lunes, 31 de julio de 2017

El juego del soborno: estrategias anticorrupción que aumentan el nivel de corrupción

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En el trabajo publicado en Nature que resumimos a continuación (este resumen está muy bien), los autores dan cuenta de un experimento consistente en un juego de bienes públicos al que añaden un líder que puede ser sobornado por los participantes (BG en el gráfico).

Un juego de bienes públicos es aquel en el que los participantes aportan a la producción de un bien que beneficia a todos (un pozo del que sacar agua para regar todas las fincas de todos los participantes, por ejemplo). Individualmente, cada uno está mejor si los demás aportan (porque el pozo se construirá) y uno no lo hace (porque se ahorra su aportación). La ganancia total derivada del hecho de que se produzca el “bien público”, esto es, de que se construya el pozo, es superior a la aportación individual de cada miembro del grupo multiplicada por el número de miembros. El reparto de las ganancias (el uso del pozo) es igualitario entre los miembros del grupo (si se pudiera medir la aportación, el reparto de la ganancia se haría proporcionalmente, pero claro, si se puede medir la aportación es que se puede saber quién ha contribuido y quién no y cuánto).

Es decir, gracias a la aportación de muchos se obtienen las ventajas de las economías de escala. Estos juegos podrían llamarse, en realidad, juegos de la producción en común. La producción en común es, como hemos dicho muchas veces, una de las dos formas fundamentales de articular la cooperación entre humanos. La otra es el intercambio. En estos juegos, hay un Deus ex machina – el que organiza el experimento – que proporciona la ganancia de la producción en común a los jugadores individualmente. En el caso, tras jugar el juego – cada uno decide individualmente cuánto aporta para construir el pozo – el experimentador entrega a cada uno su parte en la ganancia común.


Con números. Supongamos que construir el pozo cuesta 10 y hay 5 jugadores. Cada jugador tiene, inicialmente, 8 €. Y que, si se construye, la ganancia para todos es de 15 (multiplicador). Cada uno aporta lo que quiere. Si se aportan los 10, el pozo se construye y el experimentador reparte entre los 5 la ganancia. De modo que si, en el ejemplo, todos aportan 2 € al fondo para construir el pozo, tras el juego, cada uno tendrá 9 (8 iniciales, menos 2 que han aportado al fondo común más 3 q reciben del experimentador que reparte los 15 entre los 5). La tendencia egoísta de cada uno hará que los pozos nunca se construyan porque cada uno pensará que si los demás aportan 3, el pozo se construirá y él estará mejor (8+3) que en el caso de que aportara él también 3 €. Los autores generan este “dilema del prisionero” – dilema de la coooperación –
fijando el multiplicador de tal manera que sea en el mejor interés de cada jugador dejar que otros aporten pero no aportar nada ellos mismos y, al mismo tiempo, que sea en el mejor interés del grupo en su conjunto que todos los jugadores aporten toda su dotación inicial de modo que todos obtengan los beneficios máximos del multiplicador.
Los humanos, sin embargo, cooperamos con facilidad en pequeños grupos y, como recordó Ostrom, no son raros los casos en los que los pozos se construyen. Existen mecanismos sociales muy poderosos – la reputación derivada del carácter repetitivo de estos juegos y, por tanto, la posibilidad de castigar al gorrón – que favorecen la sostenibilidad de la cooperación y la construcción de bienes públicos.

Lo que analizan los autores es lo que pasa cuando el castigo al gorrón no es descentralizado. En pequeños grupos, el castigo descentralizado al gorrón funciona. Todos tienen información sobre el comportamiento de los demás y todos tienen incentivos – si los juegos se repiten – para castigar al gorrón, parásito o free rider. Es más, tienen incentivos para castigar al que ¡no castiga al gorrón! Si la producción de los bienes públicos de que se trate es cuestión de vida o muerte para el grupo (lo que es frecuente en economías de subsistencia) como ocurriría en el caso del pozo ya que todos los miembros del grupo sobreviven gracias al cultivo de su propia parcela, observaremos un elevado índice de castigo prosocial y, por tanto, un reducido nivel de presencia de gorrones en los grupos.

Si el grupo no es grande, el castigo descentralizado es sostenible. Si el grupo es grande, no y el grupo solo podrá sobrevivir invirtiendo en organizar un sistema de castigo centralizado. De nuevo las economías de escala en el castigo a los gorrones están presentes. El castigo centralizado hay que “financiarlo”. Eso se hace con impuestos (para que no haya gorrones, esto es, individuos que no contribuyen – no ya a la producción del bien público – sino al propio castigo a los gorrones, porque castigar a los gorrones es también costoso y porque castigar a los gorrones es también un bien público).

En el experimento, los autores designan, para cada ronda, a uno de los participantes como


líder-castigador,


es decir, como aquél que va a aplicar el castigo a los gorrones. Por lo demás, este participante es igual a los demás y el puesto rota entre los participantes. El líder es informado de lo que ha aportado cada uno y de los fondos de los que dispone – los extraídos vía impuestos a todos – para castigar o no a cada uno de los participantes. Si el líder es honrado, castigará a los gorrones y premiará a los que más hayan contribuido al fondo común. El líder no es castigado con independencia de su aportación. Es legibus solutus. Y a cada miembro del grupo se le comunica la decisión del líder sólo respecto de él, no respecto de los demás.

Lo que los autores añaden en su “juego del soborno” es que cada uno de


los miembros del grupo pueden sobornar al líder,


es decir, puede darle algo para que le trate mejor cuando aplique los castigos. El líder puede ser honesto y no aceptar el soborno o incluso castigarlo por haber intentado sobornarlo en el reparto de castigos tras el juego. En el mundo real, estos sobornos al líder – al que aplica los castigos centralizadamente – adoptan la forma de sobornos a políticos o funcionarios o gastos en lobbying. En el experimento, y para evitar los efectos reputacionales, el papel de líder lo juega uno de los jugadores en cada ronda.

Al introducir esta posibilidad,

los autores observan que las contribuciones a la construcción del bien público – del pozo en nuestro ejemplo – se reducen en un 25 %.


El hallazgo de los autores consiste en que observaron que los individuos que habían crecido en países con mayores niveles de corrupción estaban más dispuestos a pagar y aceptar sobornos y que los líderes más fuertes – entendiendo por fuertes aquellos que disponen de más fondos para castigar a los miembros del grupo – son más propensos a aceptar sobornos (“Si el líder es poderoso, el nivel de corrupción aumenta”). De manera que la conclusión es que los líderes no utilizan su posición para lo que se les otorgó – asegurar la eficacia del castigo centralizado a los gorrones – sino para mejorar su propia condición a costa del bien común. Se construyen menos pozos (sustitúyanse pozos por escuelas, carreteras o líneas eléctricas).

¿Qué ocurre si los miembros del grupo saben lo que ha hecho el líder


es decir, si saben cuánto ha aportado el líder al fondo común? A esto lo llaman los autores “transparencia parcial”. Y ¿qué ocurre si cada miembro del grupo conoce también lo que han hecho los demás miembros del grupo? esto es, saben cuánto ha aportado cada uno al fondo común, cuánto ha pagado al líder y qué ha hecho el lider-castigador a continuación (transparencia total). En fin, ¿qué ocurre cuando se obliga al líder a aportar su fondo particular al bien público?
Pues que son relevantes dos circunstancias: la “fortaleza” del líder y el potencial económico de los bienes públicos. Si el líder es débil (en el sentido explicado más arriba, es decir, tiene pocas herramientas con las que castigar a los “súbditos” porque hay pocos fondos que repartir procedentes de los impuestos) y las ganancias de la producción del bien público son escasas, de nada sirven la transparencia total ni la parcial y ésta genera cooperación en menor grado que el juego normal – sin líder y sin poder sobornar al líder –.

Estas dos circunstancias (que se trate de líderes fuertes o débiles y las ganancias para todo el grupo de la producción en común) son bastante intuitivas e interesantes. Recuérdese lo que se dice aquí sobre la extensión de los intercambios impersonales. Si la ganancia que proporciona la construcción del pozo es enorme (como comerciar con las Indias orientales), las necesidades de coordinación de los miembros de un grupo – y de un líder-castigador – serán menores porque todos están incentivados a contribuir ya que esperan recibir parte de esas ganancias y, aunque descuenten fuertemente que otros se llevarán lo que no merecen, hay “ganancias para todos” incluso aunque algunos se apropien indebidamente de parte de ellas. Los “low hanging fruits” son los primeros en recogerse también cuando alcanzarlos requiere de la cooperación entre los miembros de un grupo. Cuanto mayor es la ganancia percibida de la producción del bien público más probable es que la cooperación entre los participantes sea exitosa y si el grupo es grande, que se organice un sistema de sanciones centralizado. Supongo que eso puede demostrarse matemáticamente (ceteris paribus, los incentivos individuales para contribuir a la producción del bien público son mayores si se mantiene constante el nivel de gorrones en el grupo). Viceversa, cuanto menor sea la ganancia común esperada de la producción del bien público, menos incentivos individuales para aportar.

En relación con la idea de ligar los ingresos del líder al éxito en la provisión de bienes públicos (es decir, obligando al líder a aportar su patrimonio privado a la producción de los bienes públicos), hay un ejemplo real nos dicen los autores: el caso de Singapur, uno de los países con menor corrupción percibida del mundo, y en el que el salario del primer ministro y de los ministros del gobierno está ligado al crecimiento económico del país. El primer ministro de Singapur es el mejor pagado del mundo.

La conclusión más interesante es que medidas que se consideran “anticorrupción” pueden favorecer ésta. En el caso, la transparencia respecto de la existencia de los sobornos al líder y de la conducta de éste contribuyen a extender las conductas no-cooperativas: cuando los líderes son débiles y el potencial económico es pequeño, la transparencia aumenta la corrupción y reduce aún más la producción de bienes públicos.

Pero el resultado no puede ser más desalentador. Como se deduce del gráfico, si permitimos los pagos – los sobornos – al líder, no hay medidas de transparencia que mejoren los resultados del grupo de control, esto es, el de los que han jugado el juego de los bienes públicos sin permitir los sobornos. Donde la corrupción “hace menos daño” es en los entornos con líderes poderosos y total transparencia y donde hace más daño es en entornos con líderes débiles y transparencia parcial.
“Las medidas de mitigación de la corrupción incrementan efectivamente las aportaciones (aunque no al nivel del juego en el que los sobornos no están permitidos) cuando los líderes son poderosos o el potencial económico es elevado. Cuando los líderes son débiles y el potencial económico es pequeño, la estrategia de mitigación de la corrupción (transparencia total) carece de efectos y la transparencia parcial provoca un efecto contrario, esto es, una reducción todavía mayor de las aportaciones incluso respecto del caso de que se permitan los sobornos sin transparencia y, por tanto, conduce a una menor provisión de bienes públicos”.
Dado que en el mundo real nunca estaremos en el “control” – las barras rojas en el gráfico – las medidas anticorrupción como las que aumentan la transparencia son bienvenidas porque aumentan la provisión de bienes públicos. El caso interesante es aquél en el que no lo hace: cuando los líderes son débiles y el potencial económico es pequeño. Y, en tal caso, la transparencia parcial está desaconsejada. La intuición es que, una vez que todos saben que se pueden pagar sobornos y que el líder los acepta y no está aportando, a su vez, a la producción del bien común, es preferible individualmente pagar el soborno y evitar ser castigado o, en otros términos, que el conocimiento común de la regla – la existencia de sobornos – refuerza su vigencia.

La conclusión


A medida que aumenta el potencial económico, se requiere menos intervención estatal para sostener la cooperación y hay mayor riesgo de abuso del mayor poder que se haya conferido, lo que requiere mayores esfuerzos para luchar contra la corrupción.
O sea, que en países prósperos, conviene tener gobiernos débiles. Pero no así en los países pobres
Por el contrario, cuando el potencial económico es bajo, un grado más elevado de intervención estatal es más eficaz para controlar el parasitismo, esto es, a los gorrones, siempre y cuando esta intervención se combine con estrategias para mitigar la corrupción. Esto puede ayudar a explicar por qué las intuiciones sobre 'remedios para acabar con la corrupción' basadas en las experiencias de los países ricos no funcionan tan bien en países más pobres
Los autores sugieren, además, que hay un grado de autoselección por parte de los emigrantes. Estos – cuando proceden de países corruptos – suelen ser menos corruptos que sus – ahora – connacionales en un país de inmigración (en el caso Canadá), lo que indica que rechazan parte de su identidad y aprecian la del país de destino. No es raro que los delitos se reduzcan en barrios de alta inmigración y que, en general, los inmigrantes cometan menos delitos que los nacionales.

Michael Muthukrishna, Patrick Francois, Shayan Pourahmadi and Joseph Henrich Corrupting cooperation and how anti-corruption strategies may backfire


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