Oliver Lepsius, Suddeutsche Zeitung
“El milagro de la democracia es que la minoría derrotada en unas elecciones tolera el gobierno de la mayoría. ¿Por qué? No porque la minoría reconozca y acepte que la mayoría estaba en lo cierto. La regla de la mayoría no se legitima porque <<la mayor parte sea la mejor parte> y nos garantice que su decisión es justa o correcta. La minoría tolera que gobierne la mayoría solo si tiene garantizada la posibilidad de convertirse en mayoría en un próximo futuro. Sin esta posibilidad, la minoría no tiene ningún motivo para aceptar la regla de la mayoría… Las normas producidas por la mayoría se legitiman, pues, a través de las elecciones, pero sólo temporalmente, hasta las próximas elecciones…
Decisiones definitivas y no reversibles son antidemocráticas per se, porque privan a la minoría de la oportunidad de convertirse en mayoría. Precisamente porque muchas reglas no son, de facto, reversibles y porque no todos tienen las mismas oportunidades de convertirse en mayoría, hay que limitar en la Constitución el poder de la mayoría a través del reconocimiento y la protección de los derechos individuales y de los contrapesos y limitaciones a todos los poderes… a lo que se añade la distribución territorial del poder como ocurre en los Estados federales. No puede haber decisiones democráticas si la decisión mayoritaria no está sometida a controles en su adopción, a revisiones de su contenido por instancias distintas de los propios representantes de la mayoría y a la posibilidad de su modificación. Si no existen tales controles y poderes de revisión y casación, la legitimidad de la mayoría para imponer sus reglas a todos los ciudadanos – a la minoría – decae”
El profesor Lepsius ha publicado una columna en el Frankfurter Allgemeiner Zeitung titulada “La voluntad del pueblo no está cincelada en piedra”, en la que explica con gran claridad por qué el recurso a la “voluntad popular” no permite, por sí solo, afirmar que las decisiones mayoritarias son democráticas. Y lo hace recordando algunos principios elementales de los ordenamientos democráticos, en particular, la distinción entre poder constituyente y poder constituido que se remonta a Sièyes.
De la columna – que, como se dice en estos casos, es digna de ser leída en su totalidad – debe destacarse la iluminadora explicación de la legitimación democrática de los sistemas mayoritarios, es decir, de aquellos que prevén que el gobierno – todo el gobierno – corresponde al partido que haya ganado las elecciones por mayoría ¿Por qué la minoría derrotada – se pregunta el profesor de Bayreuth – acepta y tolera que el gobierno lo retenga la mayoría ganadora? ¿Por qué no se levanta en armas e intenta un golpe de Estado?
Barry Weingast ha tratado de responder a esa pregunta en varios trabajos (uno de ellos tomando como objeto de estudio el caso español) y concluye que la democracia se convierte en una forma de gobierno estable cuando ninguno de los grupos o actores que tienen poder para destruirla tienen incentivos para hacerlo. Para empezar, aquellos que, siendo minoritarios, detentaban el poder cuando se instaura la democracia. Es precisamente lo que señala Lepsius acerca de por qué la minoría derrotada acepta el resultado electoral y, por tanto, que la mayoría se haga con todo el poder lo que explica por qué la minoría derrotada acepta su derrota. Porque el poder que confiere a la mayoría el resultado electoral se entrega provisionalmente y sólo en relación con las decisiones que cumplen dos condiciones: su carácter reversible y su carácter limitado por las competencias atribuidas en la Constitución a los individuos (derechos individuales) y a las demás instituciones previstas en ella para controlar, revisar y anular las decisiones mayoritarias, incluidas – dice Weingast – las que permiten a la propia mayoría reaccionar concertadamente frente a las infracciones de la Constitución por parte de los representantes elegidos y, a tal reacción coordinada, ayuda la contundencia y simplicidad de algunas de las reglas constitucionales de tal forma que su violación por los que gobiernan sea observable sin dificultad.
En todo caso, la minoría derrotada sólo se somete bajo esas condiciones. Si las condiciones no se cumplen, la legitimidad democrática de la mayoría desaparece y la democracia se convierte en una forma de gobierno inestable. Los que se sepan en minoría no tolerarán el gobierno de la mayoría si ello supone verse privados de bienes o derechos a los que atribuyen valor existencial. Por tanto, es el cumplimiento de esas condiciones lo que reduce – y, en el mejor de los casos, elimina – los incentivos de los derrotados en unas elecciones para destruir la democracia y, en consecuencia, favorecen la estabilidad de los regímenes democráticos.
Como dice Weingast, “los teóricos de la democracia que propugnan una democracia sin restricciones, dan por supuesta la estabilidad del sistema”. Y una democracia que no es estable – sostenible – no es una democracia, porque no puede “prometer” a la minoría derrotada en unas elecciones que podrá convertirse en mayoría en las próximas elecciones. No hay garantía – sin estabilidad – de que haya unas “próximas” elecciones. Sólo una cuarta parte de los países conservan un gobierno pacífico durante más de una generación. Las constituciones tienen una vida media de 16 años. Solo dos docenas de países han conservado la democracia ininterrumpidamente desde 1950. La celebración de elecciones, pues, no garantiza la estabilidad de la democracia y, sin estabilidad, es ridículo calificar un sistema como democrático. Las democracias inestables – dice Weingast – acaban convertidas en autocracias y la única forma de estabilizar las democracias pasa por restringir el poder de las mayorías.
Cuando un pueblo se organiza y decide adoptar las decisiones por mayoría, cuando se constituye en poder constituyente, valga la redundancia, el pueblo se dota de una Constitución que contiene, indefectiblemente, la garantía a la minoría de que la mayoría será dominante sólo provisionalmente y que sólo podrá tomar decisiones sobre toda la población en relación con determinados asuntos y con la supervisión de otros poderes e instituciones. Se establecen así, en todas las Constituciones democráticas, los derechos individuales (no sometidos a la regla de la mayoría) y los contrapesos y límites a las decisiones mayoritarias. Desde la estructura federal del Estado hasta la jurisdicción constitucional. Desde la designación mediante concurso público de los puestos de funcionarios hasta el control jurisdiccional de los actos administrativos. Y, por supuesto, la previsión de cómo se modifican o se adoptan nuevas reglas constitucionales.
Las constituciones que desean los Erdogan, los Orban o LePen – ¿o Podemos? – no son democráticas porque niegan a la minoría la oportunidad de convertirse en mayoría. Ni un referéndum – salvo, lógicamente el que sigue a la reforma de la Constitución que es un referéndum de ratificación – ni unas elecciones justifican decisiones irreversibles o definitivas que afectan a la Constitución. Las decisiones mayoritarias han de estar siempre – concluye Lepsius – sujetas a su revisión y a su enmienda por otras instancias. Las apelaciones a la voluntad popular encierran, a menudo, el propósito de desactivar la estructura institucional recogida en la Constitución. El pueblo no existe mas que a través de su organización en la Constitución. Y sólo puede modificar la Constitución cuando se “constituye” en poder constituyente. Fuera de eso, solo cabe la revolución o el golpe de estado.
Los referéndums, además, son malas herramientas para tomar decisiones de trascendencia constitucional, irreversibles, definitivas. Repetimos, el referéndum constitucional es siempre de ratificación de lo hecho por los representantes, nunca impone una decisión sobre la Constitución a los representantes. De ahí que, en todas las constituciones democráticas, fuera del referéndum de ratificación de la Constitución, el referéndum sea consultivo y nunca sea la última palabra. Y, en fin, un argumento lógico de Lepsius: si las elecciones – y las mayorías – nos permiten averiguar la voluntad del pueblo ¿cómo puede explicarse la más mínima divergencia entre la población y sus representantes políticos? Los ciudadanos no tendrían derecho a cambiar de opinión. La cuestión no es absurda: lo que es absurdo es identificar la democracia con la regla de la mayoría.
La pertenencia a la Unión Europea debe incluirse en la Constitución y, a falta de inclusión expresa, debe considerarse incorporada como una mutación constitucional. Por qué no forma parte de la Constitución es fácil de explicar: la Unión Europea es una unión de Estados formada sobre la base de tratados internacionales, tratados que tienen un estatuto constitucional específico pero la Unión ha ido profundizándose y desarrollándose (“an ever closer union”) en sus cincuenta años de existencia, de modo que sus efectos hoy sobre los Estados miembro son de tal calibre (piénsese sólo en la supremacía del Derecho europeo) que debería ser impensable no someter la decisión de salir de la Unión Europea a un procedimiento semejante al de la reforma de los aspectos básicos de la Constitución. Por eso es tan insatisfactorio el argumento “Brexit es Brexit”. El cambio que supone salir de la Unión es tan fundamental y tan definitivo que es impensable que, situados en su posición de “constituyentes”, los británicos no hubieran pactado un procedimiento mucho más complejo y garantista que un referéndum como el celebrado el pasado mes de junio.