Ruiz Soroa escribió un artículo en EL PAIS en el que se quejaba de que en España no se evaluaban las políticas públicas, lo que era especialmente lamentable en un país cuasi federal donde la competencia podría funcionar ( “Hablo de los datos económicos sobre la eficiencia del gasto público en la prestación de los diversos servicios, es decir, de los datos que nos muestren cuánto invierten nuestras Administraciones Públicas para lograr unos determinados servicios”). El protagonismo reciente de Cataluña (¿ha desaparecido el País Vasco?) y el escrutinio intenso al que se someten todas las decisiones de la Generalitat que puedan indicar tendencias separatistas no se ha reflejado, sin embargo, en el análisis de los efectos de esas medidas sobre el bienestar de los catalanes. Por ejemplo, exigir que las películas se doblen al catalán tiene que elevar el precio de las entradas de cine en Barcelona, ceteris paribus. Prohibir las ofertas, descuentos o promociones por parte de los bares – happy hour – tiene que elevar el precio de las bebidas en los bares, ceteris paribus, en términos absolutos y relativos respecto al consumo de alcohol en las casas y en las calles (“botellón”); elevar los costes de “entrada” de los profesores universitarios exigiéndoles conocer el catalán tiene que reducir, ceteris paribus, el atractivo de las Universidades catalanas para los profesores de fuera de Cataluña que estén pensando en elegir una de sus universidades para enseñar; prohibir los toros eleva los costes de los aficionados catalanes a los toros de satisfacer su afición; prohibir a los comercios las ventas bajo coste de adquisición, aunque no sean predatorias, eleva los precios de los productos; exigir que se rotule en catalán (o, para el caso, en suajili) eleva los costes de las empresas y los precios de sus productos etc.
Eso no significa, necesariamente, que esas medidas sean necesariamente dañinas para el bienestar social. Pero probablemente lo reducen porque si lo incrementaran, se adoptarían voluntariamente. La imposición legal de una determinada conducta sólo producirá un aumento del bienestar cuando elimine una externalidad. Por ejemplo, la normativa sobre happy hours puede justificarse como una norma paternalista para reducir el consumo de alcohol. El problema ahí es el de medir los beneficios de la norma. Porque los daños de la prohibición – en forma de precios más elevados – son más fáciles de calcular. Sin contar con los efectos no buscados que esas normas pueden provocar (aumento del botellón, intensificación de la competencia en precios unitarios).
Pero como se quejaba Soroa, lo lamentable es que los políticos que ponen en vigor tales normas no expliquen a los ciudadanos los costes que tienen para que los ciudadanos decidan si, su deseo de ver Barcelona rotulada en catalán vale lo que cuesta obligar a todos los establecimientos a tener sus rótulos en esa lengua cuando una parte de los mismos no desearía hacerlo. Y si en lugar de preguntarles a los ciudadanos, pudiéramos deducir su opinión de lo que hacen con su dinero, mucho mejor. Por ejemplo, sufragando vía impuestos esas medidas.
Está demostrado que las normas sobre comercio interior y la limitación de la apertura de grandes establecimientos provoca un aumento de los precios de los productos de consumo; que favorecen a los “grandes” que ya están instalados e impiden la entrada de nuevos “pequeños”. A los catalanes y a los mallorquines les puede gustar pagar más caro sus productos de consumo y mantener un elevado número de pequeñas empresas ineficientes y regalar rentas monopolísticas al primer hiper que se abrió en la zona. Pero cuando se aprueban normas restrictivas, lo menos que podrían hacer los que elaboran los proyectos es acompañarlos de un estudio de los efectos probables de la norma, no solo sobre los presupuestos públicos (en forma del coste de las agencias de enforcement), sino sobre el bolsillo de la gente.
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