El penúltimo capítulo del estupendo libro de Julia Galef se resume en la frase:´Tómate tu identidad a la ligera" Las consideraciones que se contienen en él son de gran interés aunque no estoy de acuerdo en todas las “recetas” que propone. Es brillante – y se pueden extraer lecciones muy aprovechables para el tratamiento que merece el nacionalismo o el feminismo - cuando dice que
"Tomarte tu identidad a la ligera significa pensar en ella de una manera superficial, en lugar de considerarla una fuente central de orgullo y significado en tu vida. Es una descripción, no una bandera que se ondea con orgullo"
"Alguien que se toma su identidad política a la ligera se alegra cuando su partido gana las elecciones. Pero se alegra porque espera que su partido lo haga mejor en el gobierno, no porque el otro bando haya sufrido una humillante derrota"
"cuanto mejor te haga sentir contigo mismo el mensaje que has emitido, menos probable es que hayas conseguido convencer a nadie
Yo creo que este razonamiento está basado en el error de aplicar las mismas reglas a las conversaciones públicas – el debate público – y conversaciones privadas. Las reglas que rigen unas y otras son distintas.
Una conversación privada es una relación entre dos (o unos pocos más) individuos. Es una relación social en la que el que habla y el que escucha (y viceversa) “exponen” todo su ser en la conversación. No se limitan a intercambiar enunciados o argumentos. Reducir a tal cosa la conversación entre dos individuos es como - en esa famosa definición - reducir el sexo a un intercambio de fluidos.
Y, sobre todo, es un asunto “privado”. Si un tercero interviene en esa conversación diríamos que se ha “entrometido” y, de nuevo, si se tratara de sexo, diríamos que “tres son multitud”
La conversación pública – el debate público – no tiene nada que ver con la conversación privada salvo en que el instrumento que se utiliza es el mismo: el lenguaje. Pero no hay otro nexo que una a los que participan en la conversación entre sí. Ni amor, ni atracción física, ni ninguna otra emoción personalizada. Uno puede odiar a los podemitas o a los nacionalistas pero, en realidad, odia lo que representa Podemos o el nacionalismo, no odia singularmente a alguien con nombres y apellidos que vota a Podemos o a los nacionalistas (es una información de la que se carece cuando se discute en público).
La diferencia más importante entre la conversación pública y la privada es, sin embargo, que en la conversación privada se habla exclusivamente para el otro y el otro puede acabar la conversación a la menor señal de desprecio, odio, condescendencia, etc por nuestra parte. Es decir, el destinatario de nuestras afirmaciones tiene el control tanto como nosotros y el consenso en seguir hablando ha de mantenerse como la affectio societatis en el contrato de sociedad. Si no, la conversación se termina.
En la conversación pública, no nos dirigimos a nadie en particular. Ni siquiera nos dirigimos especialmente a los que piensan lo contrario que nosotros. Nos dirigimos al “público”, una audiencia de la que forma parte gente que piensa como nosotros, gente que piensa casi como nosotros y gente que piensa lo contrario que nosotros. Esa audiencia, variopinta, pensará lo que quiera y nuestras manifestaciones influirán solo marginalmente en su opinión. Quizá influirán en lo que piensan de nosotros (que somos unos bordes, unos maleducados o unos dogmáticos) pero eso es irrelevante en la conversación pública. No hay, pues, que preocuparse por los (inexistentes) efectos de nuestro discurso. Sólo hay que ser honesto y aportar argumentos. Pero no hay que ser respetuoso con las posiciones contrarias si las posiciones contrarias, como las de los antivacunas o las de los nacionalistas son absurdas o dañinas para el bienestar del grupo (“los que vivimos en este territorio somos distintos de los que viven al otro lado del río y por eso tenemos derecho a gobernarnos de manera separada respecto a los del otro lado del río, lo que hay a este lado del río es nuestro, nuestra lengua ha de ser principal, aunque haya más gente que hable la otra” etc) para entablar una conversación pública productiva.
La clave es que, cuando intervenimos en la conversación pública nos dirigimos, sobre todo, a los que piensan ya como nosotros y esperamos que “escuchen” los que todavía no piensan como nosotros. Queremos reafirmar en sus convicciones a los que ya piensan como nosotros. Como hizo la Contrarreforma, que trató de dotar a los católicos de argumentos para mejor luchar contra el protestantismo. Armar mejor argumentativamente a los nuestros. No nos dirigimos primariamente a los que piensan lo contrario. Sencillamente porque, como la propia Galef dice en otra parte del libro, es imposible mantener un diálogo productivo – esto es, alcanzar consensos que permitan la acción colectiva – entre gente que piensa lo contrario. No hay herramientas que permitan construir un acuerdo. Solo esperamos que nuestros argumentos sean tan buenos que algunos – quizá muchos – de los del otro bando se pasen al nuestro y, como Sociedad, podamos avanzar en la consecución de los objetivos colectivos.
De manera que, cuando lean consejos bienintencionados sobre que debemos ponernos en el lugar de nuestro adversario, interpretar sus palabras de la forma más caritativa posible, tratar de entender en qué pueden tener razón etc tómenselo a beneficio de inventario. La discusión pública de cualquier asunto público es la guerra civil por medios pacíficos. La guerra es una forma muy costosa de acción colectiva. Pero la guerra promueve la innovación, fomenta la unidad (entre los que combaten en el mismo bando) y la consecución de los objetivos colectivos de un grupo (que se ponen en marcha cuando la guerra termina con un vencedor). Y la discusión pública es la guerra civil llevada a cabo sin más armas que la palabra. No pretendamos, además, convertir la batalla ideológica y política en un ballet, porque, en tal caso, los resultados vendrán predeterminados por la coreografía y no habremos aprendido nada en el camino.
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