Eve Arnold. Silvana Mangano
Si un hombre quiere leer buenos libros, debe evitar los malos; porque la vida es corta y el tiempo y la energía, limitados.
Esta frase de Schopenhauer me gusta repetirla porque pone de manifiesto que no hay comidas gratis (“there is no such a thing as a free lunch”). Y no las hay incluso aunque viviéramos en un mundo sin escasez porque, como decía Gary Becker, también en ese mundo el tiempo sería un bien escaso. Por tanto, no hay actividad humana, ni siquiera leer libros, que no esté sujeta al juicio de proporcionalidad o a un análisis coste-beneficio. Si somos mortales, todo lo que hacemos tiene un coste de oportunidad y este consiste en lo que dejamos de hacer dado que nuestros días sobre la tierra están contados.
Por eso tiene razón Schopenhauer cuando dice que si quieres leer buenos libros, has de dejar de leer libros malos: porque la vida es corta. Y, en esa selección de los libros que leemos, es impagable la ayuda de los que nos aconsejan qué libros no leer. La de los que nos recomiendan lecturas es, en comparación, mucho menos valiosa. ¿Por qué? Porque si alguien se molesta en decirte que “no leas” un determinado libro es, naturalmente, porque habría habido alguna posibilidad de que lo leyeras de no ser por el consejo recibido. En efecto, nadie le diría a Belén Esteban que leyera un libro sobre la Segunda Escolástica. No porque el libro no esté al alcance de su capacidad lectora sino porque nadie imaginaría ni por un segundo que Belén Esteban podría concebir dedicar un par de días de su vida a semejante lectura. De manera que los consejos negativos son consejos muy valiosos por su concreción. Pueden influir en la decisión del que lo recibe. Las recomendaciones de lectura son, en el mejor de los casos, cheap talk. Si Antonio Cabrales recomienda que leamos el libro de Eeckhout, ¿deberíamos hacerle caso? No. No porque no confiemos en la expertise de Cabrales sino porque sabemos que ese consejo, a Cabrales, le sale “gratis” o, mejor, le proporciona un beneficio (mejora su relación con Eeckhout que es colega y amigo suyo). Cabrales no es “persuasivo” cuando nos recomienda que leamos The Profit Paradox. Por el contrario, si lo que Cabrales hubiera hecho es criticar ferozmente el libro de Eeckhout, su recomendación sería muy “creíble” porque tendría un elevado coste para él (Eeckhout es un gran académico y no se lo tomaría demasiado mal pero, dado que se trata de un trabajo de divulgación, seguro que bien no le sentaría). En definitiva: la recomendación crítica es siempre costosa para el que la realiza. La recomendación favorable, no. Por tanto, la recomendación de “no leer” es más creíble para el que la oye.
En este post, Matt S. Clancy recoge los trabajos disponibles sobre la cuestión de si la iniciativa empresarial es contagiosa, esto es, si los que tienen contacto social, familiar, académico o profesional con empresarios tienen más probabilidades de convertirse ellos mismos en empresarios. La respuesta positiva es intuitivamente plausible por la simple razón de que el aprendizaje humano es, sobre todo, aprendizaje social, somos grandes imitadores (copiamos casi perfectamente la conducta de otro), mejoramos lo que copiamos (por error o aprendizaje) y trabajamos muy bien en equipo (jerarquías productivas) porque reconocemos intuitivamente la expertise, el conocimiento y la superioridad intelectual o física de nuestros colegas de trabajo.
Pero del post de Clancy me interesa reproducir aquí la parte que dedica a resumir un trabajo de Lerner y Malmendier de 2011, quienes llaman la atención sobre la enorme tasa de fracaso de los proyectos empresariales. Si pudiéramos aumentar la tasa de éxito, los beneficios sociales (en ahorro de recursos despilfarrados) serían enormes. Los autores utilizan las cohortes de estudiantes del MBA de Harvard. En esta escuela de negocios, los estudiantes son asignados a grupos que van a las mismas clases durante todo un año.
Los individuos que acaban haciendo un MBA en Harvard son de dos tipos: unos son empresarios exitosos que tras vender su empresa cursan un master y otros son gente más bisoña que, o bien salta directamente desde la universidad o lo hace desde una experiencia laboral como empleado por cuenta ajena durante unos años. Lo que hacen Lerner y Malmendier (una profesora con mucha imaginación) es comprobar los efectos de los alumnos del MBA con experiencia empresarial – exitosa – previa sobre sus compañeros novatos. Y descubren algo extraño a primera vista:
“una mayor exposición a compañeros de clase que tienen una experiencia empresarial previa a cursar el MBA conduce a una menor tasa de creación de empresas tras cursar el MBA”
por parte de estos estudiantes. O sea que parecería que tus colegas con experiencia te desaniman. Es un poco raro, sobre todo porque estos colegas han tenido éxito. De modo que los autores buscan una explicación y es esta que, en realidad, las empresas que no se crean son empresas que habrían fracasado (recuerden aquello de Gómez-Orbaneja: “las clases que yo no doy son mejores que las que da ese al que has hecho catedrático”): según los autores, los bisoños reciben “tutorías” de sus compañeros con experiencia lo que reduce su nivel de fracaso post-MBA
Sin embargo, cuando distinguimos entre empresas exitosas y no exitosas, descubrimos que el efecto negativo de los compañeros se debe exclusivamente a una disminución de la iniciativa empresarial no exitosa. La proporción de estudiantes que crean empresas que no alcanzan la escala crítica u otros criterios de éxito está significativa y negativamente relacionada con la proporción de compañeros con experiencia empresarial previa en el MBA.
y al revés
la proporción de emprendedores exitosos tras cursar el MBA está relacionada positivamente, aunque el efecto no suele ser significativo.
Las diferencias entre el impacto de los emprendedores anteriores en las tasas de emprendedores exitosos y no exitosos post-MBA son estadísticamente significativas.
es decir, que hay “aprendizaje” de los compañeros de clase
Esto es tan importante que deberíamos organizar las clases para permitir a los estudiantes aprovecharse de esa enorme ventaja de disfrutar de compañeros de clase más inteligentes o con más (o distinta) experiencia que ellos. Recuérdese que Stigler decía que se podía montar una buena universidad con profesores mediocres si los estudiantes eran excelentes. Simplemente, unos aprenderían de los otros, no de los profesores (tal vez no era tan mala idea que los estudiantes contrataran a los profesores como se hacía en la Edad Media y Moderna).
Pues bien, cuando en tu clase hay compañeros que tienen experiencia empresarial exitosa, este aprendizaje se centra en evitar (los malos libros) reproducir las malas ideas, porque tus compañeros “ya estuvieron allí” (“los emprendedores aprenden sobre sus habilidades a través de la gestión de sus empresas” learning by doing). O dicho de otra forma: tus compañeros de clase del MBA que tuvieron éxito como empresarios son los críticos más feroces – y mejor intencionados – de cualquier idea de negocio que se te pueda ocurrir.
Los estudiantes que quieren desarrollar nuevos negocios se beneficiarían así del consejo directo de sus compañeros. Los estudiantes con experiencia empresarial pueden ayudar a identificar qué ideas de negocio son problemáticas y cuáles merecen la pena.
¿Y por qué harían tal cosa los estudiantes con experiencia empresarial? Es decir, ¿qué incentivos tienen esos compañeros para darte ese tipo de consejos? Apostaría a que la mayor parte son hombres. Y a los hombres les gusta pavonearse y demostrar que el éxito que han tenido es merecido y que se debió a que no cometieron errores o los cometieron suficientemente pronto como para poder corregirlo a bajo coste. Esta petulancia tiene, como en la competencia sexual, consecuencias benéficas: si no es creíble, el petulante ahuyentará a las hembras y, en el caso de las conversaciones sobre proyectos empresariales, a la “audiencia” porque los oyentes – los alumnos sin experiencia empresarial previa – desconfiarán y acabarán ridiculizando al que se pavonea. Pero si el que les dice que esa idea de negocio fracasará ha tenido éxito, la audiencia – los estudiantes sin experiencia – comprenderán que estos compañeros de clase con experiencia previa no son iguales a los demás compañeros de clase (de cuyo criterio uno no tiene ninguna razón para fiarse especialmente). El “detector” de expertise que la evolución ha instalado en nuestros cerebros nos predispondrá a escuchar lo que los que tienen más experiencia y conocimientos puedan decirnos y, en la medida en que no tengamos razones para creer que quieren hacernos mal, lo que tengan que decir tendrá un gran valor persuasivo, especialmente si los consejos consisten en llamar la atención sobre los fallos de nuestro proyecto empresarial porque el crítico no gana nada con ello (los comentarios halagadores pueden inducir desconfianza respecto de las intenciones del que nos halaga: quiere apropiarse de la idea de negocio). Añádanle que los alumnos que cursan juntos un master tan exigente como el de Harvard acaban siendo muy amigos y comprenderán que los que aconsejan tienen los mejores incentivos para ser honestos y útiles cuando explican a sus colegas por qué no es una buena idea crear una empresa para vender pistachos a los iraníes.
En fin, cuantos más compañeros con experiencia empresarial, más posibilidades de que alguno “tenga la experiencia adecuada para detectar el fallo en la idea de negocio”. Los autores concluyen que las escuelas de negocio deberían esforzarse en admitir a estudiantes con experiencia empresarial exitosa previa y dedicar más recursos a “profesores” que evalúen la bondad y pongan objeciones a los proyectos empresariales de sus alumnos.
De modo que el contexto de este trabajo es perfecto para aplicar las ideas de Mercier/Sperber sobre para qué razonamos los humanos.