La frase del título de esta entrada es una leve
manipulación de la que abre el sexto capítulo del libro de Pascal Boyer, Minds make Societies, 2018 (la que figura es “Los humanos están diseñados por la
evolución para vivir en sociedad. Pero no para entender cómo funcionan las
sociedades” pero del capítulo VI me ocuparé en otra entrada porque Boyer tiene cosas muy interesantes que decir sobre las organizaciones sociales).
Bien puede
considerarse que este capítulo quinto constituye una expansión de las ideas de Boyer y
Petersen que resumí
en esta entrada. La idea
puede formularse diciendo que somos capaces de entender cómo funciona un
intercambio y disponemos de sistemas cognitivos o mentales perfectamente adaptados para obtener las ventajas adaptativas de los
intercambios (la equivalencia en
términos de utilidad entre lo que damos y lo que recibimos; el
reconocimiento de (la propiedad) que
un bien es de un individuo y no de otro y por qué algo es de alguien; y la capacidad de detectar, como una
amenaza, la presencia de un parásito (gorrón free rider) que
pretende aprovecharse de nosotros, esto es, de explotarnos) pero no somos capaces de entender cómo
funcionan los mercados, esto es, el entorno institucional donde tienen
lugar los intercambios desde la aparición de la agricultura.
Con un poco más de detalle. Boyer dice que nuestra psicología del intercambio está compuesta de tres sistemas cognitivos uno el que nos permite determinar la equivalencia en términos de utilidad entre dos bienes. Otro el sentido intuitivo de la propiedad, es decir de la relación específica de un individuo con un bien porque el individuo lo ha extraído de la naturaleza o lo ha fabricado, es decir porque el individuo tiene una relación especial con el bien que no tienen ninguno de los otros miembros del grupo. Del sistema cognitivo de la propiedad deducen los humanos la necesidad de respetar la propiedad ajena y de reconocer el derecho del propietario a extraer la utilidad del bien.
El tercer sistema cognitivo es el de detección de parásitos es decir un sistema cognitivo que nos permite descubrir cuando alguien está recibiendo un beneficio sin pagar el coste es decir sin contribuir a su producción. Este sistema cognitivo activa el mecanismo mental de detección de una amenaza. Si hay alguien que se está comportando de forma parasitaria corremos el riesgo de ser explotados. Y la respuesta frente a ese riesgo es la misma que frente a cualquier otra amenaza huir. Esto se traduce naturalmente no en la huida física sino en la decisión de no volver a interactuar con el que pretende explotarnos. De ahí que Boyer dé una importancia central a la elección de la contraparte más que a la dudosa existencia de castigo prosocial para explicar el desarrollo de los sistemas cognitivos que nos han hecho a los humanos seres tan cooperativos.
Nuestros sistemas
cognitivos están diseñados para gestionar intercambios en el seno de grupos
pequeños, con partes repetitivas y bien conocidas y con objetos fácilmente
recognoscibles en su valor y propiedad. Pero carecemos de la capacidad de
computación necesaria para reconocer las relaciones causa-efecto entre la miriada
de intercambios entre los miembros de un grupo de gran tamaño y los
fenómenos sociales que observamos.
La consecuencia de esta
incapacidad cognitiva para comprender los efectos de esas interacciones se
refleja bien cuando nos enfrentamos a decisiones políticas sobre la
distribución de la renta en una sociedad moderna.
Un homo
sapiens – cuyo cerebro evolucionó durante cientos de miles de años hasta
quedar configurado como el nuestro hace unos setenta mil – cien mil años –
observa los “bienes” a su alrededor, es decir, los recursos de los que puede
extraer utilidad, y los clasifica en dos tipos.
Los hay que están en la
naturaleza y, por tanto, no son de nadie y los hay que son de alguien.
Los
primeros hay que recolectarlos o cazarlos y hay que dar oportunidad a todos de
hacerlo y repartir igualitariamente el producto de la recolección o la caza
entre todos los que hayan contribuido a la actividad. Los segundos, hay que
intercambiarlos voluntariamente, esto es, hay que ofrecer una cantidad
suficiente de miel al que fabrica flechas para que quiera dárnoslas a cambio de
nuestra miel (esa es la operación de intercambio que pone de ejemplo Boyer).
Cuando a este homo sapiens lo trasladamos a una sociedad moderna donde hay una
enorme abundancia de bienes y servicios útiles respecto de los cuales ignora quién y cómo contribuyó a su producción, es posible que fuera capaz de reconocer que, a diferencia de la
frambuesa o el antílope, todos y cada uno de los bienes que existen alrededor
de un hombre moderno han sido producidos por alguien o adquiridos mediante
intercambio voluntario por alguien y, por tanto, poner en marcha el sistema
mental que le evoca la necesidad de intercambiar con ellos si quiere alguno de
esos bienes – si quiero las flechas tengo que darle miel a su propietario -. Pero
lo más probable es que los sistemas mentales que se activen en tal escenario no
sean los del intercambio sino la idea de que
esos bienes se han producido colectivamente “por todos” y deben repartirse
igualitariamente “entre todos” porque “todos” contribuimos a la producción.
Naturalmente, la referencia a “todos”, “por todos” y “entre
todos” es metafórica. Los bienes no han sido producidos por todos. Han sido
producidos por individuos concretos a través de complejísimas y numerosísimas
interacciones entre millones de individuos. Individuos, sin embargo, desconocidos para nosotros. Eso hace que sea “demasiado” para
nuestra capacidad computacional ligar cada producto al que deberíamos reconocer como propietario. Igual que hay pueblos cuyo sistema numérico
tiene el número uno, el dos y luego “muchos”, nuestro sistema mental no
necesitaba entender cómo funcionan los mercados y cómo es posible maximizar y
optimizar la producción de los bienes y servicios (un mercado competitivo) a
partir de la lógica que sustenta cada intercambio singular (carácter voluntario
y ejecución asegurada de lo pactado). Sencillamente porque en el entorno social
en el que se desarrolló la historia del homo
sapiens, los mercados a gran escala no existían y sus efectos, en
consecuencia, no eran visibles. Tuvo que nacer Adam Smith para disponer de la
metáfora de la “mano invisible”.
La consecuencia es que, aunque los bienes
que el mercado nos ofrece no son bienes producidos por todo el grupo, el sistema
mental que se activa en el cerebro humano es el de reparto de lo que es común porque
se ha producido colectivamente. Y lo que es “peor”, como no somos capaces
de descifrar cómo ha contribuido cada uno a la producción en común – que es el
criterio cognitivo que utilizamos para repartir los bienes producidos
colectivamente – aplicamos la regla “por defecto” que es la de reparto igualitario. Lo que es
producido por todos debe repartirse igualitariamente entre todos.
Boyer insiste en su idea de que en
nuestro esquema mental de los intercambios es un aspecto fundamental es el de
la repetición de los intercambios con las mismas partes, es decir las transacciones no son nunca
unidades aisladas. Cada transacción se enmarca en una relación personal. Por
eso los intercambios en toda nuestra historia evolutiva eran intercambios con
alguien conocido. Los intercambios con desconocidos adoptaban la forma de
permutas ocasionales y ocupaban un ámbito muy marginal.
De manera que las
transacciones económicas, los intercambios económicos, no eran distintas de cualesquiera otras interacciones sociales entre los miembros
de un grupo lo que llevó- dice Boyer a que los humanos desarrollaran una
capacidad no propiamente para el intercambio sino para las transacciones repetitivas con partes o contrapartes conocidas y con una
vigilancia permanente y recíproca de la buena fe de la otra parte. Cuando
los humanos pasan de los intercambios con partes conocidas y repetitivas a los
intercambios en mercados anónimos, nuestra psicología que hizo posibles los primeros tiene grandes
dificultades para comprender los segundos,
Un elemento adicional importante es que
las emociones impregnan la relación económica interpersonal como impregnan
cualquier otra relación interpersonal: para reforzar el cumplimiento. Dice Boyer
(pp 199-200) que los
“sistemas cognitivos que guían la justicia del intercambio o que gobiernan nuestro sentido de la propiedad o que vigilan la distribución de bienes que son resultado de la acción colectiva están diseñados con precisión para provocar emociones y para motivar nuestra conducta porque si no hubiera sido así no habrían proporcionado ninguna ventaja evolutiva”
Si el sentido de la propiedad no provocara
una respuesta emocional por nuestra parte no defenderíamos ardorosamente lo que
es nuestro y si no defendiéramos ardorosamente lo que es nuestro la
probabilidad de reproducirnos o de sobrevivir se vería reducida en la medida en
que los bienes de nuestra propiedad nos aseguran no morir de inanición. Lo
mismo en relación con la detección de gorrones. Una respuesta emocional de
rechazo frente a un gorrón es apropiada porque reduce la posibilidad de que seamos explotados y por tanto aumenta la
posibilidad de supervivencia (“el último tonto se murió anoche”). Para que
esa reacción frente a un potencial explotador sea más vigorosa es lógico que
nuestro sistema mental haya reforzado la
respuesta con una reacción emocional. En este caso una reacción de disgusto
moral ante las conductas de los gorrones.
Para los humanos modernos – dice Boyer –
los bienes que ofrece el mercado se parecen, más que a las flechas que fabrica
nuestro vecino y que conseguimos que nos dé voluntariamente a cambio de nuestra miel, a encontrarnos un billete de cien euros en el camino cuando vamos de
excursión por el campo con unos amigos. Si tal ocurre, las intuiciones – los sistemas
mentales – que se activarán serán los de reparto. ¿Cómo nos repartimos el dinero?
¿Por partes iguales? ¿Debe quedarse con todo o con una parte mayor el que primero
divisó el billete en el suelo? Ninguno del grupo se preguntará por la propiedad
del billete y por la injusticia de retenerlo. El billete es un hallazgo – como caído
del cielo – y todos los del grupo merecemos participar de los beneficios.
Imagínese ahora que el hallazgo se produce a la salida de la taberna donde la
cuadrilla ha tomado la última ronda de vino y uno de nosotros ha observado cómo
el billete se caía del bolsillo de un vecino que salió antes que nosotros. El
sistema mental que se activaría en tal caso sería uno bien diferente: el de la
propiedad y el de la detección de gorrones. Y la decisión se teñiría igualmente de
moralidad pero de otra emoción bien diferente: no comportarnos como gorrones y aprovecharnos del vecino despistado al que se cayó el billete.
La gran magia de la historia humana es que aunque la evolución nos pertrechó
con unos sistemas mentales - los tres elementos que ya he reiterado más arriba – “diseñados” para los intercambios repetidos entre partes conocidas, este esquema era escalable y podía convertirse en los modernos mercados de alcance mundial
de los que disfrutamos hoy:
tenemos una serie de disposiciones mentales producto de la evolución para llevar a cabo transacciones mutuamente ventajosas sobre la base de unas intuiciones y unas motivaciones muy fuertes referidas a la propiedad y a la participación en la acción colectiva. Gracias a estas disposiciones mentales pudimos crear un mundo económico extraordinariamente complejo y próspero en el que existen un innumerables productos y servicios cuya existencia no podemos explicarnos recurriendo a nuestros sistemas intuitivos. Estos productos y servicios parecen simplemente aparecer ahí como por arte de magia, pero ningún sistema intuitivo representa las condiciones bajo las cuales aparecen. De manera que nuestros sistemas mentales los tratan como caídos del cielo lo que activa a su vez las preferencias propias del reparto de lo común que están basadas en ciertas concepciones de la justicia: básicamente la distribución de la riqueza disponible, lo que es a la vez intuitivo y convincente es decir fácil de procesar y de aceptar
Pero la noción
de redistribuir la riqueza a su vez infringe o viola algunas expectativas
también intuitivas que tienen que ver con
el esfuerzo y la recompensa es decir que aquellos que contribuyen más a la
producción deben recibir más y con nuestras intuiciones sobre la propiedad (que
aquellos que producen algo tienen derecho a quedarse con lo que han producido).
La redistribución implica o impone límites a esas expectativas. Algunos pueden
haber contribuido mucho más que otros pero recibir solo un poquito más que
otros. Algunos pueden tener que ceder una parte de lo que han producido en
forma de impuestos progresivos. Todo lo cual explica que las políticas preferidas
intuitivamente precisamente por esos sistemas - compartir - choquen con las preferencias que resultan de la activación de otros sistemas
intuitivos.