lunes, 20 de noviembre de 2017

A vueltas con el homo oeconomicus

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Ricardo Hausmann ha publicado una columna en Project Syndicate en la que reseña dos libros recientes (Identity Economics [Economía de la identidad] de George Akerlof y Rachel Kranton, y The Moral Economy de Sam Bowles. A su juicio, estamos asistiendo a un cambio que va de la psicología cognitiva – el behavioural economics – a la psicología moral. Con ello se ha cambiado la pregunta a la que trataba de dar respuesta el modelo del comportamiento racional de los individuos. No se trata de si hacemos lo que más nos gusta – lo que preferimos – sino cómo se forman nuestras preferencias, es decir “qué hace que deseemos o prefiramos algo”. La Economía había dado por supuestas las preferencias y, sobre todo, no hacía comparación entre ellas. Todas las preferencias son igualmente valiosas. A los economistas les bastaba con suponer que preferimos “más” que “menos” de algo bueno para extraer importantes consecuencias prácticas y realizar “predicciones” sobre el comportamiento esperado de la gente.

La pregunta acerca de cómo se forman nuestras preferencias – es decir, la pregunta por cómo tomamos decisiones – puede acabar con la llamada Psicología Económica (behavioural economics). Hausmann utiliza el ejemplo del juego del ultimátum donde alguien recibe una cantidad de dinero (100) y ha de entregar parte de éste a otro sujeto que puede aceptar o rechazar la “donación”. Si la acepta, ambos retienen las cantidades recibidas. Si la rechaza, ninguno de los dos jugadores recibe nada. El análisis “racional” de la conducta de estos jugadores lleva a concluir que el primero ofrecerá, simplemente, un euro al otro, es decir, la cantidad mínima posible, y que el otro, si es racional, debería aceptarla (porque es mejor 1 que 0 de algo “bueno” como es el dinero). Juego tras juego, sin embargo, resulta que los donatarios rechazan las ofertas que consideran injustas, es decir, resulta que estamos dispuestos a dejar pasar una posibilidad de ganancia para “castigar” un comportamiento que consideramos inmoral. Dice Hausmann que si, en general, las ofertas inferiores a 30 en el ejemplo se rechazan es porque los individuos no razonamos simplemente en términos de elección de la opción que más “nos gusta”, sino que también “nos preguntamos qué deberíamos hacer”.

Y el “deberíamos” va referido – dada la Evolución biológica y cultural – a cómo podemos maximizar la cooperación con otros individuos:

“nuestros sentimientos evolucionaron para mantener la cooperación, para poner al "nosotros" por encima del "yo". Entre estos sentimientos se cuentan la culpa, la vergüenza, la indignación, la empatía, la simpatía, el miedo, la repugnancia, y todo un cóctel de otras emociones. En el juego del ultimátum, rechazamos ofertas porque encontramos que son injustas.

Dice Hausmann que a esta idea, Akerlof y Kranton añaden la idea de “identidad” como categoría social a la que un sujeto “pertenece”, es decir, un estereotipo con el que un sujeto se identifica. Por ejemplo, “ser cristiano, padre, albañil, vecino, o deportista”. Otros dirían que los individuos toman decisiones en marcos “institucionales”. Por tanto, las decisiones sobre cómo comportarse no tienen por objeto únicamente “producir satisfacción… sino también llegar a ser” algo, es decir, encajar en una categoría social determinada.


Del libro de Bowles nos hemos ocupado en esta entrada. Hausmann se refiere al famoso estudio sobre las multas que se imponían a los padres que se retrasaban en recoger a sus hijos de la guardería y se plantea qué ocurriría si extendemos las lecciones aprendidas en ese contexto social (los padres no quieren ser desconsiderados con los maestros que cuidan de sus hijos) al contexto empresarial. En este contexto, parecería que las motivaciones no económicas no tendrían papel alguno. El diseño del gobierno de las compañías o de los contratos con los trabajadores o los ejecutivos se funda en la presunción de racionalidad, no en la concepción de los seres humanos como seres morales. Lo cual, parece, es un error porque los individuos no dejan de ser sujetos morales cuando actúan en el marco de las relaciones dentro de una empresa:

Sin embargo, como lo demostró George Price hace mucho tiempo, es posible que la evolución darwiniana nos haya hecho altruistas, por lo menos hacia quienes percibimos como miembros del grupo que llamamos "nosotros". Puede que la nueva revolución de la economía dé cabida a estrategias basadas en influir sobre los ideales y las identidades y no recurrir exclusivamente a impuestos, multas y subsidios. En este proceso, tal vez comprendamos que votamos porque es lo que los ciudadanos deberíamos hacer, y que nos esforzamos por ser buenos trabajadores, no solo porque esperamos un aumento de sueldo, sino porque buscamos el respeto y consideración de los demás y la realización como personas.

A nuestro juicio, la forma de conciliar al homo oeconomicus con el homo sapiens pasa por distinguir relaciones personales y relaciones de mercado. En las relaciones puramente de mercado, los individuos que no se comportan como perfectos racionales acabarán por ser expulsados del mercado. Por eso el modelo de competencia perfecta sigue siendo tan útil y por eso estudiar el comportamiento de las empresas desde la teoría neoclásica sigue siendo tan fructífero. Las empresas que producen bienes y servicios para el mercado han de comportarse racionalmente o, de otro modo, acabarán quebrando.

Pero los individuos – los seres humanos – no siempre interactúan con otros humanos en un marco de mercado perfectamente competitivo. Muy al contrario. La evolución genética y cultural promovió las conductas cooperativas en el seno de los grupos de humanos porque la cooperación entre los miembros del grupo (del “nosotros”) favorecía la supervivencia individual. La cooperación devino más eficiente cuando se tradujo en intercambios de mercado precisamente porque se podían obtener los beneficios de la cooperación sin que ninguno de los participantes en un intercambio tuviera que renunciar a perseguir de forma egoísta sus propios intereses (la mano invisible). Pero la cognición y la emocionalidad humana se habían formado mucho antes de que los mercados se generalizasen. Se habían formado en un entorno en que las interacciones humanas se dirigían a maximizar la producción del grupo, a obtener las economías de escala y a reducir los riesgos a los que estaban sometidos los humanos en un entorno mucho más peligroso que el actual, es decir, un entorno en el que no había muchas oportunidades de intercambiar beneficiosamente porque no había especialización ni división del trabajo.

La creciente exposición de los humanos a relaciones de mercado – que exigen racionalidad – explica, por ejemplo, el mayor individualismo de las sociedades occidentales en comparación con sociedades tradicionales. Es la evolución cultural en marcha que, como los trabajos de Henrich y otros sugieren, influyó también en la evolución biológica (coevolución). Por ejemplo, el dominio del fuego aumentó la eficiencia en la absorción de proteinas de los alimentos y permitió el aumento de tamaño del cerebro o que tuviéramos unas mandíbulas menos poderosas y un estómago más pequeño que otros primates.

Naturalmente, cuando los individuos – incluso en occidente – interactúan en marcos que no son de intercambios de mercado (cuando van a votar por tomar el ejemplo de Hausmann), no cabe esperar que su comportamiento sea el del homo oeconomicus. Cabe esperar que su comportamiento sea el del homo sapiens cuya cognición y emoción desarrolló la Evolución para maximizar las conductas cooperativas y castigar a gorrones y a cizañeros que, al poner en peligro al grupo, ponían también en peligro la supervivencia de los miembros del grupo. Lo atractivo del trabajo de Bowles es, precisamente, llamar la atención sobre los distintos “marcos” en los que los individuos interactúan con otros individuos. Según el marco, los incentivos del homo oeconomicus y los del homo socialis pueden actuar como sustitutivos o como complementarios.

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