El caso que vamos a contar a continuación es un ejemplo extraordinario de la mezcla de mercados y organizaciones. Las organizaciones – las empresas, las asociaciones, los grupos de sociedades, las Administraciones públicas, las comunidades de regantes, los Montes de Piedad – no son mercados porque para conseguir sus objetivos no pueden confiar en la mano invisible que conduce a los individuos desde la persecución irrestricta de su interés al bienestar de todos porque no hay precios. La coordinación explícita es imprescindible para lograr el fin común o, lo que es lo mismo, asegurar la contribución de todos los individuos a la producción en común. Los mercados funcionan si hay precios. Los precios son el mecanismo que articula la cooperación. Los precios informan a los productores de lo que tienen que producir y a los consumidores de lo que tienen que comprar. Las decisiones pueden ser individuales – no se requiere coordinación explícita – porque las conductas individuales (comprar o vender) reflejan las preferencias de unos – productores – y otros – compradores expresadas en su disposición a pagar – compradores – o a entregar el producto – productores – al precio de mercado.
Pero en el seno de las organizaciones no hay precios que permitan la maximización de los beneficios de todos los miembros del grupo porque no hay un mecanismo que coordine las decisiones individuales de cada uno de los miembros del grupo. Son necesarias normas, esto es, acuerdos sobre cómo se tomarán las decisiones individuales y qué decisiones individuales son “aceptables” y cuáles no. Los economistas hablan entonces de “órdenes” y, los más perspicaces, de contratos explícitos (por oposición a los contratos implícitos que articulan las transacciones de mercado).