miércoles, 16 de junio de 2021

Sociología normativa y política jurídica


 

If believing X makes one a good person, then avoiding evidence to the contrary preserves one’s virtue.

Si quisiera resumir el progresismo contemporáneo en una frase sería la siguiente: el sacrificio sistemático de los procesos de descubrimiento al servicio del estatus moral. (Incluyendo el blindaje del propio estatus moral).

Lorenzo M. Warby


Si alguien no cree que el machismo mata o que el techo de cristal de las mujeres lo causa la discriminación a la que están sometidas en el ámbito laboral o si está a favor de la educación diferenciada por sexos como preferible para evitar el fracaso escolar de los varones, no sólo está equivocado sino que es un inmoral. Lorenzo M Warby, en su blog Thinking out aloud sugiere que este control moral de las creencias ha llevado a los individuos que quieren considerarse progresistas a negarse a examinar las pruebas – o la ausencia de pruebas – que sustentan tales creencias y a evitar cualquier información que pueda ponerlas en cuestión. Porque esas pruebas podrían obligarle a rechazar que el machismo explique la violencia en la pareja (las adicciones y los trastornos mentales explican en mucha mayor medida los feminicidios que el machismo) o que las mujeres estén discriminadas laboralmente (es la maternidad lo que retrasa las carreras de las mujeres) y, si se vieran compelidos a rechazar tales explicaciones, quedarían automáticamente expulsado del grupo social “progresistas” al que desean pertenecer. Sabe que los demás “progresistas” creen eso y actúan consecuentemente con tal creencia, de modo que será expulsado – los demás progresistas dejarán de relacionarse con él – si abjura de tales opiniones.

De manera que, – dice Lorenzo – lo mejor para evitar la disonancia cognitiva y mantener la afiliación “tribal” y, sobre todo, evitar la adscripción por los demás al grupo de los indeseables (extrema derecha, negacionistas de la violencia de género, xenófobos y, lo que es peor, racistas) es no poner en cuestión las “pruebas” que puedan existir acerca de la corrección o incorrección de semejantes creencias y reforzar la cohesión de la tribu correspondiente considerando hechos notorios – y por tanto, de innecesaria prueba – los tenets del pensamiento progresista y calificando como acientíficos e inmorales a los que los rechazan. La psicología humana configurada por la Evolución proporciona los elementos necesarios para sostener así las creencias colectivas erróneas pero satisfactorias moralmente. Dice Lorenzo que

El comediante Konstantin Kisin observó que, en la Unión Soviética, habías de evitar examinar (o profundizar) en ciertas cosas, porque si lo hacías, acababas pensando de forma equivocada, lo cual era peligroso. Un patrón similar se ha ido extendiendo en las sociedades occidentales.

¿Qué técnicas emplean estos progresistas para evitar la disonancia cognitiva que provoca tener que considerar falsas las posiciones “progresistas” en materia de familia, educación, violencia doméstica o inmigración? La más obvia es descalificar a la fuente de la información crítica. La fuente no es fiable o, más frecuentemente, es de extrema derecha. Por ejemplo, el primer líder occidental que puso en duda el origen del COVID19 y sugirió que el virus podía haberse escapado del laboratorio de coronavirus de Wuhan fue Trump. Los virólogos han hecho piña con China y la OMS para desechar como conspiranoica tal posibilidad. Y, en los análisis de la cuestión, se ha señalado que el hecho de que fuera Trump el que pusiera la hipótesis en circulación, reforzó el “consenso” (cargado de conflictos de interés) en la “comunidad científica” – progresista – respecto al origen natural del coronavirus.

Dice Lorenzo que “

Como forma de controlar la información que uno recibe, es excelente. Como forma de entender realmente lo que ocurre en el mundo que nos rodea, es terrible. Incluso si los supuestos defectos atribuidos a la fuente son realmente un problema en algún sentido serio, el hecho de que una fuente tenga el problema X no significa que no sea una fuente precisa sobre Y. Por ejemplo, el hecho de que Sir Isaac Newton se dedicara a examinar numerológicamente los textos bíblicos no significa que no fuera un gran científico.

Las afirmaciones deben ser juzgadas por lo fundamentadas en los hechos que estén. Pero esto es precisamente lo que no se hace. Por el contrario, se toma la supuesta posición del que las hace en el universo moral para eliminar la posibilidad de que aporten información útil.

El progresista logra así – dice Lorenzo - conservar su status social, esto es, su posición en el grupo de los que están “en el lado correcto” de la cuestión discutida. Pero lo hace a un coste terrible para la verdad, para la ciencia y, en lo que me interesa, para la política jurídica y económica del país a la que contribuye con su voto y su participación política. En efecto, si el machismo no es lo que mata a las mujeres, las políticas para combatir la violencia doméstica basadas en tal análisis no pueden ser eficaces. En el mejor de los casos, sólo supondrán despilfarro de fondos públicos capturados por los grupos de presión que proporcionan los “remedios” contra el machismo. En el peor de los casos, los progresistas entran en una espiral discriminatoria y represiva, esto es, autoritaria contra el sector de la población al que hay que “reeducar”. Las reformas legislativas en relación con la violencia doméstica en España son un buen ejemplo. La última, que priva al padre – no a la madre – de la posibilidad de ver a sus hijos simplemente porque se hayan abierto diligencias para determinar si ha cometido un delito de “género”, es especialmente escandalosa.

Los efectos sociales deletéreos de estas creencias falsas no se acaban ahí. Los tribunales – y especialmente el Tribunal Supremo y el Tribunal Constitucional – se acaban convenciendo de que es su obligación atender a la ideología disfrazada de argumentos con base científica recogida en la ley, cuando su actitud debería ser la contraria: en la medida en que la norma sea discriminatoria o restrictiva de derechos del individuo en general, corresponde al legislador la carga de probar que la discriminación o la restricción están justificadas, no solo ideológica o moralmente sino, cuando se aleguen causas que pueden ser “falsadas” (el marido pega a su mujer porque el marido es un machista que se cree superior a la mujer y que considera que ésta debe estarle sometida; la mujer no asciende en la empresa porque los que deciden sobre los ascensos discriminan a las mujeres; la gente que tiene acceso a medicamentos eutanásicos se suicida en mayor medida que la que no los tiene). Si los estudios científicos disponible no demuestran que el legislador está en lo correcto, lo suyo es que los jueces (vía cuestión de inconstitucionalidad) y el tribunal constitucional consideren inconstitucional la norma. Eso no es lo que hizo el Tribunal Constitucional español con la reforma del código penal que establecía penas diferentes para el varón y la mujer por los mismos hechos y que la doctrina penal – que quería estar en el lado correcto de la moralidad – justificó como una “agravante de dominación”. Pues bien, si la violencia marital no se explica científicamente en la inmensa mayoría de los casos por la existencia de un animus de “dominación”, la norma penal correspondiente, en cuanto discrimina, debe ser considerada inconstitucional.

Y no hay nada peor que evitar la confrontación con los hechos para, de esa forma, no tener que reconocer la inconstitucionalidad de la norma. El Tribunal Constitucional decidió la constitucionalidad de una norma penal discriminatoria por razón de sexo sin ningún apoyo científico. Es cierto que la Ciencia no ofrece recetas. La Ciencia “ilumina los distintos cursos de acción” posibles (M. B. Crawford) y “cuantifica los riesgos” de seguir uno u otro.

Pero las decisiones las toma el legislador o el gobierno. Y lo que es ya perverso es convertir en “expertos” (perversa asociación entre expertise y ciencia) a individuos cuyos únicos argumentos son morales. En el caso de España y la política de género, los “expertos” son, normalmente, juristas o psicólogos. Estos juristas (jueces, fiscales, abogados) carecen de cualquier formación científica y no alegan jamás estudios científicos que sostengan las reglas (repito, discriminatorias o restrictivas de derechos) que pretenden imponer a la sociedad (rectius, a determinados grupos de individuos). Y, como tratan de resolver un grave problema social (“las queremos vivas”), nadie se atreve a decir que “el rey está desnudo” no vaya a ser que lo expulsen de la tribu y lo condenen al ostracismo de la extrema derecha. Lorenzo cita a Crawford quien señala que “expandir el gobierno de los expertos, que es, hasta cierto punto, aumentar el gobierno de emergencia implica deslegitimar el sentido común como guía de acción

Esto no es una crítica a la meritocracia. Es una crítica a la degradación de la ciencia y la “expertise”. Experto deviene todo aquel que controle el vocabulario:

Crea una estructura de tabúes lingüísticos en constante evolución desarrollados por, y seleccionados para, los muy formados de una manera que naturalmente tiende a excluir a los menos formados del ámbito del discurso público legítimo. "Seguir la ciencia" y la deslegitimación del sentido común apoyan todos estos elementos. Una de las razones por las que me cuesta identificar el progresismo crítico constructivista contemporáneo (es decir, "woke") como "de izquierdas" es porque es profundamente antitético con la participación popular, y en particular de la clase trabajadora, en el debate público.

No es extraño que los que dirigen el discurso público y forman la opinión publicada sean, cada vez más, “juntaletras”, esto es, individuos con mucha titulación universitaria, incluso doctorados en materias que nada tienen que ver con la Ciencia. Son periodistas, politólogos, filólogos, filósofos, sociólogos, psicólogos y, en el mejor de los casos, juristas. En común tienen, en efecto, el vocabulario que sustituye al razonamiento. Estas declaraciones de una magistrada ahora en un alto cargo del gobierno en las que justifica la norma que se ha criticado más arriba que priva a los padres del derecho a ver a sus hijos – y a sus hijos del derecho a ver a sus padres – sin más necesidad que una denuncia de la madre, me parece especialmente escandalosa. Y, naturalmente, quedan excluidos de la discusión pública los que carecen de la altura moral y del dominio del vocabulario que sustenta formalmente el abandono cuando no políticas punitivas dirigidas contra los que no están en el lado correcto.

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