Si los filósofos del pasado hubieran conocido la naturaleza humana de otro modo que no fuera el de observar a sus propios contemporáneos o las clases sociales particulares que les rodeaban, habrían visto que en todas partes en que la sumisión habitual a la ley y al gobierno se ha establecido de una manera sólida y duradera, sin que no obstante el vigor y la virilidad de carácter que a ello se oponían hubiesen desaparecido enteramente, ciertas condiciones se encontrarían y ciertas circunstancias necesarias se volvían a encontrar. Las principales serían quizás las siguientes:
(i) … un sistema de educación… cuyo factor esencial y permanente… era una disciplina moderadora. Inculcar al hombre el hábito… de subordinar sus tendencias y sus fines personales a los fines sociales… el sistema entero de gobierno… de las antiguas repúblicas era, pues, un sistema de educación; en las naciones modernas se ha intentado reemplazarlo principalmente por la enseñanza religiosa… y en todos los casos en que la severidad de esta disciplina moderadora se relaja… el Estado sufre una desorganización interna, el conflicto de las tendencias egoístas neutraliza las energías necesarias para sostener la lucha contra las causas naturales de males, y la nación, después de un período más o menos largo de decadencia… llega a ser el esclavo de un déspota o la presa de un invasor.
(ii)… la segunda condición… de la existencia duradera de una sociedad política es el sentimiento de fidelidad y de lealtad. Este sentimiento… consiste en reconocer que hay en la constitución del Estado algo de permanente y que no podría ser puesto en tela de juicio: un principio que ocupa un lugar consagrado por el consentimiento universal y que pretende proteger contra toda revolución cualesquiera que sean los cambios que puedan sobrevenir. Este sentimiento puede ligarse como… en la mayor parte de las repúblicas de la antigüedad a un dios o a dioses comunes… puede referirse a ciertas personas que, ya en nombre de una designación divina, ya en virtud de una larga prescripción, ya en razón de su capacidad superior y de su mérito unánimemente reconocido, son estimados como jefes legítimos y guardianes del resto de la sociedad. Puede también referirse a leyes, a libertades o a instituciones antiguas. Puede, por último (y esta es probablemente la única forma bajo la cual este sentimiento persistirá en el porvenir) tener por objeto los principios de libertad individual, de igualdad política y social, en cuanto realizados en ciertas instituciones que, hasta aquí, no existen en ninguna parte sino en estado rudimentario.
Pero todas las sociedades políticas que han tenido una existencia duradera, hay una base asegurada, un principio que todo el mundo tenía por sagrado; que dondequiera que se reconocía la libertad de expresión y debate, se podía, por supuesto, discutir teóricamente pero que nadie podía imaginar o temer que fuera quebrado en la práctica; que, en resumen (excepto tal vez durante alguna crisis pasajera) era opinión común que estaba por encima de toda discusión…
Un estado nunca está libre, ni hasta que la humanidad mejore enormemente, puede esperar librarse de disensiones intestinas por mucho tiempo; porque no hay ni ha habido nunca ninguna sociedad en el que no se produzcan colisiones entre los intereses y las pasiones inmediatas de fracciones poderosos del pueblo. ¿Qué es, pues, lo que permite a las naciones capear estas tormentas y atravesar esas épocas de perturbación sin que se vean comprometidas para siempre las condiciones que aseguran la tranquilidad de su existencia? Precisamente esto: que por muy importantes que fueran los intereses sobre los que los hombres se enfrentan, el conflicto no afecta a los principios fundamentales del sistema establecido de cohesión social...
Pero si alguna vez se pone en tela de juicio este principio fundamental y no se trata de un simple malestar pasajero ni un remedio saludable sino el estado habitual del cuerpo político, todos los violentos odios que tal situación social suscita naturalmente son puestos en conmoción; entonces la nación está virtualmente en estado de guerra civil y no podrá evitar la explosión definitiva
(iii) La tercera condición esencial de la estabilidad de la sociedad política es un principio sólido y activo de cohesión entre los miembros de una misma comunidad. No me refiero al nacionalismo en el sentido corriente de la palabra, de una absurda antipatía por los extranjeros, de la indiferencia por el bien general de la Humanidad ni de una preferencia injusta por los intereses supuestos de nuestro país; de un culto consagrado a ciertas malas costumbres porque son nacionales ni, por último, de la negativa a adoptar las prácticas justificadas por una experiencia feliz de otros países.
Quiero hablar de un principio de simpatía, no de hostilidad; de unión, no de división.
Quiero hablar del sentimiento de una comunidad de intereses entre los que viven bajo el mismo gobierno y en el interior de las misma fronteras históricas o naturales.
Los diferentes miembros de la colectividad no se consideran extraños los unos a los otros; atribuyen cierto valor a su unión; sienten que no forman más que un solo y mismo pueblo, que sus destinos son solidarios y que lo que es un mal para sus compatriotas es un mal para ellos mismos; no podrían por consiguiente, experimentar el deseo egoísta de emanciparse ellos mismos de su parte de las cargas comunes disolviendo la unión social; este es el hecho a que me refiero.
Nadie ignora cuál era la fuerza de este sentimiento en las repúblicas antiguas que adquirieron una grandeza duradera. Por poco que una persona competente ponga este hecho de relieve nos asombraremos de la manera como Roma consiguió, a despecho de toda su tiranía, hacer reinar el sentimiento de una misma patria entre las provincias de su imperio, tan vasto y dividido.
En los tiempos modernos, los países en que este sentimiento tiene más fuerza han sido también los más poderosos: Inglaterra, Francia y, en la proporción de su territorio y de sus recursos, Holanda y Suiza. Inglaterra, por el contrario, en sus relaciones con Irlanda, suministra uno de los ejemplos más notables de los inconvenientes de su ausencia. Toda Italia sabe por qué está bajo el yugo del extranjero; toda Alemania sabe lo que mantiene el despotismo en el imperio de Austria; los males de España vienen tanto de la insuficiencia del sentimiento nacional entre los mismos españoles como de su existencia en sus relaciones con los extranjeros. Por último, el ejemplo más decisivo es el de las repúblicas de América (se refiere a toda América, no a EEUU) en que las fracciones de un solo y mismo estado están tan débilmente ligadas las unas con las otras que cada provincia, por poco que se crea lesionada por el Gobierno central, proclama al punto su independencia"
J. S. Mill, Sistema de lógica inductiva y deductiva (1843), trad. esp. 1917, pp 920 ss
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