Foto: FJArias
Es un signo de los tiempos que una de las afirmaciones morales más conocidas de una empresa estadounidense es la de Google: "No seas malvado." Al menos tienen un lema. Pero es interesante reflexionar sobre ello. Dejemos a un lado si Google ha estado a la altura de tal objetivo o no. ¿Cómo hemos llegado al punto en el que el estándar ético más alto al que un negocio aspira es simplemente a no ser malo? ¿Y cómo llegamos a la llamada "ética" de los negocios que insiste en que la única obligación positiva de los administradores de una empresa es maximizar el valor para los accionistas?
Esta pregunta se la formula Hanauer en esta transcripción de una charla pronunciada recientemente. Y voy a apropiármela para la que tendré que dar en León en el mes de noviembre. Porque creo que Hanauer está equivocado y que la división del trabajo en nuestras sociedades – que nos permite maximizar el bienestar social – permite explicar sencillamente por qué Google hace bien en aspirar, simplemente, a no ser malvado y por qué hacen bien los que estudian Ética empresarial en afirmar que la única obligación positiva de los administradores de una empresa es maximizar el valor para los accionistas si entendemos adecuadamente lo que significa “la única”. Es la única que debe orientar las decisiones discrecionales del administrador de una compañía y debe orientar sus decisiones en el marco de discrecionalidad que le toleren la Ley y el cumplimiento de todas las obligaciones contractuales y legales que vinculen o que haya asumido la compañía. Por tanto, se entiende que no estemos de acuerdo en que se trate de “afirmaciones moralmente corrosivas” ni que deriven de “una comprensión completamente errónea de cómo funciona el capitalismo” y que el constructo analítico que es el homo oeconomicus no tiene nada que ver. Los que hace décadas confundían el modelo de mercados de competencia perfecta con los mercados realmente existentes confunden hoy el modelo de comportamiento de los individuos que se resume en la expresión “homo oeconomicus” (que presume la racionalidad individual, la estabilidad y la transitividad de las preferencias humanas y la maximización de la utilidad como objetivo de la acción humana) con una descripción de la naturaleza humana, naturaleza que, por desgracia, conocemos en muy escasa medida aunque nuestros conocimientos han aumentado extraordinariamente gracias a los avances de los estudios en el campo de la Evolución.
Naturalmente, Hanauer está tratando, sólo, de ser provocador e inmediatamente nos explica que la imagen del homo oeconomicus es solo un modelo y que la conducta de los individuos humanos se explica mejor a partir de su consideración como seres prosociales ultracooperativos y la división del trabajo más como una expresión de estas tendencias humanas (favorecidas por el aumento de la capacidad de supervivencia individual que las tendencias prosociales procuran) que como un resultado de la aparición de los mercados como sede de las interacciones individuales. Y esto es igualmente aceptables: la división del trabajo es previa a la aparición de los mercados. Los mercados sólo son necesarios cuando la división del trabajo alcanza un nivel que exige la aparición de intercambios de lo producido especializadamente. ¿De qué me sirve especializarme en producir calzado si no tengo donde procurarme ropa o alimentos?
Pero su argumento es que los economistas – los malos economistas – y probablemente otros científicos sociales y los intelectuales públicos han abusado del modelo del homo oeconomicus y han pretendido utilizarlo para algo más que para analizar problemas económicos, esto es, de asignación de los recursos. Más bien para justificar decisiones de política económica o legislativa. Así, se ha justificado sobre esta base la negativa a establecer un sistema de seguro obligatorio y universal de asistencia sanitaria o la negativa a regular la remuneración de los administradores sociales o a imponer la participación de los trabajadores en los órganos de administración de las sociedades anónimas.
Pero Hanauer cree de verdad que las empresas – las sociedades anónimas – y sus administradores no deberían comportarse como homo oeconomicus sino que deberían comportarse como seres humanos prosociales y cooperativos, esto es, según la “golden rule”
… si… aceptamos un modelo de comportamiento prosocial que, correctamente, describe a los seres humanos como criaturas singularmente cooperativas e intuitivamente morales, entonces, lógicamente, la regla de oro de la economía debe ser la Regla de Oro: Haz negocios con los demás como quieres que los demás hagan negocios contigo. Esta es una historia sobre nosotros mismos que nos da permiso y aliento para ser lo mejor de nosotros mismos. Es una historia virtuosa que también tiene la virtud de ser verdadera…
Hanauer dice del capitalismo (aceptemos que no es preferible referirse a los mercados porque la producción en el seno de las empresas no se lleva a cabo a través de intercambios entre los que contribuyen a la producción en común) “es la mayor tecnología social de resolución de problemas jamás inventada” y funciona gracias a “la reciprocidad, no al egoísmo”. Es la reciprocidad lo que guía a los individuos “como si fuera una mano invisible”. Sin reciprocidad no habría – continúa – “los altos niveles de confianza necesarios para que las grandes redes de personas cooperen a gran escala”.
A continuación, recuerda algunas máximas que se olvidan frecuentemente. No hay disputa respecto de que los Estados – las organizaciones políticas de los grupos humanos – son imprescindibles para que florezcan los mercados y los intercambios beneficiosos para el bienestar social; y tampoco con que el capitalismo genera desigualdad y excesiva desigualdad acaba porque el capitalismo no solo no genere bienestar social sino que genere malestar. Pero otras no son igualmente aceptables. En particular, ésta
El verdadero capitalismo no es el capitalismo de los accionistas. La afirmación neoliberal de que el único propósito de las sociedades anónimas es enriquecer a los accionistas es la estafa más atroz de la vida contemporánea. A las sociedades anónimas se les otorga responsabilidad limitada a cambio de que sirvan al bien común. Por lo tanto, el verdadero propósito de la sociedad anónima es fabricar productos excelentes para los clientes, proporcionar buenos empleos a los trabajadores, proporcionar un retorno justo a los accionistas y hacer que sus comunidades sean más fuertes e iguales
A nuestro juicio, una vez más, Hanauer se equivoca y Friedman tiene razón. La afirmación de que los administradores sociales deben actuar – cuando actúan discrecionalmente – con el objetivo de maximizar el bienestar de los accionistas es una forma oblicua de decir que deben maximizar el valor de la empresa que administran. Dado que los accionistas son los titulares residuales de la empresa (reciben lo que quede de valor en el patrimonio separado que es la corporación una vez pagados todos los demás titulares de pretensiones frente a dicho patrimonio), maximizar su interés implica maximizar el valor de la compañía porque, si los demás interesados son titulares de pretensiones fijas frente a ese patrimonio, cuanto mayor sea el valor de ese patrimonio, mayor será el “residuo” que corresponde a los accionistas. Además, como los accionistas de las grandes sociedades anónimas no quieren “realizarse como individuos” al comprar acciones, ni quieren contribuir al diseño de nuevos productos ni a resolver ningún problema de sus congéneres, sino que lo que quieren es ganar dinero, lo que han de hacer los administradores sociales es, exactamente, enriquecer lo más posible a los accionistas. Para eso han de maximizar el valor de la empresa social y para eso han de adoptar todas las decisiones discrecionales en su condición de administradores según el criterio de si contribuyen a maximizar los beneficios o no.
A la Sociedad en su conjunto, a todos los individuos que formamos el grupo que intercambia en los mercados y produce en común en el seno de las empresas, no nos preocupa en absoluto que los administradores de estas grandes sociedades concentren todas sus energías en maximizar los beneficios de la empresa. Porque hemos comprendido que fijarles esa única meta es la que nos permite lograr, para todos, el máximo de bienestar alcanzable. Sólo necesitamos asegurarnos de que persiguen esos objetivos “de acuerdo con las leyes de la justicia” – Adam Smith dixit – es decir, cumpliendo todos los contratos celebrados por la compañía con todos aquellos que se relacionan con ella (trabajadores, proveedores, clientes, comunidad social y política…) y todas las leyes que regulan y organizan su actividad. Desde aquellas que les impide quemar la fábrica del rival hasta las que resuelven un fallo de mercado como son las normas contra la contaminación pasando por las que reducen el campo de juego de los mercados capitalistas encargando la asignación de los recursos a otros criterios distintos de la disposición a pagar (por ejemplo, asignando recursos de acuerdo con las necesidades de cada uno, la posibilidad de procurárselos por uno mismo, la edad o el estado de salud).
Y es al analizar si la sociedad anónima ha cumplido con todos esos “contratos” con los proveedores, los clientes, los trabajadores y la Sociedad en su conjunto, donde – ahora sí – el enjuiciamiento de la conducta de los administradores sociales se realiza sobre valoraciones morales. Es en la apreciación de si una sociedad anónima ha “cumplido de buena fe” sus obligaciones hacia sus trabajadores o si está engañando a sus clientes o explotando a sus proveedores en la que debemos y podemos hacer juicios morales enmarcados en las reglas jurídicas que regulan tales relaciones contractuales y extracontractuales.
La Ley y el Derecho están cargados de valoraciones morales. Baste recordar, en el Derecho Privado, principios como el respeto a la palabra dada, la obligación de cumplir los contratos de buena fe, la prohibición del abuso de derecho, los deberes de lealtad, la necesidad de adaptar los contratos al cambio de circunstancias, la responsabilidad precontractual, el enriquecimiento injusto, la prohibición de la usura… Y la moralidad recogida en el Derecho es la que se corresponde con esos individuos prosociales, ultracooperativos, mutualistas y que corresponden a los que se refiere Hanauer. En sociedades más primitivas – con economías menos complejas – el Derecho no se ha desarrollado pero los valores que presiden los intercambios y el trabajo en común son semejantes. Todos orientados a maximizar las posibilidades de supervivencia individual a través del grupo.
Pero pretender, en sentido contrario, que las sociedades anónimas se comporten como individuos morales cuando actúan en el mercado supone cometer algún error analítico.
El primero es considerar que las sociedades anónimas son individuos. No lo son. Son patrimonios colectivos y organizados. Por tanto, si no son individuos, no podemos atribuirles moralidad alguna.
Y el segundo es olvidar que en cualquier mercado, el mecanismo regulador de la conducta de los que participan en él no es la moralidad sino la competencia. Es la rivalidad entre los proveedores por hacerse con un cliente lo que asegura la satisfacción de las necesidades del cliente al menor coste posible en consumo de recursos. Por tanto, la moralidad no puede implantarse como mecanismo regulador si no suprimimos al preexistente, esto es, si no sustituimos la libertad para competir por otro mecanismo regulador. Lo hacemos continuamente, por supuesto, a través de la Ley y el Derecho. Lo que no puede hacerse es asignar a los propios participantes en el mercado la sustitución de la competencia por otros criterios morales que han de identificar previamente. Porque si hacemos tal cosa, simplemente, los más “morales” serán expulsados del mercado y en éste sólo quedarán los más “salvajes”. En otros términos, la misma Evolución que nos hizo seres morales, nos volvería depredadores sanguinarios – psicópatas en la expresión de Hanauer – si dejáramos a cada individuo la decisión de cómo comportarse en el mercado. En definitiva, un mercado competitivo se caracteriza porque los que en él participan son “precioaceptantes” lo que significa que ninguno de ellos puede imponer sus reglas a los demás. Y si no puede imponer sus reglas, a fortiori, no podrá imponer la “regla de oro” ni siquiera la más débil “no hagas el mal” de Google. Cuanto más competitivo sea el mercado, menos probabilidades de sobrevivir tendrá una empresa que sacrifique la persecución de beneficios a otros objetivos más conformes con las concepciones morales de sus administradores. Así pues, la maximización del beneficio es una propiedad emergente de los mercados competitivos. Con independencia de las intenciones de los administradores de las sociedades anónimas, aquellas que no maximicen beneficios acabarán quebrando porque querrá decir que no podrán ofrecer a los consumidores los productos o servicios al menor coste posible y desaparecerán del mercado porque su cuota se la comerán aquellos que sí reducen los costes hasta el mínimo posible. O, en otros términos, es contradictorio pedir a los administradores que cumplan su función social y que se comporten como buenos samaritanos.
Que las grandes sociedades anónimas no se comporten como buenos ciudadanos, buenos empleadores, buenos proveedores o buenos clientes no se logra sermoneando a los administradores con referencias a la responsabilidad social corporativa o a los deberes de las grandes empresas para con la Sociedad. Se logra regulando eficientemente las relaciones entre particulares (Derecho Privado); asegurando al Estado los ingresos fiscales suficientes para garantizar una vida digna a todos los ciudadanos y regulando los mercados – especialmente los financieros – de manera que se minimicen las externalidades. Y, naturalmente, haciendo cumplir estas regulaciones, esas obligaciones fiscales y aquellos contratos con otros particulares.