Los derechos de propiedad intelectual e industrial se otorgan por razones económicas distintas a por los que se reconoce el derecho de propiedad sobre los bienes físicos. En el primer caso, el “monopolio” y la protección frente a la imitación o la copia pretende inducir a los individuos a expresar la idea o producir el invento en primer lugar, esto es, que inviertan en la creación de los objetos de propiedad, para lo que no tendrían incentivos si cualquiera pudiera copiarlo inmediatamente. En el segundo caso, el derecho de propiedad es una forma de organizar la escasez. Si los bienes no fueran escasos, no habría necesidad de atribuir la propiedad.
No hay “comidas gratis” y el reconocimiento de derechos de propiedad en uno y otro caso tienen costes. En el caso de la propiedad intelectual o industrial, los derivados del precio supracompetitivo que podrá cargar el titular si no hay abundancia de bienes completamente sustitutivos en el mercado y, por tanto, una oferta subóptima, pero también, una reducción de la innovación llamada “incremental” porque está basada en invenciones o creaciones anteriores. En el caso de la propiedad de bienes físicos, una infrautilización de los bienes y, si su transmisión es costosa, una asignación ineficiente de los recursos si el titular del bien no es el que puede maximizar su valor.
De lo que se deduce que no deben otorgarse o reconocerse derechos de propiedad en cualquier caso. Y, en relación con la propiedad intelectual e industrial, con mayor motivo porque el “fallo de mercado” que resuelve su otorgamiento no es tan grave como el de la escasez. Se explica así, que los derechos de propiedad intelectual no se otorguen con duración indefinida. Es un reconocimiento de la pérdida de bienestar social que su existencia provocan.
Lemley analiza en este artículo los argumentos que el llama ex post (el argumento ex ante es el de incentivar la creación y la producción intelectual e industrial)para justificar los derechos de propiedad industrial e intelectual. Son dos. Por un lado, proporcionar al titular los incentivos adecuados para mejorar o desarrollar una creación o invento ya producidos y, por otro, controlar el uso excesivo de la información.
El primer argumento se formula diciendo que, al igual que sucede con la propiedad de los bienes físicos, el dueño (el que tiene derecho a todos los rendimientos que produzca el activo) tiene incentivos para invertir en el bien o producto si las inversiones incrementan el valor del activo (incrementan los rendimientos futuros). Por tanto, el titular de un invento – patente – o de una obra – propiedad intelectual – tiene incentivos para mejorar el invento o la obra porque también los rendimientos de esa mejora serán para él (es la prospect theory de E. Kitch). Este argumento es el que justificó la extensión del copyright de 50 a 70 años con efectos retroactivos (es obvio que una extensión del copyright no puede inducir a los artistas muertos a producir nuevas obras).
“lack of copyright protection . . . restrains dissemination of the work, since publishers and other users cannot risk investing in the work unless assured of exclusive rights. . . . [T]he copyright in the work represents a protection for the investment that is undertaken in the publication or production of the work.” And the D.C. Circuit offered as one justification for upholding the CTEA the idea that more works would be available if copyright terms were extended than if the works entered the public domain. The argument here is that not just preservation but production and dissemination of copies require investment that will not occur absent exclusivity.
Lemley critica, con razón, semejante argumento porque conduciría a reconocer duración perpetua a los derechos de autor e invenciones y contradice los fundamentos más básicos de la economía de mercado: la competencia genera los productos y los precios preferidos por los consumidores: “once an intellectual property right expires, many companies can compete to make the good, and they will do so only so long as they can manufacture and distribute the work for less money than people will pay to buy it”. Es decir, si hay demanda del libro o del producto o proceso patentado, y el precio que los consumidores están dispuestos a pagar supera los costes de producción, el producto saldrá al mercado aunque no haya property right alguno sobre la obra o el procedimiento de fabricación. Simplemente, los costes de producción se habrán reducido. Lo sucedido con los medicamentos genéricos es una buena prueba pero Lemley dice que hay más obras literarias publicadas de los años 20 del siglo XX (o sea, que se encuentran bajo el dominio público) que de los años 30 (que no cayeron en el dominio público por la extensión de la duración del derecho). Es más, el distribuidor o fabricante más eficiente prevalecerá y éste no será normalmente el titular del derecho de propiedad intelectual. Ni tampoco el autor o sus herederos serán los más capaces de mejorar la obra o el invento. Haciéndolo del dominio público cualquiera puede mejorarlo. De hecho, si alguien produce un disco o edita un libro cuyas obras son de dominio público, adquiere derechos de propiedad intelectual como intérprete, ejecutante o como productor o editor sobre “su” obra y si alguien inventa algo basándose en invenciones previas que han devenido de dominio público, tendrá derecho a una patente.
En cuanto al argumento de la sobreexplotación de una idea, es difícil de imaginar supuestos en los que pueda ocurrir con una obra o una invención algo parecido a lo que se define como tragedia de los comunes. Si cualquiera puede pescar en un lago, los peces se agotarán porque los pescadores no incluyen en sus costes la desaparición futura de la pesca. Pero las ideas o los inventos – la información – no se agota por su uso. Por eso son bienes públicos (no hay rivalidad en su consumo y, por tanto, no hay escasez). Porque pueden ser usados simultáneamente por muchas personas sin que la utilidad que extrae del uso cada persona se vea afectada por el uso simultáneo por otros (excepto en los bienes cuyo uso denota status social por razones muy particulares). Cuando un periodista consigue una “exclusiva”, la misma pierde su valor cuando otros periodistas acceden a la misma información. Pero eso no es malo (como no es malo que acabemos hartos de noticias sobre Ronaldo o sobre Belén Esteban). Y los periodistas tienen incentivos para averiguar información “exclusiva” porque el mercado les proporciona un monopolio temporal sin necesidad de intervención del Derecho: son los primeros en publicar la información.
Si la creación de obras derivadas – sin permiso del autor de la obra original – disminuye el valor de ésta (porque la “denigra”), tampoco hay que preocuparse si la obra original ya es de dominio público y, si no lo es, el derecho del titular cubre la posibilidad de oponerse a tales obras derivadas. En el caso de las marcas, la protección contra la dilución – no incluida en el ámbito original del derecho del titular de una marca que solo incluía la identificación del origen del producto – se ha reconocido ya para las marcas renombradas o notorias.
La conclusión es que hay muchos menos fallos de mercado de los que pretenden los que defienden la extensión temporal y objetiva de los derechos de propiedad intelectual e industrial.
The genius of the competitive market is precisely that while no individual producer has the incentive to fill market demand perfectly, collectively producers will meet that demand. This is not because they capture the full social surplus from their behavior, which by definition is never true in a competitive market. It is because they have enough incentive to produce what consumers demand. The reason we can generally rely on private ordering to produce desirable outcomes is not because property has some inherently moral virtue that leads to efficient conduct, nor because individual companies can eliminate free riding, but because individual companies are constrained by the discipline of a competitive market