sábado, 29 de febrero de 2020

La comunicación como mecanismo de cooperación y como fuente de conflictos como consecuencia de la reproducción individual de emisor y receptor


La teoría de la evolución por selección natural establece que si los mecanismos que permiten la comunicación (adaptaciones en la entidad que emite los mensajes y en la entidad que los recibe para emitir y procesar los mensajes) han evolucionado, debe ser porque aumentan la adaptación al medio tanto de la entidad emisora como de la entidad receptora de las señales. La adaptación al medio, en la teoría de la evolución, es el éxito reproductivo de una entidad, éxito que incluye no sólo su propia reproducción sino también la reproducción de copias de sí mismo. De manera que los individuos pueden incrementar su adaptación teniendo más descendientes, pero también ayudando a sus parientes a tener más descendientes porque sus parientes tienen más probabilidad de compartir nuevas variantes genéticas con el individuo. Es lo que los biólogos llaman adaptación inclusiva (inclusive fitness).

En algunos casos, la evolución de la comunicación es fácil de explicar. Las células de un individuo comparten la misma suerte en la adaptación: las células del hígado de un individuo y las células del cerebro de ese individuo aumentan su adaptación cuando el individuo se reproduce. Sus intereses están perfectamente alineados entre sí. En consecuencia, no hay razón para que una célula desconfíe de lo que otra célula del mismo cuerpo le pueda comunicar, es decir, no hay obstáculos a la evolución de la comunicación (al desarrollo de los mecanismos adaptativos que la hagan posible) entre ellas. Es más, las células seguirán comunicándose entre sí y «escuchándose» incluso aunque algunas de estas células se vuelvan malas: las células cancerosas emiten señales que le dicen al cuerpo que genere más vasos sanguíneos y el cuerpo obedece.

Los entes pueden compartir la misma adaptación sin formar parte del mismo cuerpo. Por ejemplo, la adaptación de las abejas obreras depende completamente del éxito reproductivo de la reina. Las abejas obreras no pueden reproducirse por sí mismas de manera que la única forma de que sus genes pasen a la siguiente generación es a través de la descendencia de la reina. De forma que las abejas obreras no tienen incentivos para engañarse entre sí, y esta es la razón por la que una abeja puede confiar que las señales que emite otra de sus compañeras (la famosa danza de las abejas para informar a sus compañeras dónde hay flores que polinizar) y no recelar en absoluto de la integridad o exactitud de dichas señales incluso aunque el mensaje sea poco plausible (se refiere a este artículo en el que se demostró – colocando azúcar en el medio de un lago – que las abejas expedicionarias que volvían a la colmena e informaban de la localización del azúcar a sus compañeras eran creídas por éstas a pesar de lo implausible que es que haya flores en medio de un lago)

Pero buena parte de las comunicaciones se producen entre individuos que no comparten la misma adaptación. En estas interacciones, potencialmente conflictivas, muchas señales pueden mejorar la adaptación de los emisores de las señales pero no beneficiar en nada la adaptación del que las recibe o, peor aún, reducir su adaptación. Por ejemplo, el mono verde puede lanzar una señal de alarma no porque hay algún predador a la vista, sino porque ha encontrado un árbol cargado de fruta madura y quiere distraer a otros monos mientras se pone las botas. Podemos decir que estas señales no son de fiar, que son deshonestas, para indicar que son dañinas para los que las reciben.

Las señales o signos que no son de fiar pueden proliferar y si lo hacen, amenazan la estabilidad de la comunicación. Si los receptores dejan de beneficiarse de la comunicación, evolucionarán para dejar de prestar atención a las señales. Dejar de prestar atención es muy fácil. Si una determinada estructura deja de proporcionar ventajas a su titular, desaparece, como desaparecieron los ojos de los topos y los dedos de los delfines. Lo mismo ocurriría con la parte de nuestros oídos y de nuestros cerebros dedicados a procesar mensajes auditivos si tales mensajes nos resultaran, en conjunto, dañinos.

Del mismo modo, si los receptores fueran capaces de apropiarse de las ventajas de las señales de los emisores hasta el punto de que los emisores dejaran de beneficiarse de la comunicación, los emisores evolucionarían gradualmente para dejar de emitir las señales. La comunicación entre individuos que no comparten los mismos incentivos – la misma adaptación – es intrínsecamente frágil. Y los individuos no necesitan ser archienemigos para que la situación degenere.

Hugo Mercier, Not Born Yesterday, 2020, pp 19-21

viernes, 28 de febrero de 2020

No regular la eutanasia. Sólo despenalizarla. El Tribunal Constitucional alemán dice que el derecho al libre desarrollo de la personalidad y la dignidad humana incluyen el derecho fundamental a quitarnos la vida



Es una sentencia importante que nuestro legislador no debería dejar caer en saco roto. Como ya le han advertido al menos dos penalistas de reconocido prestigio, la ley de eutanasia que se discute actualmente en las Cortes necesita ser reformada radicalmente en lo que al tratamiento penal de la misma se refiere (v., opiniones más o menos favorables aquí y aquí). Pero, como se comprobará tras la lectura de los párrafos que siguen, es probable que lo que haya que cambiar sea la aproximación al problema: no regular la eutanasia. Sólo despenalizarla.

El Código Penal español en este, como en tantos otros asuntos (penas por agresiones sexuales, prisión permanente revisable…), es salvaje en las penas que impone (por eso es una desvergüenza que el ministro de justicia se preocupe por las penas asignadas al delito de sedición. Pero si hay que hacer caso al Constitucional alemán, no sólo es inconstitucional el párrafo 4, el 3 y el 2, del art. 143 del Código Penal, sino que la propia proposición de Ley que se está discutiendo ahora en el Congreso lo sería también en la medida en que limita la posibilidad de suicidarse y de auxiliar a alguien a suicidarse sólo a los casos tasados previstos en la norma, en el marco de la sanidad ¿publica? dejando vigente las penas para cualquier conducta cooperadora con el suicida que decide hacerlo fuera del sistema.

La sentencia del TC alemán confirma que una aproximación a la eutanasia menos intrusiva por parte del legislador sería preferible. No regular la eutanasia. Simplemente despenalizar el auxilio al suicidio y permitir que la sociedad civil se provea de las instituciones que permitan a los individuos tomar libremente – también – todas sus decisiones vitales. Los riesgos que la regulación supone son elevados y, como demuestra la sentencia, siempre será insuficiente si entendemos que hay un auténtico derecho al suicidio que no puede hacerse depender de que la vida de alguien sea una tortura o, de cualquier otra forma, una vida indigna de vivirse a juicio de terceros.

La segunda observación se refiere a cómo ha gestionado el asunto el Tribunal Constitucional alemán. Según nos cuenta Goos en Verfassungsblog, la sala segunda del mismo ha dado un ejemplo de cómo deben examinarse jurídicamente las cuestiones sociales: recopilando las informaciones y estudios científicos y el criterio de los expertos. La “sociología normativa” debe considerarse inconstitucional. Si no es el machismo el que induce a los varones a matar a su pareja o ex-pareja, el legislador no puede establecer una pena mayor para el asesino de su pareja que para la asesina de su pareja. Si los estudios de género carecen de base científica, no se pueden incluir en la formación de los estudiantes y, mucho menos, de los funcionarios públicos ni puede ser mérito para los ascensos o los destinos; si la provisión de información no mejora las decisiones de los destinatarios de la información, no se pueden poner sanciones administrativas por no facilitar la información y si una norma tiene efectos contrarios a los pretendidos (unintended consequences), habrá que afirmar su inconstitucionalidad sobrevenida si restringe los derechos de los particulares o, de cualquier forma, se entromete en la esfera jurídica de los particulares.  Dice Goos que el TC alemán

… dedicó dos días enteros a la vista oral, (y ha dictado sentencia) tres años después de la presentación del recurso (y ha dedicado) diez meses enteros a la redacción, deliberación y votación de la sentencia, que es muy extensa con 343 párrafos. En la sentencia se han incluido las evaluaciones de los expertos - por ejemplo, sobre el limitado efecto preventivo del suicidio que tiene el conocimiento de la posibilidad del suicidio asistido (marginal 283) o sobre el peligro de presiones sociales para suicidarse como resultado de la normalización de la asistencia al suicidio (marginal 257) -, así como las cifras de Suiza, los Países Bajos y Bélgica, que muestran que los casos notificados de suicidio asistido y de suicidio asistido aumentan constantemente en esos países (marginal 252 y siguientes).

Compárese con la absoluta falta de respeto a la producción de la ley de acuerdo con el espíritu y la letra de la Constitución de la que hace gala nuestro gobierno y, ¡ay! a menudo también, nuestras Cortes Generales. Pasemos ya a reproducir, traducidos, algunos párrafos de la sentencia del Bundesverfassungsgericht

El derecho a suicidarse no puede negarse alegando que el suicida se despoja de su dignidad porque renuncia con su vida a la condición previa de su autodeterminación y, por tanto, a su posición como sujeto (...). La dignidad humana, que garantiza al individuo una vida en autonomía, no se opone a la decisión de una persona, capaz de autodeterminación libre y de responsabilidad, de suicidarse. La disposición autodeterminada de la propia vida es más bien una expresión directa de la idea del desarrollo de una personalidad autónoma inherente a la dignidad humana; es una expresión de la dignidad, aunque sea la última. El suicida, actuando con libre albedrío, decide como sujeto de su propia muerte (...). Renuncia a su vida como persona de forma autodeterminada y según sus propios objetivos. La dignidad del hombre no es, por tanto, el límite de la autodeterminación de la persona, sino su razón de ser: el hombre sigue siendo reconocido como una personalidad autorresponsable, como sujeto, y su reivindicación de valor y respeto sólo se conserva si puede determinar su existencia según sus propias normas autoimpuestas". 
"El derecho al suicidio no se limita a situaciones definidas por causas como enfermedades graves o incurables, ni se aplica únicamente en determinadas etapas de la vida o de la enfermedad. Más bien, este derecho se garantiza en todas las etapas de la existencia de una persona" "Restringir el alcance d la protección a causas o motivos específicos equivaldría a un control del contenido de la decisión y por lo tanto a fijar por adelantado los motivos d la persona que trata de poner fin a su vida, lo q es extraño a la idea de libertad de la Constitución" 
"La decisión del individuo de poner fin a su propia vida, basada en la forma en que define personalmente la calidad de vida y una existencia con sentido, no puede someterse a ningún escrutinio sobre la base de valores, dogmas , normas sociales o consideraciones de racionalidad" 
Cuando el ejercicio de un derecho fundamental depende de la participación de terceros y el libre desarrollo de la personalidad de uno depende de la participación de otro, ese derecho fundamental también ofrece protección contra las restricciones que consisten en prohibir a esos terceros que ofrezcan, en el ejercicio de su propia libertad, esa asistencia necesaria" 
Hace imposible de hecho que las personas reciban asistencia para el suicidio. Esta restricción de la libertad individual es intencional en el diseño de la prohibición y, por lo tanto, equivale a una interferencia con los derechos fundamentales también en relación con las personas que desean suicidarse. La interferencia es especialmente grave si se tiene en cuenta la importancia fundamental que tiene la libre determinación en las decisiones sobre la propia vida en relación con la identidad, la individualidad y la integridad personales…
El derecho penal excede los límites de lo que constituye un medio legítimo de protección de la autonomía personal en la decisión de poner fin a la vida de una persona cuando ya no protege las decisiones libres del individuo, sino que las hace imposibles. La exención de responsabilidad penal del suicidio y de la asistencia prestada a este respecto refleja el reconocimiento, exigido por la Constitución, de la libre determinación individual; como tal, no está a la libre disposición del legislador. 
… el deber del Estado de proteger la libre determinación y la vida sólo puede tener prioridad sobre la libertad del individuo cuando éste está expuesto a influencias que ponen en peligro la libre determinación de su propia vida. El ordenamiento jurídico puede contrarrestar esas influencias mediante medidas preventivas y salvaguardias. Sin embargo, más allá de esto, la decisión de un individuo de poner fin a su vida, basada en su comprensión personal de lo que constituye una existencia con sentido, debe reconocerse como un acto de autodeterminación autónoma. 
El derecho penal excede los límites de lo que constituye un medio legítimo de protección de la autonomía personal en la decisión de poner fin a la vida de una persona cuando ya no es que limite las decisiones libres del individuo para proteger su libertad de decisión, sino que las hace imposibles.
Es una exigencia constitucional que el suicidio y la asistencia prestada al que quiere suicidarse libremente no esté penada
La exención de responsabilidad penal del suicidio y de la asistencia prestada a este respecto refleja el reconocimiento, exigido por la Constitución, de la libre determinación individual; como tal, no está a la libre disposición del legislador. En el centro del orden constitucional de la Ley Fundamental se encuentra una noción central de los seres humanos informada por la dignidad y el libre desarrollo de su personalidad mediante la autodeterminación y la responsabilidad personal. Esta noción debe ser el punto de partida de cualquier marco normativo. De ello se desprende que el deber del Estado de proteger la libre determinación y la vida sólo puede tener prioridad sobre la libertad del individuo cuando éste está expuesto a influencias que ponen en peligro la libre determinación de su propia vida. El ordenamiento jurídico puede contrarrestar esas influencias mediante medidas preventivas y salvaguardias. Sin embargo, más allá de esto, la decisión de un individuo de poner fin a su vida, basada en su comprensión personal de lo que constituye una existencia con sentido, debe reconocerse como un acto de autodeterminación autónoma. 
La suposición tácita del legislador de que existen opciones de asistencia para el suicidio distintas de los servicios de suicidio asistido no tiene en cuenta el ordenamiento jurídico en su conjunto. Si el legislador excluye formas específicas de ejercicio de las libertades con referencia a las alternativas restantes, estas vías de acción restantes deben ser realmente adecuadas para garantizar el ejercicio efectivo de los derechos fundamentales en cuestión. Esto se aplica sobre todo en el contexto del derecho al suicidio. A este respecto, el conocimiento individual de la capacidad real de actuar según los propios deseos es en sí mismo un elemento crucial de la afirmación de la propia identidad. 
El hecho de que el legislador haya optado por no penalizar incondicionalmente todas las formas de asistencia al suicidio no garantiza por sí mismo la conformidad constitucional. Sin la disponibilidad de servicios de suicidio asistido, el individuo depende en gran medida de la voluntad de los médicos de prestar asistencia, al menos en forma de prescripción de las sustancias necesarias para suicidarse. Siendo realistas, esa disposición individual por parte de un médico sólo puede esperarse en casos excepcionales. Hasta la fecha, los médicos han mostrado poca disposición a prestar asistencia para el suicidio y no pueden ser obligados a hacerlo; 
… el acceso a medios de asistencia para el suicidio no debe depender de que los médicos estén dispuestos a infringir la ley… invocando su libertad garantizada constitucionalmente. Mientras esta situación persista, crea una necesidad real de servicios de suicidio asistido. 

La mejora de los cuidados paliativos… podría… ser un medio adecuado para reducir el número de casos en que los pacientes en fase terminal desean morir a causa de esas deficiencias. Sin embargo, en los casos en que la decisión de suicidarse se adopta en régimen de libre autodeterminación, las mejoras en los cuidados paliativos no son un correctivo adecuado para compensar las restricciones resultantes de la disposición impugnada. No hay ninguna obligación para nadie de hacer uso de los cuidados paliativos. La decisión de poner fin a la propia vida también abarca la decisión en contra de las alternativas existentes y, a ese respecto, también debe aceptarse como un acto de libre determinación autónoma. 
…  El objetivo de proteger a terceros -por ejemplo, tratando de impedir que la asistencia al suicidio genere un comportamiento de imitación e incitando a otros a seguir su ejemplo- no justifica que se obligue a la persona a aceptar que su derecho al suicidio está efectivamente viciado. 

…Además, el artículo 217 del Código Penal viola los derechos fundamentales de las personas y organizaciones que tienen la intención de prestar asistencia para el suicidio. …. También debe permitirse legalmente que los terceros actúen de acuerdo con su voluntad de prestar asistencia para el suicidio. Por consiguiente, la garantía constitucional del derecho al suicidio corresponde a una protección constitucional de igual alcance que se extiende a los actos realizados por las personas que prestan asistencia para el suicidio. 

…  Dado que la penalización de los servicios de suicidio asistido también puede dar lugar a la imposición de multas administrativas a las asociaciones alemanas de suicidio asistido, también viola el derecho fundamental de estas organizaciones

Los párrafos previos se han traducido de la nota de prensa en inglés. El parágrafo 217 del Código Penal alemán dice:
1) El que, con la intención de auxiliar a otra persona a suicidarse, diera, procurara o mediara la oportunidad de hacerlo empresarialmente será castigado con una pena de prisión de hasta tres años o con una multa.
2) Los partícipes que no actúen de manera profesional y que sean parientes o personas cercanas a la persona referida en el párrafo 1 o estén cerca de él quedarán impunes.
El artículo 143 del Código Penal español dice
1. El que induzca al suicidio de otro será castigado con la pena de prisión de cuatro a ocho años.
2. Se impondrá la pena de prisión de dos a cinco años al que coopere con actos necesarios al suicidio de una persona.
3. Será castigado con la pena de prisión de seis a diez años si la cooperación llegara hasta el punto de ejecutar la muerte.
4. El que causare o cooperare activamente con actos necesarios y directos a la muerte de otro, por la petición expresa, seria e inequívoca de éste, en el caso de que la víctima sufriera una enfermedad grave que conduciría necesariamente a su muerte, o que produjera graves padecimientos permanentes y difíciles de soportar, será castigado con la pena inferior en uno o dos grados a las señaladas en los números 2 y 3 de este artículo.

Canción del viernes y nuevas entradas en el Almacén de Derecho: Johnny Cash, Banks of Ohio


El Tribunal Supremo pregunta al TJUE sobre si la Directiva de cláusulas abusivas obliga a derogar la prohibición de reformatio in peius

  Por Juan Damián   Decía Degenkolb, a quien se le atribuye la contribución más decisiva en favor de la autonomía del Derecho Procesal, que los procesalistas han vivido durante muchos siglos del crédito que le concedían los civilistas, algo que en algunos...
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La transformación del Derecho de Contratos imaginada por Horwitz


Foto: JJBose


"el derecho contractual moderno proclama con firmeza que todos los hombres son iguales (no porque no sepa que no lo son sino) porque todas las desigualdades son imaginarias"

"Los daños se comenzaron a calcular tempranamente no sobre la base de la idea restitutoria de que el comprador había perdido la cosa que se le había prometido, sino sobre la idea de que el incumplidor debía compensar al otro porque éste se había visto frustrado en su interés en obtener la cosa prometida".

Morton Horwitz

En el principio, el Derecho de Contratos era “siervo” del Derecho de Cosas. Un contrato era un modo de transmisión de la propiedad (en el sentido del art. 609 CC, recuérdese que José María Miquel dice que la donación es, prima facie, no un negocio jurídico sino un modo de transmisión de la propiedad y se comprenderá lo interesante de esta observación). Sólo a partir de finales del siglo XVIII, el Derecho de Contratos se emancipará del Derecho de Cosas con algunas consecuencias sorprendentes. La primera es que desaparecerá el control judicial de la equivalencia objetiva de las prestaciones; la segunda es que desaparecerá (o se restringirá) la acción de cumplimiento in natura o específico y la tercera es que los contratos meramente obligatorios, esto es, los contratos “no reales” se considerarán vinculantes – enforceable desde su celebración. No se requerirá que el contratante cumplidor que reclama al incumplidor hubiera ejecutado lo que le incumba.

Es decir, a finales del siglo XVIII, el common law abandona su primitivo derecho contractual y lo moderniza concibiendo el contrato como había hecho en Europa el iusnaturalismo racionalista: un acuerdo de voluntades libres del que resultan ventajas para ambas partes que los jueces no han de revisar.

Esta es la tesis de este clásico trabajo de Morton Horwitz de 1974 que luego incluiría en su Transformation of American Law 1780/1860. Lo que este brillantísimo historiador del Derecho nos descubre es que fue – diríamos – el “Derecho Mercantil” el que provocó esa emancipación del Derecho de Contratos respecto del Derecho de Cosas. La función económica de los contratos de compraventa de mercancías ya no será proporcionar un título al comprador para adquirir la propiedad de las mercancías, sino transferir el control sobre un recurso y, sobre todo, los rendimientos que la transferencia de ese recurso a un tercero pueda producir (creating an expected return).

Es decir, se pasa del tráfico de inmuebles – con mercados muy poco desarrollados – al tráfico de mercancías y a la generación de mercados con precios cada vez más exactos y cada vez más volátiles. Y lo que es todavía más interesante. Que esta evolución se produjera tan tarde deriva del hecho de que los tribunales ordinarios no se ocupaban, hasta casi el siglo XIX, de asuntos contractuales. Los comerciantes tenían sus árbitros y sus relaciones comerciales no se articulaban mediante contratos formales sino mediante la entrega de documentos como letras de cambio o pagarés u otros títulos-valor que daban derecho a exigir el pago de una cantidad de dinero o la entrega de una mercancía y, con ello, ejecutar el contrato subyacente a su emisión (la relación causal). De los litigios correspondientes no se ocuparon los tribunales civiles hasta muy tarde.

Además, dadas las doctrinas acerca de la necesidad de un “precio justo” y los remedies que ofrecía el common law, los comerciantes huían de estos tribunales y desarrollaron así instituciones como  los penal bonds, las cláusulas penales con constitución de un depósito para asegurar que los contratos eran “self-executing” en el sentido económico moderno. Si el vendedor no entregaba la mercancía al comprador, éste se hacía con la cantidad que el primero había depositado en garantía del cumplimiento. Y viceversa. Con ello, el contrato era autoejecutable. De modo que el Derecho contractual del common law se encontraba hasta el siglo XVIII en una situación francamente primitiva (Simpson dice que los autores y jueces norteamericanos “bebieron” de las doctrinas continentales recogidas por Domat o Pothier en la primera mitad del siglo XIX). Lo más sorprendente  es que no se consideraban vinculantes los contratos hasta que no se hubieran ejecutado, esto es, los llamados “executory contracts”
De hecho, el estado primitivo del derecho contractual americano del siglo XVIII se ve subrayado por el hecho sorprendente de que algunos tribunales americanos no consideraban vinculantes los contratos en tanto no hubiera habido, al menos, un cumplimiento parcial... hasta el I 787 en Virginia, el comprador carecía de acción si no había realizado el pago anticipadamente. Ni el vendedor podía demandar el pago del precio – fuera lo que fuera lo que se hubiera pactado – si no había entregado el tabaco”
Esta doctrina puede explicarse, también, a partir del uso de depósitos con función penal para el caso de incumplimiento. Si lo “usual” era que las partes se entregaran cantidades de dinero (arras) como garantía del cumplimiento, es natural que se entendiera que, hasta que no se ha procedido a la ejecución, aunque sea parcial, del contrato, no hay voluntad de vincularse. Esta es la más importante función de los usos en la creación de Derecho y permite resolver algunos problemas difíciles que se concretan en saber si se llegó a celebrar un contrato vinculante o las partes estaban todavía en tratos preliminares. De hecho, en la crítica a la tesis de Horwitz de Simpson se explica que, probablemente, este es el significado de esta doctrina: las partes se obligaban a condición de que la otra parte cumpliera y, en función de lo pactado, era una la que tenía que cumplir (p. ej., el vendedor entregar la cosa) antes de poder reclamar el precio: ya en el siglo XVI era doctrina establecida que “nudas” promesas recíprocas podían ser justa causa la una para la otra y, por tanto, hacerlas exigibles recíprocamente.

Y se entiende así también la concepción de los contratos en el common law como una promesa de pagar una cantidad de dinero: el comprador insatisfecho se quedaba con esa cantidad de dinero pero no tenía derecho a la entrega de la cosa porque ¿para qué? Tratándose de mercancías, podía obtenerla en el mercado – compra de reemplazo – y reclamar al vendedor incumplidor, simplemente, la indemnización de daños o quedarse con el dinero depositado como una forma de determinar ex ante la cuantía de la indemnización (liquidated damages). Y el vendedor, lo propio. En lugar de reclamar el precio, se quedaba con el dinero.

Pero, en el siglo XIX, el uso de penal bonds decayó. ¿Por qué? Dice Horwitz que por dos razones (i) porque los jueces empezaron a considerar vinculantes los contratos meramente obligatorios aunque no hubieran sido ejecutados por la parte que demandaba al incumplidor (executory contracts) y (ii) y muy interesante, porque
“las cláusulas de liquidación anticipada de los daños y perjuicios no eran adecuadas para predecir las fluctuaciones del mercado en una economía cada vez más especulativa”.
es decir, el vendedor o el comprador no quedaban adecuadamente compensados quedándose con la garantía pecuniaria de la contraparte. Había demasiada sobre- o infracompensación lo que haría perder eficiencia a esta forma de penal bonds.

Si esta explicación es correcta, no hay nada cultural en que el Derecho Continental conceda acción de cumplimiento en especie como regla general y el common law conceda, simplemente, una acción de daños. Aunque se ha subrayado hasta la saciedad que la diferencia es menor (y que ambos sistemas llegan a los mismos resultados prácticos) a veces se le ha querido atribuir una importancia teórica mayor de la que tiene. La relación entre ambas no debería establecerse en términos de regla/excepción. Ambas son la regla general en sus respectivos ámbitos (bienes “únicos” o con valor subjetivo muy diferente para los distintos compradores vs. bienes fungibles, commodities, mercancías con un precio de mercado que hace irrelevante la disposición a pagar – el precio de reserva – de los distintos compradores). Fueron las instituciones desarrolladas en el ámbito de la compraventa de mercancías entre comerciantes las que finalmente se impusieron y dieron forma al Derecho contractual moderno.

Otra observación interesante se refiere a la distinción entre el “precio corriente” y el “precio de mercado. Las mercancías tienen precio de mercado. Los servicios y obras no mercantiles (por ejemplo, el trabajo de un maestro que da clases al hijo de un vecino o los servicios de un médico) tienen un “customary price”, un precio corriente. Este no oscila. Se mantiene estable durante mucho tiempo y, a menudo, no se pactan expresamente. Los pleitos al respecto, sin embargo, no se refieren a cuánto se ha de pagar, sino a si los servicios se prestaron y eran los prometidos. El paso del precio usual al precio de mercado es el paso de una sociedad rural a una sociedad comercial. Paso que implica que los precios no son exigibles porque son “justos” sino porque han sido acordados lo que dará un protagonismo creciente a la voluntad y transformará para siempre el Derecho de Contratos: “el ascenso de la economía comercial” supondrá el predominio de la teoría de la voluntad en el Derecho contractual: statt pro ratione, voluntas, volenti non fit iniuria

La expresión concreta más relevante de esta transformación, concluye Horwitz, será la doctrina de los expectation damages (son indemnizables por el contratante incumplidor los daños que sean imputables a su conducta y que fueran previsibles en el momento de contratar art. 1107/1108 CC). Son casos referidos a especulación con acciones o bonos en un mercado con precios en ascenso, los primeros en los que se aplica esta doctrina a finales del siglo XVIII. En un caso de 1790 sobre deuda pública (téngase en cuenta que los documentos representativos correspondientes eran utilizados, en esa época, como dinero nos dice Horwitz, lo que encaja perfectamente con el art. 1170 CC y su referencia al nominalismo y a la especie pactada. La especie pactada podían ser títulos de deuda pública), el Tribunal Supremo de Carolina del Sur dijo que
"Siempre que se celebre un contrato relativo a la entrega de un producto específico (en este caso, títulos de deuda pública que habían sido tomados en préstamo),  la suma que el demandante tiene derecho a reclamar es el valor de ese producto, en el momento fijado para la entrega”
es decir, el valor de cotización en ese momento y no el precio en el momento de celebrarse el contrato más intereses. Y parece que los estudiosos que dicen que los casos polémicos se litigan más, esta doctrina fue furiosamente litigada en los años siguientes porque algunos de los títulos de deuda pública se apreciaron en un 850 % en un año. Los deudores, naturalmente, intentaron que el Tribunal Supremo cambiara su criterio. Sin éxito: el que especula ha de arrostrar las pérdidas.

Pero, de nuevo, hay crítica de Simpson para la interpretación de los casos que hace Horwitz: en un caso en el que se habían producido pérdidas ¡de 1722! el tribunal concedió los daños previsibles en el momento de contratar
El demandado se había negado a aceptar la entrega de acciones cuyo precio había caído entretanto... el tribunal sostuvo... que el demandado tenía que aceptar la entrega de parte de las acciones que había acertado comprar al precio más elevado… Y si se considera que el contrato es un mecanismo de transmitir derechos de propiedad, la medida natural de los daños y perjuicios en caso de incumplimiento será el valor de esa propiedad, que es, efectivamente, la medida de los daños previsibles en el momento de contratar.
y, por otro lado, los que Horwitz toma como leading case no son tales. Dice Simpson que “No se puede considerar que un caso sea el que establece una determinada doctrina o principio cuando tal doctrina o principio no se discutió en el mismo”. Es decir, que el reconocimiento de la doctrina de los daños previsibles es mucho más antigua en el Derecho norteamericano de lo que pretende Horwitz y, por tanto, no puede basarse la “transformación” del Derecho norteamericano en tales cambios. Dice Simpson “Si, por ejemplo, la regla en Hadley v. Baxendale (1854) es, como argumenta Horwitz, peculiarmente apropiada para el capitalismo industrial de mediados del siglo XIX, ¿por qué se aplicaba en la Francia de Orleans en la década de 1760?” Simpson suena razonable. Las revoluciones jurídicas se cuentan con los dedos de las manos.

Otra interesante evolución es la relativa a legitimar el carácter abstracto de los títulos negociables: la causa (consideration) en un pagaré se presumía (como dirá un siglo después nuestro código civil) y el que firmaba el pagaré podía ser obligado a pagar sin más averiguaciones. Y el origen mercantil del moderno derecho de contratos del common law se refleja en la ausencia de responsabilidad por los vicios de la cosa (caveat emptor) si no había una asunción expresa por el vendedor. De nuevo Simpson: “Horwitz pinta un cuadro desequilibrado al explicar la historia del derecho de la compraventa de principios del siglo XIX en términos de la adopción del principio caveat emptor y descuidando todo el desarrollo de cláusulas implícitas que protegen al comprador”

Cuando se recupera, entrado ya el siglo XIX, esta doctrina, es porque se asumen todas las consecuencias de una doctrina subjetiva del valor de las cosas (el comprador había aceptado el precio pactado en la expectativa de que la cosa no tendría vicios).

Concluye Horwitz
Los mercados para la entrega futura de mercancías eran difíciles de explicar dentro de una teoría de intercambio basada en dar y recibir cosas equivalentes en valor. Los contratos de futuros de mercancías fungibles sólo podían entenderse en términos de una concepción del valor previsible como fluctuante, radicalmente diferente de la noción estática que subyace en los contratos de bienes específicos. Simplemente: un régimen de mercado y de especulación era incompatible con la determinación del valor de las cosas por una norma social. El derecho contractual moderno surge, por tanto, como resultado de un enfoque esencialmente procomercial que ataca a la teoría del valor objetivo de las cosas, doctrina que estaba en la base de la idea del “contrato justo” predominante en el siglo XVIII
Para cuando Joseph Story publica su Tratado en 1844, la victoria de la doctrina de los contratos como acuerdo de voluntades es total y su dominio se extenderá también a los contratos de trabajo en los que los tribunales utilizaron la distinción entre acuerdos explícitos e implícitos que habían rechazado en los contratos mercantiles a favor de los empleadores. Así, si un jornalero abandonaba el trabajo antes del transcurso del año para el que había sido contratado, no tenía derecho a ninguna porción del salario porque había “incumplido” el contrato. Y los jueces no cambiaron de opinión ni siquiera cuando se les hacía ver que el hecho de que los salarios se pactasen por períodos de tiempo más breve (jornada, semana, mes) indicaba claramente la voluntad de las partes de considerar vencidos dichos pagos por el transcurso del período correspondiente. En los contratos de obra, sin embargo, la doctrina era la contraria en caso de cumplimiento parcial.

Pero, en fin, no se olvide que Horwitz tiene una concepción bastante próxima al marxismo de la evolución de la sociedad desde el feudalismo al capitalismo. El precio justo de la Edad Media y Moderna no es otro que el precio de mercado, el fijado por el juego de la oferta y demanda como resulta de los estudios sobre el particular que se han realizado en los últimos tiempos. Las sociedades europeas previas al siglo XIX eran sociedades comerciales, fundadas en el crédito. Tampoco parece que los contratos meramente obligatorios no fueran vinculantes y su cumplimiento exigible antes del siglo XIX. En los contratos de obra o servicio el arrendatario no podía exigir el pago de sus servicios hasta después de prestarlos. 

Simpson, por su parte, concluye la crítica a la concepción de Horwitz minorando la transformación del Derecho norteamericano en el período estudiado por Horwitz y la importancia de las doctrinas jurídicas en dicha transformación en un instrumento de opresión de los pobres por las clases capitalistas. Y recuerda un caso relativo a la venta de unos esclavos. Uno de los esclavos vendidos se infectó de viruela y murió. El comprador pidió una reducción del precio y el tribunal, alegando la doctrina del "precio justo” – sound price – estimó la demanda:
En Inglaterra, la responsabilidad por vicios ocultos surgió en el contexto de la venta de caballos. Los pobres no compraban caballos; se desplazaban a pie. La doctrina de laesio enormis en el derecho civil protegía a los terratenientes; en Inglaterra la jurisprudencia de la Chancery sobre las ventas de bajo valor y sobre "atrapar"... gangas" a costa de los herederos en herencias yacentes parece haber cumplido en gran medida la misma función. Sin duda, ciertos aspectos del derecho contractual favorecieron la explotación y la prisión por deudas, que afectaba más a los pobres. es el ejemplo más notorio. Pero en general, dudo que la suerte de los pobres haya mejorado mucho por la existencia de responsabilidad por vicios en las normas sobre la compraventa de alimentos, o empeorada por las normas de cálculo de las indemnizaciones de daños. Para su desgracia, no estaban el mundo en que esos detalles eran importantes”

Morton J. Horwitz, The Historical Foundations of Modern Contract Law, Harvard Law Review, 1974

A. W. B. Simpson, The Horwitz Thesis and the History of Contracts, U. Chicago Law Rev. 1979



miércoles, 26 de febrero de 2020

La prohibición de comprar a pérdida en el nuevo art. 12 ter de la Ley de la Cadena alimentaria



Gracias a Diego Crespo Lasso de la Vega por su ayuda en la redacción


La degradación del Estado de Derecho ha alcanzado nuevas cimas con el gobierno Sánchez-Iglesias. Me refiero, en este caso, no ya al art. 86.1 de la Constitución, que limita la posibilidad de promulgar Decretos-leyes a casos de “extraordinaria y urgente necesidad”, sino al art. 9.3 de la misma. La seguridad jurídica, la previsibilidad de las normas ha desaparecido de las preocupaciones de este gobierno.

Del contenido del Real Decreto ley 5/2020 (¡cinco decretos-ley y estamos en febrero!) me voy a ocupar, brevemente, de una norma realmente extraordinaria (aunque su necesidad no se ve por ninguna parte). Se trata del nuevo art. 12.3 de la Ley 12/2013, de 2 de agosto, de medidas para mejorar el funcionamiento de la cadena alimentaria

El precepto reza
«Artículo 12 ter. Destrucción de valor en la cadena.
Con el fin de evitar la destrucción del valor en la cadena alimentaria, cada operador de la misma deberá pagar al operador inmediatamente anterior un precio igual o superior al coste efectivo de producción de tal producto en que efectivamente haya incurrido o asumido dicho operador. La acreditación se realizará conforme a los medios de prueba admitidos en Derecho.
El operador que realice la venta final del producto al consumidor en ningún caso podrá repercutir a ninguno de los operadores anteriores su riesgo empresarial derivado de su política comercial en materia de precios ofertados al público.».
El precepto ha de ponerse en relación con el nuevo art. 9.1 j) de la misma ley que añade, como contenido obligatorio de los contratos “alimentarios”, la expresión de que el precio que pague el comprador de los productos que venda un agricultor o ganadero cubre los costes de producción de este. Y con los artículos 23.1 b) y 23.2 de la misma ley – también con nueva redacción dada por el RD-Ley 5/2020 que configuran como “infracción grave” la omisión de tal contenido obligatorio o la infracción de lo dispuesto en el art. 12 ter. En concreto, la conducta calificada como infracción grave es “la destrucción de valor en la cadena alimentaria conforme al artículo 12 ter”

¿Qué sentido tiene el precepto? Para explicarlo – brevemente – hay que remitirse a la lucha de los fabricantes contra la venta a pérdida por parte de las grandes superficies. Estas – supuestamente – vendían a pérdida y trasladaban esas pérdidas aguas arriba en la cadena de fabricación y distribución repercutiendo sobre los proveedores las reducciones de precios a los consumidores que establecían unilateralmente. De ahí la redacción del segundo párrafo del nuevo art. 12 ter.

Ahora bien, lo novedoso es el primer párrafo. Su origen está, como digo, en la prohibición de la venta a pérdida que establecía con carácter general para la distribución minorista el art. 14 de la LOCM – Ley de Ordenación del Comercio Minorista –. Como explico en esta entrada del Almacén de Derecho, el TJUE declaró contraria a la Directiva sobre prácticas comerciales desleales la prohibición y el Gobierno dictó un Decreto Ley en diciembre de 2018 que reformaba el precepto para acompasarlo a la mucho más sensata regulación de las ventas a pérdida de la Ley de competencia desleal.

Es evidente que la norma es inconstitucional y contraria a Derecho Europeo. Además, la imposición de sanciones administrativas es inconstitucional por esa razón y porque se infringen principios básicos del Derecho administrativo sancionador, como es, entre otros, el de culpabilidad.
Las razones son las siguientes.

El precepto contiene, no una prohibición de venta a pérdida – venta por debajo del coste de adquisición, en el caso de los distribuidores minoristas – sino una prohibición de la “compra a pérdida”. Prohibir las compras “a pérdida” no se le había ocurrido a nadie en el mundo, así que se entiende bien que se le haya ocurrido a este Gobierno. Y no se le había ocurrido a nadie porque si un comprador le ofrece un precio a un vendedor que no cubre los costes de éste, el vendedor se negará a vender y buscará otro comprador que pague más.

Pero es que, además, el precepto prohíbe a los compradores pagar un precio inferior a los costes de producción del que les vende el producto alimentario. Pero, naturalmente, los costes de producción sólo los conoce el productor, no el comprador. El comprador solo “ve” los precios de mercado,  no los costes de producción de los oferentes. Es de primero de Teoría de Precios. Precisamente, para lo que sirven los precios es para informar a los productores y a los demandantes de cuánto cuesta producir un bien o servicios y descubrir, entre los productores a aquellos que pueden producirlos al menor coste. La competencia hace que los que producen a mayor coste acaben abandonando el mercado. Por tanto, ningún sistema jurídico impone al comprador hacer averiguación alguna sobre los costes de producción ni, por supuesto, utiliza los costes de producción para fijar precios mínimos de venta. Es más, los vendedores no querrán nunca revelar sus costes de producción a los compradores porque sería tanto como poner en manos de éstos toda la ganancia del intercambio. El comprador conocería sus costes y le pagaría un precio que cubriera estrictamente tales costes. O sea, que al Gobierno le puede salir el tiro por la culata si los compradores, – destinatarios de las sanciones por infracciones graves – se dedican a exigir a los vendedores que les muestren sus libros y que les permitan hacer una auditoría de costes para apretarles en los precios lo más que puedan.

Pero, en general, sólo a alguien como Stalin o Kim Il Jong se le podría ocurrir organizar los intercambios haciendo que los precios vengan determinados por los costes de producción y no al revés, que es lo que ocurre en todas las Economías de Mercado.

De manera que una primera conclusión es segura: el precepto es un torpedo en la línea de flotación – en el “contenido esencial” – de la libertad de empresa y la economía de mercado porque implica sustituir la libre formación de precios por la competencia por su fijación en función de los costes de producción del oferente.

La norma es inconstitucional, además, porque tiene “mala” Economía Política detrás. El legislador no puede decir estupideces si las estupideces son la única justificación para limitar o interferir en la esfera privada de los ciudadanos, esto es, si la norma es restrictiva de los derechos y libertades de los ciudadanos o, aún peor, si es discriminatoria.

Y es el caso que, como hemos visto, la norma restringe extraordinariamente la libertad de los ciudadanos para acordar los precios que tengan por conveniente. Naturalmente, si el legislador tuviera una buena razón para imponer tal restricción, ésta podría salvarse. En otros términos, si la restricción es adecuada, necesaria y proporcional en sentido estricto para lograr un fin digno de ser perseguido por los poderes públicos. No hace falta entrar a discutir la malhadada doctrina del Tribunal Constitucional respecto a los derechos fundamentales a la libertad de empresa y la propiedad. Basta con comprobar que el legislador ha sido tan estúpido que ha proporcionado las pruebas de la inadecuación de la norma al objetivo que dice perseguir en el propio texto de la misma. Es la manía de transformar las normas legales en textos literarios que contienen explicaciones en lugar de limitarse a mandar, prohibir o permitir una conducta.

En efecto, según el precepto, el objetivo que persigue la norma es evitar la destrucción de valor en la cadena alimentaria. Se dice que, obligando al comprador a pagar un precio que cubra los costes de producción, se evita la destrucción de valor.

El concepto de “valor” que tiene el Gobierno es, nuevamente, el de un Manual de Economía Política publicado en la Unión Soviética en 1938. Porque es obvio para cualquiera con dos dedos de frente que precisamente lo que destruye valor es echar a perder una mercancía porque el vendedor no encuentra quien esté dispuesto a pagar el precio que cubre sus costes de producción. Es decir, es la norma que obliga a ambas partes a fijar un precio mínimo la que impide que se lleven a cabo transacciones que salvarían el valor de los productos que, de otro modo, habrían de perecer o destruirse.

En consecuencia, el precepto es inconstitucional porque la regla restrictiva de la libertad de los particulares que establece es inadecuada o inidónea para conseguir el fin explícito de la misma, esto es, “evitar la destrucción de valor”. La norma, con la restricción que impone, consigue el efecto contrario: obliga a los particulares a destruir valor.

Y es que, una de dos, o el legislador obliga al comprador a contratar – y a hacerlo al precio que cubre los costes de producción del vendedor – o el legislador deja a las partes que fijen libremente el precio. Lo que no puede hacer es no imponer lo primero  e imponer un precio mínimo.  Naturalmente, como el Gobierno no se ha atrevido a imponer a los compradores  una obligación de comprar (un deber de contratar), los efectos prácticos de tal mandato legal son nulos. El comprador preguntará al vendedor por sus costes y si estos superan el precio de mercado – o el que el comprador está dispuesto a pagar – simplemente buscará otro proveedor. Y los proveedores acabarán jurando por sus muertos que el precio ofrecido por el comprador cubre sus costes de producción.

Pero si recordamos que el nuevo art. 23 califica como infracción grave la infracción del art. 12 ter, la inocuidad de la norma deja de estar clara. Las Administraciones públicas competentes – la Agencia de Información y Control Alimentarios y las Comunidades Autónomas – pueden empezar a inspeccionar sector por sector, calcular costes de producción medios o estándar, y empezar a sancionar a los compradores que paguen un precio inferior a dichos costes. Si los de Europamur ganaron ante el TJUE por una sanción por venta a pérdida, la goleada por la que ganarían las empresas así sancionadas sería superior a la del España-Malta.

Pero todo es poco relevante. Lo triste y grave es que el Estado de Derecho está en peligro de perder su integridad.

martes, 25 de febrero de 2020

Responsabilidad del distribuidor por prótesis defectuosa


Son hechos declarados probados, y que no han sido desvirtuados por la recurrente: que la demandante no conocía la identidad del fabricante como consecuencia de la confusión entre entidades que reflejaba toda la documental existente; que la demandada, ante los requerimientos que recibió de la demandante no actuó correctamente, no indicó a la demandante cuál era la empresa fabricante de la prótesis, y contribuyó a mantener dicha confusión, dando por válidas las comunicaciones que se le hacían, sin indicar que no era la fabricante y expresar la identidad de quien lo era; que la demandada comunicó la identidad del fabricante al contestar a la demanda, cuando ya habían transcurrido tres meses desde que recibió la primera comunicación de la víctima. A partir de los hechos probados en la instancia, esta sala considera que la distribuidora no cumplió diligentemente su obligación, pues debió informar a la demandante sobre la identidad del fabricante de la prótesis defectuosa dentro del plazo de tres meses desde que la demandante se dirigió a ella reclamándole por los daños sufridos. El argumento de la demandada ahora recurrente de que no lo hizo porque la demandante no se lo preguntó expresamente confirma que su modo de proceder no es conforme con la diligencia con la que debe actuar el suministrador para no quedar equiparado al productor a efectos de responsabilidad. En consecuencia, de acuerdo con lo dispuesto en el art. 138.2 TRLGDCU, la distribuidora debe responder con arreglo al régimen de responsabilidad por productos defectuosos.

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