En relación con los tratados internacionales de comercio, la discusión pública se hace dificultosa porque se abordan simultáneamente muchas cuestiones, de manera que resulta muy difícil refutar las objeciones a su bondad que no tienen un pase sin dejar de reconocer que otras tienen buenos argumentos detrás de sí. Las columnas de Dani Rodrik contienen casi todos los mejores argumentos en contra de tratados como el TPP o el TTIP y en esta columna de Pablo Salvador tienen los mejores argumentos en su defensa. Mattias Kumm formuló el año pasado un argumento específicamente dirigido contra la inclusión del arbitraje como mecanismo de resolución de conflictos entre los Estados y los inversores internacionales.
En su opinión, carece de sentido incluir tales mecanismos en un tratado internacional del siglo XXI. El arbitraje se incluía – nos dice – en los tratados internacionales del siglo XX cuando se celebraban entre un país desarrollado y un país en vías de desarrollo. Muchos de estos últimos tenían un sistema jurídico-político “corrupto o disfuncional”, de forma que los inversores extranjeros “no podían confiar en que serían tratados con equidad y justicia” por los tribunales y, en general, el sistema jurídico del país en el que invertían, de manera que, lógicamente, trataban de que las disputas se resolviesen en un marco neutral. Una cámara de arbitraje internacional, al margen de la influencia del gobierno del país era, pues, una solución razonable para asegurar los intereses legítimos de ambas partes. Para el inversor, le garantizaba su derecho a un “juicio justo”. Para el Gobierno del país subdesarrollado, someter las disputas con los inversores a un tribunal arbitral internacional que no está bajo su control era una “promesa creíble” de que no iba a expropiar a los inversores extranjeros, de manera que se lograba un aumento de sus inversiones en el país.
Por tanto – dice Kumm – el sometimiento de un Estado a un tribunal arbitral es un privilegio que el Estado concede al inversor extranjero. Un privilegio – lex privata – que no está al alcance de un inversor nacional cuando, desde el punto de vista de su “condición” y de las posibilidades de expropiación, no hay diferencia alguna entre el inversor nacional y el extranjero. Al contrario, el inversor nacional está en una situación claudicante frente al gobierno porque hay que suponer que la mayoría de sus bienes están en el país controlado por el gobierno.
Un gobierno “decente”, pues, no reconocería tal privilegio por razones de igualdad ante la ley. En particular – dice Kumm – porque el sometimiento a un arbitraje internacional limita el derecho del Estado a modificar sus leyes ya que es precisamente la inmunidad frente a los cambios legislativos (regulatory takings) el principal efecto del sometimiento del gobierno al tribunal arbitral.
En consecuencia, si el arbitraje como mecanismo de protección de los inversores internacionales tenía algún sentido, lo ha perdido cuando se trata de Tratados entre países desarrollados que son Estados de Derecho y en los que la protección de los extranjeros es idéntica a la protección de los nacionales. Es más, si algo caracterizaba el Antiguo Régimen (en el caso de España, al menos) era que los comerciantes extranjeros no sólo no estaban discriminados sino que estaban privilegiados en función de la potencia militar de la “nación” a la que pertenecían. Los comerciantes vizcaínos se quejaban al Rey de España de los privilegios de los comerciantes ingleses ¡en Bilbao!.
Por tanto, no hay mucha justificación para que Europa o Estados Unidos o Japón acepten someterse a esos tribunales arbitrales. Ni siquiera para que acepten – como ocurre con el TTIP - la creación de un tribunal internacional (formado por jueces) que dirima los conflictos entre inversores y Estados parte. Las empresas multinacionales están sometidas al Derecho nacional de acuerdo con las reglas generales sobre extensión de la jurisdicción nacional (territorial en el caso de las normas penales, definida por el mercado donde están presentes en el caso de las normas sobre Derecho de la Competencia o competencia desleal, o según la elección de las partes en el caso de la mayor parte de las relaciones entre particulares).
Cuestión distinta, dice Kumm, es que los derechos de los individuos – nacionales o extranjeros – merezcan una protección internacional, esto es, que vaya más allá de los tribunales y leyes nacionales. Los europeos – menos los americanos – estamos muy acostumbrados a someternos a normas y tribunales internacionales. El sistema de protección de los derechos fundamentales en España o la supremacía del Derecho europeo son dos ejemplos señeros. Pero esa regulación presupone que “se han agotado las vías nacionales” y sólo tienen un papel subsidiario para eliminar las actuaciones arbitrarias de las autoridades nacionales (sean estas jueces o administración pública o legislador nacional). Y, en fin, en el caso de los inversores nacionales, como última ratio, puede preverse que el Estado de la “nacionalidad” del inversor intervenga por vías diplomáticas cerca del Estado que ha cambiado su legislación para proteger los intereses de sus nacionales. Como vienen haciendo los Estados Unidos cada vez que la Comisión Europea pone una multa multimillonaria a empresas norteamericanas o viceversa.
1 comentario:
Dándole vueltas a cómo se podrían defender de forma más eficaz a los propietarios de construcciones y parcelas afectadas sobrevenidamente por la Ley de Costas de 1988, en relación al hecho de que las adquisiciones inmobiliarias son y se tratan fiscalmente como inversiones extranjeras ¿podría pensarse en acudir al arbitraje al amparo de los Convenios sobre inversiones extranjeras suscritos por España?
Publicar un comentario