La racionalidad individual puede producir resultados – un equilibrio – desastrosos para el grupo. Es el problema de la acción colectiva. Hay un proverbio indio que reza que “Cien sabios tienen solo un parecer”. Dice Binmore
“Para poner a prueba el proverbio, Akbar el Grande ordenó a cien sabios que trajeran un cubo de leche cada uno para llenar un pozo seco, pero cada sabio se arriesgaba a provocar el disgusto del rey si, para ahorrarse el coste de la leche, traía agua. El resultado es que el pozo se llenó de agua en lugar de leche. Cada uno de los sabios hizo lo que le convenía individualmente, y como todos hicieron lo mismo, se provocó el resultado indeseado. Pero Akbar no se enfadó. Al revés, quedó contento porque, con el experimento, trataba de probar la veracidad del proverbio. En efecto, cien sabios tienen una sola opinión”
Explica Binmore que “cada sabio razonó correctamente que aportar agua en lugar de leche no cambiaría nada detectable en la cantidad de leche que contendría el pozo” de manera que lo racional individualmente era comportarse como un “gorrón” (free rider) y ahorrarse el precio de la leche. Y añade que lo que nos hace ponernos intuitivamente del lado de los sabios y no del lado de Akbar es que éste pretendía hacer gastar dinero a los sabios sólo para satisfacer un capricho:
“Pero la lógica es la misma tanto si el comportamiento es moral como inmoral. Es simplemente una ilusión argumentar que la racionalidad debería llevar siempre a lo que los filósofos tradicionales dicen que es un comportamiento moral”.
Compárese este cuento con el dilema del prisionero. En el cuento indio, la actuación no coordinada de los sabios les llevaba a arrojar agua al pozo. El resultado colectivo – si Akbar no les cortó la cabeza a todos por engañarle – es óptimo para cada uno de los individuos: se ahorraron el coste de la leche. No hay racionalidad colectiva.
La racionalidad es individual pero la evolución nos ha hecho muy cooperativos, esto es, nuestra racionalidad ha quedado formada de manera que nos es muy fácil coordinarnos con los demás para perseguir objetivos comunes. Pero no somos hormigas. Somos individuos y la supervivencia y la reproducción que perseguimos es la individual. En realidad el individuo tampoco es un individuo estrictamente (son los genes) pero esa es una discusión muy amplia que no interesa ahora.
Lo importante es que es sencillo para un grupo pequeño de individuos humanos actuar de formar racional colectivamente, es decir, conseguir un equilibrio que beneficia a todos los miembros del grupo. Un equilibrio en el que, teniendo en cuenta lo que hacen los demás, nadie tiene incentivos para modificar su conducta porque no puede mejorar su situación modificando su conducta.
Por ejemplo (trabajo infantil), si los demás padres envían a sus hijos pequeños a trabajar, el equilibrio será el de que todos los padres harán lo mismo porque si su hijo no trabaja, él y su familia estarán peor. Pero si todos acordaran no enviar a sus hijos pequeños a trabajar, todos estarían mejor porque los salarios de los adultos aumentarían – por la disminución de la oferta de trabajo – y serían suficientes para mantener a la familia, de manera que los hijos se quedarían en casa e irían a la escuela que es la preferencia individual de cada padre.
Por ejemplo, (puntualidad) si los demás miembros de grupo son impuntuales, el equilibrio será el de la impuntualidad porque si yo soy puntual – si cambio mi conducta – estaré peor (me tocará esperar) pero todos estaríamos mejor si nos obligáramos a ser todos puntuales (porque nadie vería su tiempo desperdiciado esperando la aparición de los otros con los que tenemos que coordinarnos para trabajar).
Por ejemplo, (caracteres complementarios) si los que financian a los trabajadores autónomos (los bancos) discriminan por raza, los clientes de esos autónomos también discriminarán por raza porque entenderán que si contratan al autónomo de una determinada raza podrán obtener un mejor servicio porque su proveedor habrá tenido más posibilidades de financiación por parte de los bancos.
Son tres ejemplos de equilibrios ineficientes, de equilibrios en los que la racionalidad individual conduce a resultados sociales indeseables. Mediante la coordinación entre los miembros del grupo, los individuos podrían modificar el equilibrio y “pasar” a uno en el que todos estarían mejor, uno en el que no hay trabajo infantil, donde la gente es puntual y en el que no se discrimina a los jardineros por su raza.
Para producir esos cambios sociales deseables es imprescindible la coordinación entre los individuos. Y, como se ha dicho, a pesar del dilema del prisionero, ésta es muy sencilla de lograr en grupos pequeños. La supervivencia del homo sapiens depende en tan elevada medida del grupo social al que pertenece que la evolución nos ha dotado de una psicología dotada de una gran capacidad de empatía (ponernos en la posición de los demás) y una enorme capacidad para la imitación o para “obedecer” cuando no apreciamos en la conducta de los demás – lo que no tiene por qué ocurrir en el caso de grupos pequeños entre los que hay individuos que son parientes nuestros – una amenaza para nuestro bienestar. Al contrario, somos muy confiados cuando el que trata de persuadirnos es alguien de nuestra familia extensa.
Sin embargo, sigue siendo una falacia la de presumir la existencia de una “racionalidad colectiva”. Ni Cataluña puede ser ofendida, ni la lengua catalana despreciada ni Santander puede darte la espalda. Ni – aunque Marx pretendiera lo contrario – el “capital” o el “trabajo” tienen “objetivos unitarios y duraderos propios de las personas individuales”. Lo que ocurre es que, como se ha dicho, es muy fácil para grupos de humanos coordinarse para lograr adoptar decisiones colectivas racionales, esto es, que permitan alcanzar un estado (“un equilibrio”) en el que todos los miembros del grupo estén mejor que en la situación previa. Dice Binmore:
"Hay buenas razones para que las células de nuestro cuerpo o los ciudadanos de una sociedad actúen a veces de forma concertada. La falacia de la racionalidad colectiva consiste en hacer la misma suposición sin sentir la necesidad de dar ninguna razón"
Lo más interesante para los juristas es que los colectivos pueden alcanzar el equilibrio social – la coordinación – sin necesidad de que exista un tercero que asegure que todo el mundo hace lo que se espera que haga (en el ejemplo de los cien sabios, un guardia que compruebe y sancione a a los sabios que pretendan echar agua al pozo en lugar de leche). Es decir, lo maravilloso de las normas y convenciones sociales es que se sostienen – todo el mundo las cumple – sin necesidad del “Derecho”. Todo el mundo cumple la norma – aporta leche y no agua – porque es en su interés individual hacerlo. Y al cumplir todos la norma, si ésta aumenta la producción del bien público (en el caso, disponer de reservas de leche para cuando ésta falte), asegura al grupo frente a un riesgo (de inanición) o de cualquier otro modo mejora las posibilidades de supervivencia del grupo y, con ello, de cada uno de los miembros, el grupo se desplaza a un equilibrio superior que es estable porque nadie tiene incentivos para apartarse de él, esto es, para modificar su conducta.
¿Por qué nadie tiene incentivos para modificar su conducta? Binmore considera centrales las estrategias de reciprocidad. Lo que sostiene la cooperación en grupos pequeños – a pequeña escala - es la reciprocidad. La reciprocidad es compatible con la racionalidad individual si los individuos, en su “presupuesto alimentario” a veces tienen excedentes y a veces tienen déficit y su situación “presupuestaria” es idiosincrática, es decir, no es idéntica en el tiempo a la de los demás miembros del grupo (piénsese en los murciélagos) se formula “da cuando te sobre y pide cuando necesites”. Esta regla permite que, cuando a un individuo le sobra y cuando a otro individuo simultáneamente le falta, el que tiene excedentes los ceda al que los necesita en la seguridad de que el otro le cederá sus excedentes cuando las posiciones se inviertan. Para que estos intercambios sean posibles basta con que los dos individuos se relacionen repetidamente entre sí o formen parte de un grupo cuyos individuos tienen relaciones frecuentes con otros individuos del mismo grupo y los individuos se encuentren aleatoriamente en ambas situaciones (la de tener excedentes y la de tener déficit).
La magia de las interacciones repetidas es que permiten lograr el resultado que las dos partes alcanzarían si pudieran negociar un acuerdo mutuamente beneficioso de cuyo cumplimiento por la otra parte no tuvieran dudas. Y lo más extraordinario de la mutualidad o reciprocidad es que no se necesita de ningún tercero que haga cumplir el acuerdo. El equilibrio es “autoejecutable”.
En el caso de normas como el lado de la carretera por el que se ha de circular – derecha o izquierda – el cumplimiento casi absoluto puede predecirse porque los incumplidores acaban muertos más pronto que tarde. Exactamente como los murciélagos que se niegan a compartir sus excedentes cuando los tienen. Los otros murciélagos podrán identificar al que no quiere cooperar y le negarán sus propios excedentes, con lo que acabará muerto al primer déficit en su captura de alimento. Pero, en relación con muchas otras normas sociales, es algo más complejo explicar por qué todo el mundo obedece la norma y no hace falta que un tercero asegure, con la amenaza de la fuerza, el cumplimiento.
Por ejemplo, si todo el mundo acuerda ser puntual, nadie tiene incentivos para ser impuntual porque, si lo es, estará peor (no se beneficiará de las ventajas de la cooperación), luego el equilibrio “puntualidad” se preserva sin necesidad de que ningún tercero vigile y castigue al que no sea puntual. En el pecado lleva la penitencia, diríamos: no accede a las ventajas de la producción en común. La “prohibición” del trabajo infantil no necesita de ningún policía que sancione a los padres que, a pesar de la prohibición, envíen a sus hijos a trabajar. Sencillamente porque los padres “no están mejor” mandando a sus hijos a trabajar si les suponemos preferencias contrarias al trabajo infantil, especialmente cuando se trata de alguien – su hijo – con el que comparten el 50 % de los genes. En estos casos, diríamos, las “sanciones” que aseguran el cumplimiento se las impone el propio sujeto.
Pero las sanciones pueden ser impuestas recíprocamente – sin necesidad de policía – si adoptan la forma de negativa a cooperar con el gorrón o, en general, con el incumplidor y, en función del tipo de cooperación, escalando en las sanciones (negándose a cooperar no solo con el gorrón sino también con cualquiera que coopere con el gorrón) hasta acabar en el asesinato.
En este punto, Binmore hace una perspicaz lectura del cuento de Andersen sobre el traje del emperador. ¿Cómo consiguió el emperador (o su asesor) que todos sus súbditos actuaran como si el emperador luciera un traje espléndido cuando iba desnudo? Con el “cuento” de que sólo los puros de corazón podían verlo y, por tanto, todos pensaban que si decían que el emperador estaba desnudo, estarían revelando la impureza de su corazón y, lo que es peor, provocando el reproche de sus conciudadanos.
Por tanto, no es la amenaza del castigo por parte de la policía del tirano lo que explica la obediencia de los ciudadanos. Es el cálculo que cada ciudadano hace sobre lo que harán los demás ciudadanos. Si cada uno espera que los demás obedecerán, él mismo obedecerá.
“El principio de la reciprocidad puede sostener resultados sociales deseables pero también los indeseables, también puede reforzar el tipo de mentiras e idioteces públicas de las que están repletos los medios de comunicación. ¿Cómo se consigue que la gente se adhiera a una tesis absurda?… Castiga a los discrepantes. Ríete de su demencia al no decir lo mismo que todos los demás. No escuches sus argumentos. No los contrates. Y promueve a gente menos competente que ellos que se conviertan en sus jefes”
Castigos leves a los discrepantes – su simple posibilidad – son a menudo suficientes para suscitar la conformidad de todos a la regla “publicada”: el simple reproche social que se puede transformar fácilmente en ostracismo.
Este sistema de garantía del cumplimiento de las normas sociales es “autoejecutable”. Son los iguales los que aseguran el cumplimiento aislando al incumplidor. En grupos pequeños es una estrategia muy eficaz. Los propios ciudadanos actúan de policías recíprocos vigilando el cumplimiento de las normas sociales por parte de sus vecinos.
Una vez que en el grupo se ha extendido este sistema de enforcement su aplicación a cualquier nueva norma que se ponga en vigor resulta casi automática, siempre que la norma no sea distributiva (no sea muy injusta), es decir, su cumplimiento pueda constituir un equilibrio social porque nadie gane nada adoptando una conducta diferente.
Las normas – también las jurídicas – son solo “mecanismos de coordinación” de la conducta de los miembros del grupo. Pero, en sí mismas, no son más que “palabras escritas sobre un papel”. Modifican la conducta de la gente porque actúan como punto focal y permiten a cada individuo saber qué harán los demás individuos que forman parte de su grupo (en el cuento del traje del emperador, fingir que ven el traje): “leyes y reglamentos, aunque estén grabados en piedra, no son más que instrumentos que nos permiten coordinarnos en torno a un equilibrio en el juego de la vida”.
Si permitimos que algunos tengan autoridad sobre otros, recuérdese, es porque se le reconoce competencia para dirigir. En grupos pequeños no hacen falta jefes permanentes. Los reyes de épocas históricas (recuérdese que nuestra psicología está plenamente conformada cuando se produce la revolución neolítica y aparece la agricultura y cambia la vida social de los humanos) aprovecharon estos rasgos de nuestra psicología (el cumplimiento voluntario de las normas sociales) para fijar relaciones sociales jerárquicas:
"Alicia obedece al rey porque teme que Bob la castigue en caso contrario. Bob obedecerá la orden de castigar a Alicia porque teme que de lo contrario Carolina le castigue a él. Carolina obedecerá la orden de castigar a Bob porque teme que, de lo contrario, otra persona la castigue a ella. Como este otro podría ser Alicia, estamos ante una espiral de creencias autoconfirmantes
Así pues, todos obedecen al rey no porque teman que el rey pueda castigarles sino porque, como decía Hume, temen a las opiniones de los demás.
Este equilibrio se rompe cuando algunos de los miembros del grupo forman una coalición – una facción en la discusión de los padres fundadores norteamericanos – y desestabilizan el “contrato social” poniendo en duda las “creencias” de cada uno de los individuos del grupo sobre lo que harán los demás en el caso de que decidan no cumplir con las órdenes del rey o con la norma social de que se trate. Así como las normas actúan como puntos focales que coordinan a los individuos cuando su contenido de justicia es despreciable o se corresponde con el internalizado por cada uno de los miembros, puede ocurrir “como explicaba James Madison, (que si) un líder que opta por un equilibrio demasiado alejado de lo que la sociedad considera justo... corre el riesgo de crear un punto de convergencia en torno al cual puede aglutinarse la oposición. Entonces aparecen líderes rivales que apelan al sentido de la justicia de sus posibles seguidores”. En efecto, el contenido injusto de la norma informará a cada uno de los súbditos de que los demás podrían no cumplirla y, con más seguridad, que podrían no sancionar al que la incumpla, es decir, el carácter injusto de la norma actuaría como un punto focal que coordinaría a los que consideren deseable destronar la líder.
Ken Binmore, Crooked Thinking or Straight Talk? Modernizing Epicurean Scientific Philosophy, 2020, capítulo IV, pp 71-93