"El conocimiento y el poder del ser humano son una sola cosa. Porque si no se conoce la causa, no se puede producir el efecto y para dominar a la naturaleza hay que obedecerla primero"
Bacon
En esta excelente recensión del último libro de Joel Mokyrk, A Culture of Growth, Spolaore se centra en su contenido más innovador: la Revolución Industrial generó tasas de crecimiento de la economía constantes y durante ya más de dos siglos gracias a que en los dos siglos precedentes, el XVII y el XVIII, se sentaron sobre nuevas bases las reglas del juego de la innovación, del descubrimiento, de la producción de avances tecnológicos con la extensión de la confianza social en el método científico y la osadía de creer que el futuro podía ser mejor que el pasado. O sea, la confianza en el progreso.
Spolaore se suma al concepto de cultura de los estudiosos de la evolución cultural que, como he explicado aquí, es más amplio que el de los economistas y que incluye “toda información transmitida no biológicamente de una generación a otra incluyendo el propio conocimiento tecnológico. De modo que, para explicar la aceleración del crecimiento económico, es necesario que una colectividad “introduzca de forma continua mejores tecnologías” en la producción de bienes y servicios.
Hasta la Revolución Industrial, se dice generalizadamente que el mundo vivía atrapado en la trampa malthusiana: “El avance tecnológico era glacialmente lento y su impacto en el ingreso per cápita fue finalmente compensado por el crecimiento de la población”
Lo “esta-vez-es-diferente” de la Revolución Industrial no es que se acelerara el crecimiento económico y la innovación tecnológica. Es que la “máquina” de crecer puesta en marcha a finales del siglo XVIII no se ha parado hasta el siglo XXI. Y lo que sostiene Mokyr es que
el progreso tecnológico sostenido provenía de un cambio en las creencias culturales sobre el mundo natural y la difusión del conocimiento... un cambio en "la actitud hacia la Naturaleza y la voluntad y capacidad de aprovecharla para cubrir las necesidades materiales humanas"
En los siglos XVII-XVIII, se formó en Europa una República de las letras que empezó a sostener que
"El conocimiento debe ser universal (no específico de un solo grupo); debe compartirse colocándolo en el dominio público; y debe adquirirse mediante la investigación desinteresada y escéptica de estudiosos cuyos resultados se comprueben sistemáticamente por pares igualmente desinteresados y escépticos... Esta comunidad compartía dos creencias fundamentales. Primero, podemos entender cómo funciona el mundo natural. Segundo, podemos y debemos usar ese conocimiento para mejorar la producción y el bienestar humano...
la fuente del poder humano sobre la naturaleza es un profundo conocimiento causal de las reglas naturales. Una premisa de este punto de vista es que existe una realidad objetiva, que sigue las leyes naturales... de modo que, entendiendo y aceptando las leyes de la naturaleza, los humanos pueden controlar el mundo y ponerlo al servicio de sus propios fines. Por ejemplo, los humanos pueden volar no porque los hermanos Wright "negaran" o "violaran" la ley de la gravedad y las otras restricciones de la física, sino porque controlaron esas leyes naturales obedeciéndolas de una manera novedosa y creativa...
Esto supuso un cambio en las reglas del juego de la innovación. Porque ahora, cada innovación no era producto del mero ensayo y error, de la imitación de la sabiduría de nuestros antepasados mejorada incrementalmente. Esa evolución cultural no podía generar innovaciones a ritmo acelerado. Pero con las nuevas reglas del juego, las del método científico, sí. La Ciencia – como dice Pinker – funciona y el ritmo de innovaciones puede acelerarse porque podemos saber por anticipado lo que funcionará y lo que no lo hará. Si se siguen las antiguas reglas – las de obedecer la tradición, esto es, imitación, y las del ensayo de error, las de extender lo que parece funcionar – que suponen “opacidad causal”, cualquier aceleración de la innovación será casual y se parará cuando se produzca cualquier “corte” en la transmisión cultural debida a guerras, piratas, peste, sequías o cualquier calamidad afecte al grupo. Es mucho más fácil convencer a tus paisanos de que el cloroformo tiene efectos anestesiantes de que el sacrificio de una virgen traerá la lluvia. Y, cuando la Sociedad en su conjunto asimila el método científico, entonces es igualmente fácil convencerles de que hay que vacunarse para evitar la propagación de enfermedades contagiosas.
Así se genera la idea social de progreso
En el competitivo mercado europeo de las ideas, los "modernos" acabaron triunfando sobre los "antiguos", y la sociedad adoptó la revolucionaria creencia de que cada nueva generación tiene el potencial de crear una cultura mejor y un cuerpo de conocimientos superior, mejorando lo que ha existido hasta entonces. En cambio, "la mano dura en hacer respetar a los "antiguos" se sintió durante gran parte de la historia china" (p. 298)... el "mercado europeo de ideas funcionó lo suficientemente bien como para permitir que los nuevos participantes desafiaran a los ya establecidos".
Es decir, la nueva Ciencia proporcionó las ventajas que prometía lo que aseguró su posición y desbancó definitivamente a los antiguos. Mokyr, nos dice Spalaore, encaja, en este esquema la importancia de la fragmentación política de Europa
“en Europa, el mercado de ideas no era sólo contestable, es que las ideas se impugnaban continuamente. Las vacas sagradas de la intelectualidad acababan cada vez con más frecuencia en el matadero de las pruebas empíricas"
En el siglo XVII, en Europa se formó una “comunidad científica” paneuropea – dice Jonathan Israel que Leibniz se carteaba con más de 400 “corresponsales” en toda Europa – que superó la fragmentación política. Es más, esta fragmentación hizo imposible para el poder político parar a los científicos y pensadores en su decisión de entender las leyes de la naturaleza para mejor dominarla y extraer bienes con los que mejorar la condición humana y consecuencias para la organización social y política. Dice Mokyr y cuenta Spalaore que Europa consiguió crear un mercado para productos – bienes en los que no hay rivalidad en el consumo: las ideas, los descubrimientos científicos, las innovaciones. Y este mercado – continúa – no fue el producto de un diseño intencional, sino
“una propiedad emergente, una consecuencia no pretendida de un fenómeno diferente: del intento de los académicos de construirse una reputación entre sus pares que les proporcionara ventajas como seguridad económica, libertad y tranquilidad para investigar bajo la protección de un patrocinador”
Recuérdese lo de Adam Smith: lo que mueve a los hombres es ganarse la estima ajena. Esta idea me parece la más original de Mokyr. La mano invisible del progreso científico. Cada investigador, intentando alcanzar la gloria ante la comunidad científica, como los empresarios intentan capturar para sí a los clientes de un empresario rival, tuvieron, como éstos, que ofrecer “productos” de mejor calidad y “precio” que los demás. Pero no lo hacían, naturalmente, compitiendo sino cooperando (aunque no hay contradicción porque en los mercados de productos la competencia entre oferentes es el resultado de la cooperación entre éstos y los consumidores articulada a través de los intercambios). Los hombros de los gigantes de los que hablaba Newton. De modo que el crecimiento económico moderno dice Spalaore que dice Molyr
“no fue la ineluctable culminación de la Historia de Europa Occidental, ni un signo del superior dinamismo de la cultura occidental, sino el resultado no anticipado y no perseguido de un conjunto de circunstancias que afectaron a la cultura de algunas partes de Europa y, a través de ellas, a las instituciones que establecieron los parámetros del desarrollo intelectual”.
Sólo en Europa Occidental se conjugaron las circunstancias históricas y políticas que hicieron posible “que los innovadores culturales derrotaran a los conservadores intelectuales”. ¿Y cuáles eran estas? ¿Qué circunstancias permitieron que se creara ese mercado de las ideas en el que la mano invisible de las “ansias de ganar la estima” de los pares, o sea, la reputación intelectual pudiera conducir a todos los intelectuales de la República de las Letras a descubrir las leyes de la naturaleza y a aprovechar ese conocimiento para mejorar la condición humana?
Mokyr dice – como muchos otros antes - que la fragmentación política europea benefició a los que se atrevían a pensar sin respetar la tradición en una medida incomparable en otras partes del mundo. Holanda se convirtió en la capital europea de la producción de libros en muchas lenguas europeas por el mayor grado de libertad ideológica que se disfrutaba en comparación con otros países de la Europa continental, pero quizá no, en comparación con Inglaterra.
Lo perspicaz de Mokyr es que dice que esa fragmentación política no sólo hizo posible que las ideas más heterodoxas y revolucionarias pudieran expresarse y difundirse sino que la existencia de una lingua franca – el latín – y de una cultura europea común – basada en la herencia clásica y en el Cristianismo "crearon condiciones favorables para que emergiera y se difundieran las innovaciones culturales” y esta difusión crece exponencialmente, como lo hizo el conocimiento y, más adelante, la tecnología cuando se aplica dicho conocimiento. Y crece exponencialmente porque, como decía más arriba, el éxito de la utilización práctica del método científico acelera la derrota de la superstición porque se aprovecha de los mismos sesgos de la psicología humana que nos hacen creer en lo que no vemos. Hasta tal punto lo cree Mokyr que añade que Europa Continental habría tenido su propia Revolución Industrial incluso aunque no hubiera podido observar la evolución de Inglaterra porque la causa central “del crecimiento sostenido es la fe en "los poderes de transformación, el prestigio social y la bondad moral del conocimiento útil" (p. 267).