jueves, 15 de junio de 2017

O la inestabilidad de la partnership o la expropiación de la corporation

Herbert List Ischia 1936

Herbert List, Ischia 1936

¿Por qué – en el siglo XIX y en Estados Unidos – una empresa se organizaría como una partnership o como una corporation? Los autores suponen que la decisión, cuando ya se habían extendido las leyes generales de sociedades, se tomaría por los socios en función de su interés en garantizar la estabilidad de la empresa – evitando la disolución – en cuyo caso optarían por la corporation o sociedad anónima o en el miedo de los minoritarios a ser expropiados por los socios de control – el mayor peligro de la forma corporativa y la regla de la mayoría (beneficios privados del control)– en cuyo caso optarían por constituir una partnership.

Esta suposición parece plausible si se tiene en cuenta que el fraude era rampante (“conflicts of interest were endemic to corporations at the time”); que el capitalismo norteamericano de la época era el crony capitalism prototípico pero que, al mismo tiempo, no se podían acumular grandes capitales ni acceder a los sectores más intervenidos de la Economía sin recurrir a la forma de sociedad anónima. Este estudio indica que la elección de la corporación sobre la sociedad de personas como forma organizativa pudo tener - en el caso de Japón - razones fiscales.

Es interesante que los autores señalen que, con la promulgación de leyes generales de sociedades, la corporation americana se “privatizó”, es decir, dejó de ser una figura del “Derecho administrativo” para pasar a ser plenamente privada:

... a principios del siglo XIX, las corporaciones eran todavía consideradas como instituciones cuasi-gubernamentales. Los empresarios que querían constituirlas tenían que solicitar un permiso especial del estado, que sólo solía ser concedido para proyectos considerados de interés público. Además, muchas corporaciones conseguían parte de su capital de fondos públicos... La aprobación de leyes generales de sociedades anónimas rutinizaron el proceso de constitución, permitiendo a cualquier persona que lo deseara constituir una sociedad anónima si cumplía con ciertos requisitos estándar, presentando un formulario, y pagando una tasa. En el proceso, la corporación perdió su carácter público y pasó a ser considerada como una institución completamente privada


En cuanto a las partnerships,

Empiezan explicando que el sector manufacturero, incluso hasta entrado el siglo XX, estaba en manos de partnerships, no de sociedades anónimas aunque éstas habían crecido mucho en número y en volumen de capital en el último cuarto del siglo XIX.

El riesgo mayor de constituir una sociedad de personas – el equivalente a la partnership mercantil sería, entre nosotros, la sociedad regular colectiva - para las inversiones individuales es que cualquiera de los socios denunciara unilateralmente el contrato y disolviera la sociedad por su sola voluntad. Eso, unido a que cada socio es administrador nato y puede actuar sin consultar a los demás, más la responsabilidad ilimitada por las deudas sociales hace que las partnerships sean muy “precarias” e inestables. La amenaza de la disolución por denuncia unilateral es elevada y constante. No era seguro, además, que los jueces consideraran válido establecer una duración determinada (como permite expresamente el art. 1705 CC) y, aunque el pacto fuera válido, no se permitía su ejecución en especie, esto es, el pacto no impedía la disolución sino que, simplemente, generaba la obligación por parte del socio denunciante de indemnizar los daños y perjuicios correspondientes a los otros socios.

Al parecer, obligar a los socios a permanecer en sociedad de acuerdo con un pacto semejante se consideraba por los jueces norteamericanos contrario al principio del common law según el cual el remedy del cumplimiento específico de un contrato (en este caso, del contrato de sociedad que había previsto la duración determinada) no era un remedio generalmente disponible. También tenía que ver, probablemente, con la idea del nemo ad factum cogi potest porque se entendía que al pedir la continuidad de la sociedad se estaba pidiendo al juez que obligara a los socios a seguir cumpliendo el contrato  (“it was beyond the bench’s power to ensure that all members of a firm performed their duties on an ongoing basis”), lo que se generalizó afirmándose por los tribunales que “there can be no such thing as an indissoluble partnership” sobre la base de la contrariedad al orden público de las vinculaciones perpetuas o excesivamente onerosas. En el caso de la sociedad de personas porque se concebía a los socios como apoderados recíprocos para el giro o tráfico de la empresa, de manera que unos poderes semejantes tenían que ser revocables y no podía el poderdante privarse a sí mismo del derecho a revocarlos mediante una cláusula contractual (“The power given by one partner to another to make joint contracts for them both is not only a revocable power, but a man can do no act to divest himself of the capacity to revoke it”). El único remedio disponible para el socio era la indemnización de daños por incumplimiento de contrato porque terminar una sociedad antes de la fecha prevista como duración de la misma suponía incumplir el contrato de sociedad. Estas concepciones doctrinales se reflejaron en la UPA (Uniform Partnership Act) hacia 1910/1920: todas las partnerships podían disolverse ad nutum por voluntad unilateral de cualquiera de los socios, incluso aunque los socios hubieran incluido una cláusula de duración en el contrato de sociedad. Y, en función de las circunstancias, – que existiera o no justa causa para la disolución anticipada (denuncia extraordinaria) diríamos a este lado del Atlántico – la disolución anticipada no generaba ninguna consecuencia indemnizatoria. Por ejemplo, cuando el socio que pedía la disolución lograba demostrar que el trabajo con el otro socio era imposible. Aunque, al parecer, también en EE.UU los jueces examinaban si el ejercicio de la denuncia era conforme con la buena fe.
"Sería injusto permitir que [esa persona] sacase ventaja de sus propios actos ilícitos", especialmente porque "los resultados que derivan de la disolución prematura de una sociedad podrían ser desastrosos para un socio que había invertido su capital en la empresa" y que no había cometido ningún acto ilícito ni omitido el cumplimiento de sus deberes" (Gerard v. Gateau, 84 Ill. 121 [1876]).


Las corporaciones y el caso Burden v. Burden: la evolución del control judicial de las transacciones vinculadas entre administradores y socios de control y la sociedad


Las partes en el pleito eran dos hermanos que habían heredado una fábrica de hierro de su padre en 1871. Los hermanos continuaron con el negocio a través de una compañía regular colectiva durante los diez años siguientes pero las discrepancias sobre la gestión aumentaron hasta que en 1881, la relación se había deteriorado al punto de que, en palabras del tribunal, "dejaron de hablarse y se comunicaban exclusivamente por escrito" (159 NY 287 a 295). Finalmente, James A. Burden, el hermano que había estudiado siderurgia, decidió que ya no podía más y dio a elegir a su hermano entre la disolución de la compañía y el reparto de los activos o la transformación de la sociedad colectiva en una sociedad anónima, en una corporación, bajo su control. Su hermano, I. Townsend Burden, aceptó a regañadientes esta última opción y se constituyó la sociedad anónima bajo la denominación de Burden Iron Company. James tenía 1.000 acciones en la nueva sociedad y Townsend, 998. Las dos acciones restantes las suscribió un empleado de James, John L. Arts, que asumió un puesto directivo en la empresa. En otras palabras, para evitar los costes de disolver una empresa que era rentable, Townsend aceptó convertirse en un accionista minoritario en una sociedad anónima controlada por su hermano. Aunque siguió recibiendo la mitad de los beneficios que la empresa repartía en forma de dividendos, quedó completamente al margen de la gestión.
A los pocos años, Townsend demandó a su hermano por haber gestionado la compañía en su propio beneficio y haber infringido sus deberes de lealtad hacia la compañía. Los jueces desestimaron su demanda aunque los autores no nos dicen si se comprobó si el hermano había infringido sus deberes de lealtad o si la desestimaron porque lo que pretendía era poder participar en la gestión de la empresa social. De las afirmaciones de los jueces se deduce más bien lo segundo. Un derecho al arrepentimiento de convertirse en minoritario no existe en ningún Derecho, naturalmente.

Pues bien, en el siglo XIX, los jueces norteamericanos no habían ideado medidas de protección de los socios minoritarios de una sociedad anónima. Más preocupados, como estaban, por garantizar la estabilidad de las empresas constituidas bajo esa forma, apreciaron el peligro de eliminar las diferencias entre la sociedad de personas y la sociedad de estructura corporativa. Nos dicen los autores que había, además, problemas procesales. En efecto, los accionistas minoritarios no tenían legitimación activa para demandar a los administradores de la sociedad. Tal consecuencia se derivaba de la personalidad jurídica independiente de la sociedad anónima, de forma que sólo la sociedad podía demandar a sus administradores (acción social de responsabilidad, diríamos hoy y “derivative action” dice hoy el Derecho norteamericano). Los minoritarios tenían que recurrir a un tribunal “of equity, rather than at common law”. Para proteger a los minoritarios, los jueces estadounidenses recurrieron al trust. Convirtieron a los administradores en sujetos sometidos a los deberes fiduciarios propios de un trustee y reconociendo, en consecuencia, acción a los accionistas para demandar a los administradores o accionistas de control cuando abusaran de su posición y se apropiaran de los bienes sociales. Aún así, los casos en los que se apreció la existencia de abuso de la mayoría (la carga de la prueba correspondía al minoritario) fueron escasos.

En el análisis de los jueces decimonónicos, no se apreciaba – como si se hacía en el trust – que los administradores y socios de control de una sociedad anónima debían tener prohibida la autocontratación o la realización de transacciones vinculadas. Los autores recogen varias sentencias de la época en las que se utiliza un argumento que hoy sería inaceptable: que dado que los socios mayoritarios ven dañado su propio patrimonio – porque se reduce el valor de sus acciones – por la realización de transacciones vinculadas que fueran inequitativas para la sociedad anónima (por ejemplo, la sociedad anónima encarga la construcción del ferrocarril que va a ser explotado por ella a una empresa constructora en la que los administradores tienen una participación de control), no tienen incentivos para hacer transacciones vinculadas injustas, de modo que cabe presumir que también las transacciones vinculadas estaban protegidas por el juicio discrecional en la gestión de la empresa del que gozan los administradores. Hoy, naturalmente, no cabe ninguna duda de que esas transacciones se realizan en conflicto de interés (porque el administrador tiene incentivos para hacer prevalecer los intereses de la contraparte de la sociedad si su participación en ésta es mayor que en la sociedad). Pero la regla correspondiente – cualquier transacción realizada por un administrador en conflicto de interés ha de poder anularse – no se había formulado todavía en el siglo XIX para los administradores de sociedades anónimas.

En 1880, el Tribunal Supremo (Wardell v. Railroad Company) afirmó solemnemente que los principios del trust – prohibición de realizar transacciones en conflicto de interés – se aplicaban a las sociedades anónimas. Pero – nos dicen los autores – este caso no puede presentarse como el de la consagración de tal principio en el Derecho norteamericano porque, en el pleito, el demandante era la propia sociedad y es que se trataba de un contrato entre la sociedad y una compañía controlada por los administradores ejecutivos que no había sido aprobado por el Consejo de Administración, “de manera que los jueces no tuvieron que considerar qué habrían decidido si la demanda la hubiera presentado un accionista minoritario” (semejante en Brewer v. Boston Theatre). Así, en un caso de 1850 (Hodges v. New England Screw Company) el Tribunal Supremo de Rhode Island adujo la doctrina que hemos expuesto más arriba: que no había conflicto de interés porque si la transacción era perjudicial para la sociedad, también los socios de control se veían perjudicados, de manera que los intereses de los administradores o socios de control y los de la sociedad estaban alineados, doctrina que el Tribunal Supremo repitió en Hawes v. Oakland. De forma que no bastaba a los socios minoritarios con probar la existencia de un conflicto de interés para lograr la anulación de la transacción. Sin embargo, la evolución hasta el régimen actual – v. art. 228 LSC – fue imparable. Los minoritarios – y en este sentido Burden v. Burden es un ejemplo – podían demostrar que la sociedad había pagado un precio superior al de mercado en la transacción vinculada para anular esta:
“Townsend Burden perdió el pleito contra su hermano, en parte, porque no pudo demostrar que James había pagado un precio excesivo por el mineral de hierro que había comprado a otra compañía que también estaba bajo su control”.


Estados Unidos y Europa continental comparados


La evolución se completa y las transacciones vinculadas (“related party transactions”) se consideran anulables per se, esto es, sin necesidad de demostrar que resultaban dañinas para la sociedad, a principios del siglo XX pero sólo – nos dicen los autores – para las sociedades cotizadas. “los accionistas minoritarios en sociedades anónimas cerradas siguieron sin disfrutar de protección” frente a los abusos de los mayoritarios. Sólo después de la segunda guerra mundial se produjeron los cambios necesarios. Y concluyen los autores preguntándose por qué tardó tanto el Derecho norteamericano en proteger a los accionistas minoritarios. El hecho es que no los protegió y que esa falta de protección puede explicar por qué la mayor parte de las empresas manufactureras siguieron teniendo la forma de partnership durante todo el siglo XIX y parte del XX. Sencillamente, los beneficios particulares o privados del control eran demasiado altos como para que los que se sabían accionistas minoritarios aceptaran serlo. El coste, naturalmente, era el de la mayor inestabilidad empresarial.

Porque si no es así – dicen los autores – no se entiende que no disminuyera rápidamente el número de partnerships frente al de corporations dadas las enormes ventajas organizativas de la corporation o sociedad anónima sobre la sociedad de personas La constitución de ambos tipos de sociedades creció en el último tercio del siglo XIX y siguió haciéndolo en el XX en Estados Unidos pero – dicen los autores – probablemente por la existencia de enormes oportunidades de inversión reflejadas en el incremento de la población, mejora de los medios de transporte y comunicación con la correspondiente reducción de costes y la aceleración de los avances tecnológicos. Ante beneficios tan golosos, los minoritarios podían participar aún a costa de recibir una proporción inferior a la merecida. La cosa cambió – concluyen los autores – a partir de la Gran Depresión que generó – de forma semejante a la Gran Recesión de 2007 – legislación más protectora de los accionistas minoritarios.

Los mismos autores, con otros,han estudiado la evolución de las formas societarias en Europa en otros trabajos (aquí damos cuenta de ellos) y en estos nos cuentan que una evolución parecida se produjo en Europa. También en Europa las formas de sociedades de personas “resistieron” hasta bien entrado el siglo XX el avance de las formas corporativas (de la sociedad anónima pero también, desde 1892, de la sociedad limitada). Sin embargo, las razones que explican la misma evolución no parecen ser las mismas en Europa y en los EE.UU. En primer lugar, el modelo de sociedad de personas anglosajón – la partnership – es mucho más primitiva que la sociedad regular colectiva en Europa que se concibe, ya en el siglo XIX, como una agrupación estable con mecanismos que la hacen resistente a la disolución (eficacia de los pactos de duración, previsión de la posibilidad de excluir o separar a socios) y, sobre todo, que dejaban un amplio margen a la autonomía privada para hacer más estable la compañía. Por ejemplo, no había inconveniente en pactar la regla de la mayoría para los asuntos de gestión y el control recíproco de los socios – administradores a través del derecho de oposición garantizaba que los socios no quedaban al albur de lo que hiciese cualquiera de ellos. Pero es que, además, en Europa, las empresas familiares y las de cierto tamaño tenían a disposición la sociedad comanditaria que permitía allegar recursos protegiendo a los inversores con la responsabilidad limitada y configurar, así, empresas mucho más estables. Por no hablar de la sociedad limitada que estuvo disponible en Alemania desde 1892 y en el resto de Europa desde comienzos del siglo XX. Precisamente esta disponibilidad de formas societarias alternativas a la sociedad anónima y a la sociedad de personas puramente contractual pudo retrasar la aparición en Europa de mecanismos eficaces de protección de los socios minoritarios en la sociedad anónima y, en particular, de la elaboración de la doctrina sobre los deberes de lealtad de administradores y socios de control.

Naomi R. Lamoreaux, Jean-Laurent Rosenthal, Corporate Governance and the Plight of Minority Shareholders in the United States before the Great Depression, 2005

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