplicara la producción en poco tiempo.
Una causa probable de tales ineficiencias es que los titulares del monopolio están recibiendo “rentas” (ingresos superiores a los que exigirían como mínimo para seguir en el mercado) y que, a menudo, los conflictos por apoderarse de tales rentas entre los titulares del monopolio pueden ser tan costosos que acaben con las propias rentas y, a la vez, reduzcan aún más la eficiencia de la producción.
Si estos costes habían parecido más bajos en el pasado era porque se medía el coste entre distintos sectores y no en el seno de un sector industrial concreto. En el trabajo, se analiza el sector azucarero en EE.UU., que fue “cartelizado” por el propio gobierno en los años treinta pero que sobrevivió durante más de cuarenta años tras haberse superado la Gran Depresión y hasta 1974. Los incentivos para monopolizar la producción o pedir protección al gobierno en forma de autorización para constituir un cártel son especialmente grandes cuando los costes de transporte (y, por tanto, los costes de acceso al mercado para los productores extranjeros) son elevados en relación con el coste de producir el producto. Si los productores tienen poder político, podrán sustituir el cártel por un arancel que actúa de igual modo que un incremento de los costes de transporte. Al mismo tiempo, los que forman parte de las empresas productoras (inversores, trabajadores) tratarán de apoderarse de la mayor parte posible de las rentas. Si hay rentas, habrá gente dispuesta a capturarlas. Una vez que el Estado ha impuesto un arancel, las empresas invertirán en mantenerlo y evitar que sea suprimido. Y los intereses en monopolizar la producción serán comunes a los inversores – los accionistas – y a los trabajadores de esas empresas que no sólo apoyarán la protección colusoria o arancelaria, sino que monopolizarán la oferta de trabajo en ese sector industrial.
No hay monopolios que cien años duren porque, por ejemplo, se produce una reducción notable en los costes de transporte, lo que reduce la ventaja competitiva de los productores nacionales y, dadas las ineficiencias del monopolio nacional, las ventajas de costes de la producción extranjera deviene tan enorme que se exige al resto de la Sociedad pagar un precio inasumible por el producto monopolizado.
¿Cómo se reparten las rentas del monopolio entre los grupos de interesados en la empresa monopolista? y cómo conducen los conflictos entre los grupos de interesados a la destrucción del monopolio? Los dos mecanismos de reparto más dañinos era la asignación de cuotas de producción entre los miembros del cártel y las reglas laborales. En el caso del azúcar, las cuotas son rígidas lo que significa que si un productor deviene más eficiente, carece de incentivos para aumentar la producción lo que se traduce en que “las factorías poco productivas acaban produciendo demasiado y las más productivas demasiado poco”. El despilfarro alcanzó entre el 20 y el 30 por ciento de los beneficios del sector. En cuanto a las reglas laborales, el ejemplo se extrae de las industrias del mineral de hierro y la producción de cemento. Estas reglas ineficientes consistían en hacer rígidas las tareas de cada trabajador (clasificación profesional), de manera que no podían trasladarse trabajadores de una actividad a otra dentro de una fábrica o entre fábricas. Las ineficiencias derivadas de tal sistema de reparto de las tareas (supongo que provocaban cuellos de botella y máquinas paradas más tiempo del necesario y falta de incentivos para producir más – un trabajador no hacía algo que podía hacer si la tarea correspondía a otro) fueron tales que, cuando se derogaron las normas correspondientes, la “productividad del factor trabajo se duplicó en pocos años”. El resultado es el mismo que en el caso del azúcar: fábricas ineficientes produciendo demasiado y fábricas eficientes produciendo demasiado poco. La ineficiencia de las normas de clasificación profesional es tanto mayor cuanto menos justificadas estén en términos de especialización y conocimientos necesarios para desempeñar la tarea, por lo tanto, mayor cuanto menos cualificado sea el trabajo.
James A. Schmitz, Jr. New and Larger Costs of Monopoly and Tariffs, 2012
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