Párrafos extractados del ensayo publicado por José María Ruiz-Soroa en Revista de LIbros
En el País Vasco… no existen dos comunidades lingüísticas, una vascohablante y otra castellanohablante, sino dos grupos distintos, los monolingües y los bilingües, todos ellos castellanohablantes en común (pg. 427). Lo que pretende la política emprendida es convertir a los monolingües en bilingües, es decir, hacer desaparecer el monolingüismo «porque éste es una realidad que debe ser superada, una realidad anticuada que no reporta beneficio alguno a nadie y a nada»
… la política lingüística no consiste, en último término, sino en repartir desde el gobierno derechos lingüísticos entre las personas que forman una sociedad. No entre las lenguas, puesto que las lenguas son objetos y no sujetos de derechos. Cuando el poder público establece cuál o cuáles serán los idiomas oficiales de un país está estableciendo que los hablantes de esos idiomas los podrán usar en sus relaciones públicas, es decir, que tienen derecho a ser atendidos en ese idioma. Y los hablantes de lenguas que no sean reconocidas, carecerán de esos derechos lingüísticos. De manera que la decisión sobre la lengua o lenguas oficiales son decisiones estrictamente distributivas, que deben ser enjuiciadas precisamente desde los parámetros de la justicia distributiva. Cuando el Estado establece un idioma oficial, atribuye a sus hablantes un derecho lingüístico e impone a sus no hablantes una obligación o carga lingüística, la de aprenderlo. La política lingüística distribuye derechos y cargas entre la población, ni más ni menos.
… Naturalmente que desde un punto de vista utópico siempre sería posible otorgar derechos lingüísticos plenos a todos, incluso a los inmigrantes o miembros de lenguas diminutas. Pero no vivimos en la utopía sino en la realidad: hay un problema de costes sociales implicados en esa armonía plena. Al resto de los ciudadanos no se les puede exigir soportar unos costes desmesurados o irrazonables para atender el interés de unos pocos. Esto es lo que quiere significarse cuando se establece la condición de «viabilidad» a la concesión de plenos derechos lingüísticos: que los costes a soportar por los demás ciudadanos no sean irracionalmente gravosos para conseguir que unos pocos puedan usar su lengua nativa.
… Lo cual significa que cualquier política lingüística está tan fuertemente condicionada o contextualizada por lo que es o no es viable en la sociedad de que se trate que no puede establecerse en esta materia casi ningún principio regulativo general o abstracto que no sea el anterior. Una política lingüística solo puede enjuiciarse una vez examinada la concreta realidad lingüística del país en que se practica: negar a unos ciudadanos la enseñanza infantil en la lengua propia puede resultar injustificable en unos casos (en un país con una pluralidad reducida, caso normal europeo), pero puede estar plenamente justificado –incluso obligado- en otros (un país con centenares de idiomas diminutos, caso frecuente en Asia y África).
… Porque esa política no pretende simplemente mantener la diversidad preexistente (conservar las dos lenguas existentes), sino algo profundamente diverso: pretende hacer universal la diferencia mediante la conversión de los monolingües en bilingües, de manera que en un futuro próximo todos los vascos sean bilingües. Universalizar una diferencia particular es tanto como convertirla en hecho común o, lo que es lo mismo, hacerla desaparecer como tal diferencia. Y, en efecto, la política lingüística vasca lo que persigue es hacer desaparecer toda diferencia lingüística entre los vascos y uniformarlos a todos en el bilingüismo perfecto. No es una política de la diversidad, sino una política de la uniformidad. No es una política lingüística de defensa de la variedad, sino una de asimilación lingüística. Sorprendente, ¿no?
… El libro que comentamos es un perfecto ejemplo de ello, pues ya desde la cita de José Miguel de Barandiarán que aparece como proemio a su texto («nosotros los vascos constituimos entre una multiplicidad de plantas y flores un jardín»), incurre una y otra vez en la más difundida de las analogías: la de equiparar la biodiversidad con la diversidad cultural, y derivar de esta equiparación las conclusiones más directas: ¿Cómo podría suceder que lo que es bueno para las especies vegetales y animales, la diversidad, no lo fuera para la especie humana y sus culturas y lenguas? (pg. 47). Cuando la conservación de la biodiversidad se ha convertido casi en un imperativo ético en las sociedades actuales, ¿cómo no sería igual de necesario para el bien de la humanidad conservar la diversidad cultural? Estar a favor de la diversidad lingüística es tan obvio hoy en día como ser ecologista. Incluso la UNESCO ha proclamado que la diversidad cultural humana es análoga a la biológica y debe ser protegida y conservada.Es una idea que tiene inicialmente un intenso aire de ser plausible y lógica, y que apela al sentimiento de culpa del occidental moderno ante el deterioro del planeta.
… Patxi Baztarrika, de nuevo, no es una excepción: nos relata, en este sentido, cómo «la evolución de la humanidad es la historia de una merma constante de diversidad lingüística» (pg. 31). De forma que partiendo de un inicio obscuro en que se dice que existieron millares de diversas culturas y unas 20.000 lenguas, la historia habría ido reduciendo progresiva y aceleradamente esa diversidad y llevando al mundo hacia la uniformidad. La evolución conocida de la humanidad sería así un proceso unidireccional desde la diversidad hacia la uniformidad. Por lo que, si no hacemos algo, acabaremos en un mundo en que los seres humanos serán individuos uniformes troquelados por una única cultura. Así contado el proceso, es difícil resistirse a la llamada a favor de la lucha por conservar la diversidad. Un futuro de humanidad-hormiguero suena realmente horrible.
… la diversidad cultural es un hecho moralmente neutro, carece de relevancia ética en sí misma considerada. Toda persona precisa para desarrollarse un marco cultural de integración y referencia: es decir, que «somos» cultura, esto es algo evidente. Pero que la existencia de diferencias más o menos profundas entre esos marcos de referencia sea en sí mismo algo moralmente positivo es una afirmación que, por muy simpática que suene, no hay forma de justificar. ¿Por qué razón habría de ser moralmente valiosa la diferencia entre las culturas, cuando estas son hechos empíricos producidos por la necesidad histórica, unos hechos que se imponen a los nacidos dentro de ellas, cuando se trata de hechos no elegidos ni queridos sino derivados de la contingencia? Las culturas son en sí mismas hechos en bruto, y resulta ser una opinión plenamente infundada (aunque muy común) la de atribuir valor a lo que existe por el solo hecho de existir (la llamada falacia naturalista que denunció ya David Hume).
… Afirmar que la diferencia lingüística genera por sí misma riqueza humana es una afirmación que cualquier vasco de hoy puede comprobar que es positivamente falsa. ¿Serían más ricos nuestros vecinos vascos bilingües en términos humanos solo por el hecho de hablar otro idioma? ¿Somos más pobres en términos humanos los monolingües? ¿Hay alguien de verdad dispuesto a sostener tal afirmación? ¿Le parece fundada al lector? Por otro lado, y dado que entre nosotros está en marcha una obra de ingeniería social que está convirtiendo en bilingües a generaciones de niños de procedencia cultural monolingüe (a nuestros hijos y nietos), si el aserto fuera cierto deberíamos poder observar empíricamente una diferencia de desarrollo y riqueza humana intergeneracional: pero sería absurdo efectuar un estudio de este tipo, siendo como es evidente que la infusión de una nueva lengua no ha modificado el carácter de los seres humanos afectados. Seamos serios, la riqueza o la pobreza de los seres humanos en términos de desarrollo de la personalidad depende hoy de tal miríada de factores diversos (de los cuales la competencia y riqueza lingüística es uno, claro está) que atribuir esa importancia al plurilingüismo carece de sentido.
… Ahora bien, incluso dejando de lado estos problemas de validación empírica del argumento, su valor ético es más que dudoso. Pues no se ve bien qué tipo de valor es ése de la cohesión social. En efecto, cuando se menciona una mayor libertad, o una mayor justicia, o una mayor redistribución pública, o un mayor bienestar, como componentes de la cohesión social final, se está haciendo referencia a valores identificables y con un estatus ético definido. Pero la cohesión social por sí sola no es identificable con ningún valor, sino una resultante empírica de otros muchos, y de otras circunstancias arbitrarias no controlables. Y, precisamente por ello, la cohesión social sola no puede argüirse como fin válido para justificar una política de coacción pública o de privación de otro derecho básico a los individuos. Es posible, por poner un ejemplo estrafalario, que la cohesión social y política aumentase si todos los inmigrantes en España se convirtieran al cristianismo (en realidad es una idea bastante antigua por respecto a los propios autóctonos, desde los Reyes Católicos). Pero dudosamente ese aumento cohesivo justificaría violar el derecho a la libertad de conciencia. Lo mismo sucede con la imposición del bilingüismo: que incluso si aumentase la cohesión social de los vascos, no justificaría por sí solo el privarles de su libertad lingüística
… Pongamos los vagones del razonamiento en su orden correcto: los ciudadanos no tienen por qué justificar su propia realidad lingüística o cultural limitada: es la suya porque con ella se han encontrado al nacer y al hacerse personas, y pertenece en principio a su esfera privada de opciones el cambiarla o no. Por el contrario, quien sí tiene que justificar la validez de sus razones es el poder público cuando emprende la modificación coactiva de esa realidad individual de los ciudadanos. Pues, aunque Patxi Baztarrika parezca no querer entenderlo, el gobierno no puede alegar como razón válida para una política que afecte a la libertad de los ciudadanos la de que pretende enriquecer la cultura o la personalidad de sus súbditos, quiéranlo o no. No puede decir: «son ustedes de una pobreza cultural inútil, y he decidido mejorar esa situación, que no reporta beneficio ni a ustedes, ni a nadie, ni a nada, así que he decidido enriquecerles culturalmente aún en contra de su voluntad». Este principio de actuación es el sueño de todo déspota bienintencionado, pero no es sino el gobierno paternalista de los que saben mejor que las personas afectadas lo que a estas les conviene. Y si hay algo que la democracia rechaza desde su propia raíz es el paternalismo, pues la democracia está fundada, precisamente, en la autonomía de la persona para decidir por sí misma qué es lo mejor para ella. Ningún gobierno puede intentar corregir la realidad de las personas simplemente porque le parece que es lo mejor para esas personas, incluso si lo fuera realmente, sino que tendrá que justificar su decisión en valores superiores que exijan esa intervención correctiva o coactiva. Por tanto, no es al ciudadano monolingüe al que se le pueden exigir razones sino al gobierno que quiere cambiarle. Naturalmente que el poder puede y debe modificar la realidad heredada, cuando es una realidad injusta, o derivada de una libertad insuficiente. Lo que no puede es intentar cambiarla simplemente porque es lo mejor para los afectados.
… Patxi Baztarrika defiende que es la libertad de los ciudadanos la que exige convertir coactivamente a los monolingües en bilingües. Más en concreto, lo exige –según él- la plena libertad lingüística de todos. Desarrolla así el argumento: «El monolingüismo coarta las opciones personales y limita las de las personas bilingües circundantes,
… si aceptásemos por un momento como principio válido y universalizable el de que la libertad lingüística de un ciudadano exige que todos los demás ciudadanos le atiendan y respondan en el idioma que prefiera utilizar, resulta que el mismo principio se contradice y revela imposible en una sociedad bilingüe, puesto que todos los ciudadanos podrían invocarlo, pero en sentido opuesto. Bastaría con que la opción elegida por uno (castellano) fuese distinta de la de otro (euskera) para que el principio se revelase imposible de atender. Un derecho ilimitado a que todo el mundo se relacione en la lengua que prefiera es un imposible lógico, dada la esencial alteridad del lenguaje
… Por otro lado, si intentamos universalizar este derecho a la plena libertad lingüística nos encontraremos con la evidente dificultad de que no existe razón alguna para negárselo a los ciudadanos procedentes de otros países (inmigrantes), que también podrían alegar que su libertad exige que se les atienda en su idioma. ¿O no serían ciudadanos con derechos plenos? Lo cual, dado que en el País Vasco se hablan ya –según Baztarrika- unas ciento diez lenguas distintas plantearía una demanda de libertad puramente babélica (esta vez sí, esa sería la metáfora correcta). Claro está que podría argüirse que los ciudadanos inmigrantes carecen de libertad lingüística, y que ésta solo les corresponde a los autóctonos, pero argumentar así estaría demostrando que, como decimos, esa libertad no es tal, puesto que no es universalizable.
… Pero, dejando de lado esta imposibilidad lógica del mencionado principio llevado a su extremo, conviene analizar un poco más a fondo el argumento. Puesto que es cierto, aunque solo superficialmente cierto, que la libertad del hablante del euskera se ve limitada por el hecho de que otros ciudadanos no conozcan su idioma. Pero esta constatación no nos lleva por sí sola muy lejos: la realidad física y social limita constantemente nuestra libertad en cualquier ámbito de la vida. La libertad de utilizar una carretera está limitada por el uso que los demás hacen de ella y que puede atascarla. La libertad de buscar pareja está limitada por la negativa de otras personas a relacionarse con el interesado.
Aplicado al caso hipotizado, el del ciudadano que se siente limitado por el hecho de que muchas personas en su derredor no le entienden ni le atienden en el idioma que utiliza, lo primero que conviene examinar es si ello le causa algún daño. Y puesto que estamos hablando de un ciudadano bilingüe, que puede perfectamente comunicarse en la otra lengua que posee, el daño que experimenta no es el de la pérdida de la comunicación: puede perfectamente acceder a comunicarse solo con cambiar puntualmente de lengua. Lo que pasa es que por motivos expresivos (el valor que asigna a su otra lengua) no quiere cambiar, de forma que ese hipotético daño que sufre afecta solo a su sentimiento y no a su capacidad de comunicación. Aunque es un daño difícil de valorar objetivamente, podemos admitir a efectos de análisis que sufre un cierto daño.
Para evitar este daño sentimental, el bilingüe exige que el gobierno obligue a todos los demás ciudadanos a aprender su idioma, que les haga bilingües a todos. Ello supone un costo social elevado y, sobre todo, una intervención coactiva sobre los ciudadanos para obligarles o estimularles para que se hagan bilingües. Ahora hablamos de daños mucho más concretos y evaluables: inversión de tiempo y dinero, público y privado, limitación de la libertad de los otros, etc. Este daño objetivo concreto es lo que habría que poner en un platillo para que desapareciese el daño subjetivo sentimental del vascohablante. Poca duda puede caber de que no existe adecuación ni proporción de ninguna clase entre ambos daños, por lo que malamente puede justificarse que para ahorrar al bilingüe el inconveniente de cambiar de idioma en ocasiones se obligue al resto de la sociedad a hacerse permanentemente bilingüe.
La única manera de sacar provecho argumentativo de los valores de igualdad, discriminación positiva, equidad, y similares en esta materia es aplicándoselos a las lenguas, no a las personas. Solo substituyendo a los sujetos morales reales (las personas) por los sujetos ficticios (las lenguas) tiene sentido emplear aquellos conceptos. Y este es el error en que, una y otra vez, recae Patxi Baztarrika: aplicar conceptos morales a las cosas, tomarlas como sujetos morales en lugar de lo que son realmente, objetos inertes. Lo que hace es reclamar la «igualdad… de las lenguas», el «reparto equitativo… entre las lenguas», la «discriminación positiva… a favor de las lenguas», la «democracia… de las lenguas», y así sucesivamente. Pero tal forma de argumentar es recaer de nuevo en el vicio radicalmente inválido de personificar las cosas, de juzgar a las lenguas como entes orgánicos dotados no solo de vida, sino incluso de personalidad moral
¿Cómo lo decía Joshua Fishman, el lingüista tan admirado por Baztarrika? Lo decía muy exactamente: «Donde la teoría es débil, florecen las metáforas». Pues eso.
José María Ruiz Soroa, El milagro cambiado, Revista de libros, junio 2021