La premisa implícita en el libro de Thaler y Sunstein es que el análisis económico-conductista del Derecho debe ser juzgado por cómo resuelve satisfactoriamente el problema de de maximizar el bienestar … al tiempo que se respeta la libertad de los individuos…
En la medida en que el paternalismo libertario no tiene en cuenta … el valor que, para la libertad, tiene permitir a los individuos ser libres para equivocarse, no conseguirá sus objetivos de incrementar el bienestar sin reducir la libertad y constituye un riesgo significativo de reducción de ambos…
La literatura sobre análisis económico-conductista del Derecho muestra una fuerte tendencia a ignorar los beneficios sociales del error. Al mismo tiempo, tiende a sobreestimar los costes sociales de los errores o, al menos implícitamente, a asumir que los beneficios sociales de reducir los errores que se identifican serán superiores a los costes sociales de las intervenciones públicas dirigidas a corregir tales errores…
Pero hay errores eficientes, porque los actores económicos racionales economizan tanto en los costes de información como en los costes de transacción. En definitiva, no todos los errores implican una conducta irracional porque tomar decisiones perfectas es costoso”
El artículo de Wright y Ginsburg repasa todas las objeciones imaginables al Análisis económico – conductista del Derecho. Desde la discusión acerca de si realmente sufrimos sesgos irracionales en nuestra conducta o son efectos que aparecen en el “laboratorio” pero que desaparecen en entornos menos controlados y donde los consumidores repiten y pueden aprender, hasta la discusión acerca de si, en realidad, esos presuntos errores sistemáticos no son tales sino conductas racionales en un entorno en el que los costes de transacción son elevados (por ejemplo, los costes de cambiar de proveedor de tarjeta de crédito a una claramente mejor adaptada a nuestros deseos pueden superar las ventajas de pasarnos a la otra tarjeta) que el mercado corrige con el tiempo.
Los que desarrollan este tipo de estudios empíricos tienden (tienen el sesgo) a explicar los resultados recurriendo demasiado rápido a la existencia de un sesgo irracional en la conducta de los sujetos. Por ejemplo, en otra entrada, nos ocupábamos de un artículo que sugería que era preferible adelantar la recompensa a los maestros cuyos alumnos mejoraban a entregar el premio solo si tal mejora de resultados se producía efectivamente. En la entrada nos atrevíamos a sugerir que, quizá, un premio entregado por anticipado es "mayor” que un premio que se entrega solo al final del concurso, por el coste del dinero y, sobre todo, por el coste de encontrar una financiación alternativa si el recipiendario del premio lo gasta antes de que el concurso acabe, lo que es probable si el premio consiste en un aumento de sueldo (aunque ni siquiera esto es seguro).
Pero su crítica va dirigida principalmente a la aplicación de la teoría económico-conductista a la política jurídica. Sencillamente, hay demasiado poca teoría y pruebas empíricas como para justificar un cambio en las reglas del Derecho Privado que regulan, desde el paradigma del consumidor racional, los intercambios entre particulares. Tampoco sabemos bastante acerca de si los errores de los consumidores, incluso sistemáticos, son irrelevantes porque el mercado acaba resolviéndolos si hay una oportunidad de ganancia para un empresario que corrige el error . Y, dicen los autores, la falacia del Nirvana se aplica: no sabemos si los costes de esas medidas superan a sus beneficios.
Los costes incluyen no solo los de implementación y administración de las medidas sino también los perjuicios para los consumidores que no sufren el sesgo irracional de que se trate y, lo que es mucho más grave, la pérdida de autonomía de los consumidores, que reducirán el esfuerzo que realizan en la toma de decisiones si esperan que el Estado las tome por ellos lo que, a largo plazo, conduciría a una Sociedad menos vibrante y más conformista, esto es, donde sus individuos no desarrollarían plenamente su personalidad (“people who were raised in a paternalistic state, and hence relieved of the need to make many important decisions for themselves, to have less well-developed decisionmaking skills and to be more risk averse”). Esta es una reflexión especialmente oportuna para España. Dicen los autores que los conductistas no tienen suficientemente en cuenta el valor de la libertad como proceso en el sentido de Sen (“whether the choices are being made by the person herself—not (on her behalf) by other individuals or institutions”)
Bien podría decirse que la política de consumidores de las últimas décadas responde a una concepción económico-conductista “avant la lettre”. El derecho de desistimiento en las compraventas fuera del establecimiento mercantil se basa en la idea de que las decisiones de compra tomadas por los consumidores cuando el vendedor les aborda en su domicilio o en su puesto de trabajo, pero también en la contratación a distancia son decisiones típicamente irracionales tomadas sin la debida reflexión. De ahí que parezca natural conceder al consumidor un derecho de arrepentimiento ad nutum en contra de la regla general de la vinculación contractual desde que se emite el consentimiento (art. 1255 CC). Los costes de la medida son significativos (v. arts. TRLCU) ya que se formaliza el consentimiento por escrito y ha de emplearse una suerte de fórmula sacramental so pena de nulidad/anulabilidad del contrato. Y los beneficios, no los sabemos porque, en lo que conozco, no hay estudios empíricos que expliquen en qué medida, el derecho de arrepentimiento ha reducido las compras impulsivas tras una estrategia agresiva de comercialización.
El derecho de arrepentimiento no parece imponer costes a los demás consumidores. Pero hay otro tipo de regulación “liberal-paternalista” que sí puede hacerlo. El caso de la prohibición de la publicidad engañosa es un ejemplo. Prohibir una afirmación publicitaria porque una parte significativa de los destinatarios es inducida a error tiene el coste de privar de información quizá útil a otra parte de los destinatarios para los que dicha publicidad no es engañosa. Sucede siempre que se limita la información disponible en el mercado.
Por tanto, el artículo de Wright y Gingsburg debe entenderse más como una crítica a los juristas que hacen “análisis económico-conductista del Derecho” que a los economistas y psicólogos que se ocupan de examinar la irracionalidad/racionalidad de la conducta human (“we doubt legal academics would have seen the appeal of appropriating the fruits of cognitive research had they not first been exposed by Critical Legal Studies to the idea that individuals routinely fail to act in their own best interest as they themselves express it”).
No creo, sin embargo, que queramos tener “libertad para equivocarnos” en todos los ámbitos de nuestra vida (lo que, supongo, acepta hasta el más libertario). Y hay un ámbito en el que, con independencia de lo que digan los conductistas, más posibilidades de elección no es necesariamente mejor que menos posibilidades de elección. Me refiero a las decisiones de inversión o ahorro a largo plazo, donde, además, nuestra limitada capacidad genética para calibrar adecuadamente las probabilidades, las asimetrías de información y los elevados costes informativos de adoptar una decisión racional, justifican las limitaciones a la autonomía privada per se. Recuérdense los tres ejemplos de decisiones sistemáticamente erróneas que adoptan los consumidores que pone Shleifer en su recensión al libro de Kahneman. Las tres tienen que ver con decisiones financieras de los particulares (seguros, fondos de inversión, acciones). Quizá sea una conclusión demasiado ambiciosa, pero el examen de las innovaciones financieras conduce a pensar que si queremos que las generaciones actuales ahorren en masa para cuando sean ancianos, no tiene mucho valor, en conjunto, que algunos consigan rendimientos superiores a otros para sus ahorros. Para el conjunto de la sociedad y considerando que no vamos a dejar que ningún viejo muera de hambre, parece tener mucho más sentido fiar las pensiones al aumento de riqueza general de la sociedad. No perdemos mucha libertad si regulamos de manera general la obligación de ahorrar para la vejez. Naturalmente, dejando a cada uno la decisión de “ahorrar más”. V., no obstante, en relación con la contratación financiera, Richard A. Posner, Op-Ed., Treating Financial Consumers as Consenting Adults”)
Por el contrario, sí tienen razón Wright y Ginsburg al advertir de los peligros de dirigir las decisiones de los consumidores en los actos que tienen que ver con los actos de consumo diarios. Si privamos a los consumidores de la libertad para equivocarse cuando deciden en qué supermercado comprar, a qué hora hacerlo o qué marca de automóvil adquirir, estaremos arriesgándonos a consecuencias impredecibles. Donde el mercado funciona bien, está menos justificada la intervención estatal y, a fortiori, la existencia de sesgos o errores sistemáticos en la toma de decisiones por los consumidores es menos preocupante.
Tienen también razón en que no hay ninguna seguridad de que el regulador sepa cuáles son las verdaderas preferencias de los consumidores (por definición, distintas de las que se revelan en sus decisiones de compra ya que se considera que éstas reflejan un sesgo irracional).
Su crítica a la idea de que el legislador puede seleccionar la mejor regla supletoria-dispositiva es también acertada. Los Códigos están llenos de reglas dispositivas muy sensatas – eficientes - porque recogieron las que la gente aplicaba (usos) lo que nos permite deducir que son “mayoritarias” en el sentido de que reflejan la voluntad hipotética de la mayoría de los contratantes. El escaso éxito de las llamadas “normas supletorias penales” (penalty default rules) es un buen ejemplo de la dificultad de seleccionar las reglas aplicables con carácter general por el legislador. Otro nos lo proporciona el Derecho de Sociedades. Se ha hecho mucho más complejo (compárese la Ley de Sociedades Anónimas de 1951 con la Ley de Sociedades de Capital más la Ley de Modificaciones Estructurales) y se han establecido numerosas reglas de cuya eficiencia cabe dudar mucho. Y los costes de derogar la regla dispositiva no son despreciables para los particulares.
La conclusión sería que para ese viaje, no nos hacen falta las alforjas del paternalismo libertario. El Estado puede suprimir directamente la libertad de elección y tomar las decisiones por nosotros cuando hay pruebas de que nos equivocamos de forma sistemática o, mejor, cuando el mercado no funciona suficientemente bien. En otras palabras, no necesitamos el “análisis económico-conductista” para darnos cuenta de que hay ámbitos donde la competencia funciona lo suficientemente mal como para que merezca la pena ensayar con la regulación.
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