John Everett Millais
En esta entrada (Introducción al Derecho) explico que los humanos se coordinan por tres vías: una mecánica o genética, otra basada en reglas – sociales o jurídicas – y, en fin, cuando se desarrollan los mercados, a través de los precios.
La forma más simple de cooperación es la coordinación y lo que observamos en los mercados no es, principalmente, competencia sino cooperación. Cooperación mutualista en la que cada participante en el mercado trata que ‘otros’ le prefieran como contraparte en el intercambio ofreciendo una prestación que la potencial contraparte prefiera a la de cualquier otro participante. Cuando el mercado se desarrolla; los productos que se intercambian son fungibles y se generaliza el uso del dinero, las contrapartes se hacen fungibles con lo que se pierde de vista esa función central de los mercados de hacernos competir por ser los elegidos por los demás para cooperar con nosotros. Cualquiera será elegido siempre que entregue una cantidad de dinero o una unidad del producto fungible de que se trate.
Entonces, los precios sustituyen a las reglas y colocan a los miembros del grupo (a la Sociedad de mercado) en unos niveles de cooperación mucho más próximos a los que se encuentran cuando la cooperación es mecánica porque está basada en procesos mecánicos, es decir, que no requieren de la adopción de decisiones individuales en el sentido de choices entre distintas alternativas. Un fenómeno (aumento de la luz por ej.,) provoca otro (reducción del tamaño de la pupila): un aumento del precio, una reducción de la demanda y un aumento de la oferta que provocará una reducción del precio etc. Los precios ‘informan’ a los individuos de que han de comprar más o menos de ese producto como la cantidad de luz ‘informa’ a la pupila que debe reducir su tamaño.
Coleman, el gran filósofo del Derecho, tiene un concepto mucho más restringido de la cooperación. Define el Primer Teorema de la Economía del Bienestar (PTEB) diciendo que “la competencia perfecta produce una asignación óptima de los recursos en el sentido de Pareto”, esto es, que no puede mejorarse la posición de nadie sin, al menos, perjudicar la de alguien y cuando aparece la posibilidad de una mejora de Pareto, el mercado de competencia perfecta la realiza. En su interpretación del PETB, éste expresa “una consecuencia lógica de la conjunción de determinada concepción de la racionalidad y un conjunto concreto de condiciones ideales: en particular, bajo determinadas condiciones ideales, la acción racional individual produce resultados socialmente óptimos” pero esto, en su opinión, no significa que estemos maximizando el bienestar humano. La conexión se establece entre preferencias de los individuos sobre estados del mundo – social states – y bienestar. Pero, si la satisfacción de una preferencia incrementa el bienestar, “se sigue que cualquier mejora de Pareto eleva el bienestar” pero no porque aumenten, por ejemplo, los derechos o la garantía de éstos de los que disfruta la gente, sino porque aumenta la satisfacción de las preferencias. Ergo, en una Sociedad, los derechos pueden estar mejor garantizados que en otra pero la asignación en la segunda ser Pareto superior porque las preferencias de unos y otros son distintas.
La noción de satisfacción de las preferencias que supone la clasificación de Pareto es la formal o lógica. El hecho de que un estado sea Pareto superior a otro depende de si su realización se ajusta a la opción o al deseo de una persona de una persona y, al mismo tiempo, no es contraria a la opción o al deseo de otros. Otra cuestión es si la conformidad produce una gratificación o recibe una respuesta positiva; otra cuestión es si, en caso de serlo, esa respuesta es adecuada o adaptativa y, por tanto, contribuye al bienestar humano.
La concepción de los mercados de Coleman harían a Paul Rubin protestar enérgicamente. El economista diría que “el competidor exitoso es el agente económico que logra cooperar con más agentes” o, dicho de otra forma, “el ganador de la competencia es el que mejor coopera”. Quizá porque confunde el carácter competitivo de los mercados (perfectamente competitivo en el modelo de equilibrio general en el que se formula el primer teorema de la Economía del Bienestar) con la existencia o ausencia de cooperación. Competir evoca ‘lucha’ lo que, a su vez, evoca violencia y, por tanto, parece un antónimo de ‘cooperar’ que evoca acuerdo, diálogo etc. Pero nada más lejos de la realidad. Como ya dijera Adam Smith, los mercados competitivos han de estar libres de violencia y de engaño. Si se compite, se compite por lograr ser los preferidos para intercambiar. Y, en mercados completos, nadie se queda sin satisfacer sus necesidades y todos lo logran porque están dispuestos a ‘poner de su parte’ lo que otros, en el mercado, pueden querer. Como ha explicado muy bien Robert Sugden, The Community of Advantage, Oxford 2018: las relaciones entre particulares en una Sociedad de mercado se llevan a cabo con la intención de cooperar en beneficio mutuo, esto es, de maximizar las oportunidades de realizar transacciones que generen beneficios para cada uno de los que participan en ellas, beneficios que podemos presumir si las transacciones son voluntarias. Y la acción colectiva (comportarse un grupo como si fuera un individuo) es relativamente fácil si todos pueden convencerse fácilmente de que la coordinación de sus conductas (hacer lo que dice la regla) permitirá alcanzar el objetivo colectivo del que se beneficiarán todos individualmente.
En parte, la respuesta depende seguramente de cómo caractericemos la cooperación. La actividad cooperativa es una forma de acción conjunta. Si adoptamos una visión de la actividad conjunta -en la línea de Michael Bratman, entre otros-, los agentes que actúan juntos se comprometen a ayudarse mutuamente a completar sus tareas según los términos de un plan compartido o conjunto elaborado por ellos. La mayoría de los intercambios de mercado no implican una planificación en este sentido, ni la parte de un contrato promete hacer lo que le incumbe para que su contraparte pueda obtener lo que quiere. Si lo hacen, lo más probable es que sea para asegurar o proteger el propio interés, no el objetivo conjunto. El punto más profundo es que el carácter competitivo es una propiedad de los mercados, no de los intercambios singularmente considerados que tienen lugar en ellos. Un mercado es competitivo en la medida en que sus fuerzas determinan las condiciones de los intercambios individuales. Por supuesto, hay aspectos interpersonales de los intercambios individuales y socios de un intercambio que no compiten entre sí del modo en que lo hacen los corredores en la carrera de cien yardas. Sin embargo, las condiciones de un intercambio están determinadas en gran medida por la competitividad del mercado en su conjunto. En un mercado competitivo, las condiciones que usted puede ofrecerme están determinadas en efecto por lo que otros están dispuestos a ofrecerme: otros que compiten con usted por contratar conmigo, y viceversa. El efecto neto hace que los precios se orienten hacia el coste marginal, y ese es el núcleo de la idea de que los mercados son paradigmáticamente competitivos....
Pero si pretendemos explicar nuestra vida social como basada en la racionalidad (entendida de una manera particular), entonces debemos empezar con la idea de la competencia racional, ya que sólo su fracaso puede hacer que las formas de colaboración cooperativa sean racionales y explicables en ese sentido.
A continuación explica el Teorema de Coase y concluye que lo más destacable de éste es que Coase demostró que “algunos fallos de mercado pueden resolverse, en principio, por el propio mercado”. En términos de cooperación, diríamos que el ‘fallo’ de los precios como mecanismo de cooperación obliga a las partes a recurrir a las reglas para obtener los beneficios de ésta. Como señala Coleman, lo que dice Coase, en realidad, es que un mercado de competencia perfecta (no hay costes de transacción) puede resolver las externalidades que impiden la correcta formación de los precios (distorsionados por el exceso de producción del bien que genera la externalidad y la infraproducción del bien que soporta la externalidad) unificando en un solo operador del mercado al que produce la externalidad y al que la sufre.
Como muchas ideas verdaderamente notables, la idea de Coase puede parecer obvia en retrospectiva. Las condiciones necesarias para un mercado coaseano son precisamente las del mercado de competencia perfecta, con una excepción: la ausencia de externalidades. La idea coaseana es que este defecto en las condiciones de la competencia perfecta puede, en principio, abordarse a través de un mercado siempre que se cumplan las demás condiciones del mercado perfectamente competitivo. Y es que un problema de externalidades es en realidad un problema de negociación sobre el valor del contenido de los derechos de propiedad relevantes. Si se asignan los derechos de propiedad y los costes de las negociaciones son insignificantes o inexistentes, entonces sólo se trata de dejar que las partes determinen el contenido consecuente de esos derechos: ahí es donde termina la libertad asociada al derecho y empieza la responsabilidad…
Una de las razones por las que una idea realmente brillante puede parecer obvia en retrospectiva es porque, en cierto sentido, es efectivamente, obvia. En realidad, no hay nada en el argumento de Coase que no esté ya recogido en el Primer Teorema de la Economía del Bienestar. La estrategia argumentativa es exactamente la misma. La perspicacia de Coase está en aplicar el argumento a un problema que nadie había pensado que podía resolverse aplicándolo.
Pero la idea de Coase es más ‘potente’. Porque induce a imaginar que no sólo las externalidades, sino que cualquier ‘fallo’ de mercado puede resolverse a través de mecanismos de mercado, es decir, que los mercados son ‘self-correcting’ (Coase se dedicó toda su vida a explicar cómo los mercados resuelven los fallos del mercado, piénsese en su trabajo sobre los faros – típico ejemplo de bien público – donde demostraba que su provisión privada era realista o su teoría de la empresa como un mecanismo para sustituir relaciones de intercambio fundadas en precios de los bienes y servicios en relaciones igualmente voluntarias pero entre los titulares de los factores de la producción). Y esto es muy importante porque induce a pensar que los precios son mecanismos de cooperación ‘homogéneos’ con las reglas y los mecanismos genéticos o biológicos.
Si la dinámica de los mercados (por definición, esta perspectiva sólo puede tenerse en cuenta si consideramos los mercados competitivos desde una perspectiva dinámica, esto es, no desde la perspectiva del modelo de competencia perfecta); la de las reglas – incluida la negociación – y la de los mecanismos genéticos o mecánicos de cooperación es la misma, podemos manejar un concepto amplio de cooperación que incluya a los tres. Y no veo razón para no hacerlo.
Los que participan en un mercado no sólo se benefician de los precios que genera el mismo para reducir sus costes de intercambiar, sino que con su intercambio (y las reglas que diseñen endógenamente para regular su intercambio o su cooperación) pueden contribuir a ‘perfeccionar’ el mercado o a hacerlo más ‘completo’ y a reducir la envergadura y, sobre todo, la relevancia de los fallos de mercado. Así las cosas, la perspectiva de Coleman es unilateral: atiende a los efectos de la existencia de un mercado competitivo sobre los intercambios singularmente considerados pero no atiende a los efectos de éstos sobre el mercado competitivo. Desde una perspectiva dinámica y ‘bilateral’ como la que se acaba de exponer, la existencia de precios intensifica el volumen de intercambios y el aumento de los intercambios ‘mejora’ los precios. En este proceso, las reglas son cada vez menos necesarias en la medida en que los precios recogen todo su contenido (p. ej., el precio que X paga por un bien, que es de 5 – mayor que el precio que paga Y, que es de 4 – recoge exactamente la probabilidad de incumplimiento – superior – por parte de X – y el coste para la contraparte de extraer del intercambio con X la misma utilidad que extrae del intercambio con Y).
De forma que no es que “cuando fallan los mercados, buscamos soluciones cooperativas” o, al menos, Coleman debería cualificar esta afirmación diciendo que “cuando fallan los mercados, buscamos soluciones cooperativas explícitas, porque los intercambios basados en los precios de mercado son también conductas cooperativas en el sentido más profundo de la palabra cooperación (actuación conjunta para lograr mejor los objetivos de los que cooperan, que estos objetivos sean comunes – como en el contrato de sociedad – o sean diferentes – como en un contrato sinalagmático – no es relevante).
En el caso del teorema de Coase, Coleman señala muy acertadamente, que la cooperación explícita es “mínima” porque consiste simplemente “en una institución cooperativa cuyo único objetivo sea poner en funcionamiento un esquema de derechos de propiedad” (no importa a quién le atribuyamos el derecho subjetivo, lo importante es que se lo atribuyamos a alguien). Dado que “las condiciones bajo las que la aproximación de Coase puede funcionar son muy exigentes”, en el mundo real se recurre a alternativas para resolver la externalidad (impuestos pigouvianos a la parte que causa la externalidad en función de lo que esa sociedad considera una distribución de los derechos ‘justa’, responsabilidad extracontractual, sanciones penales o administrativas, reglas morales, usos etc).
Cómo no, Coleman recurre al caso del tráfico motorizado y las inmensas posibilidades de causar daños a otros conductores a peatones etc. La solución – a falta de precios – es la de las reglas, pero no reglas negociadas entre todos los implicados – los costes de negociación son estratosféricos – sino reglas jurídicas (responsabilidad extracontractual) que, para ser eficientes, dice Coleman, deberían “imitar las que resultarían de una negociación coasiana”. O más bien, la que resultaría de un mercado completo en que cada acción dañosa tuviera un precio de mercado. ¿Por qué quedarnos en el mercado ‘casi’ perfecto de Coase? ¿Por qué no imaginar mercados completos en los que cada daño causado por cada ‘conducta perturbadora’ (en la terminología de Marta Pantaleón) tiene su precio? Si es posible imaginar tal cosa, se confirma que precios, reglas y genética son, todos ellos, mecanismos de ‘regulación’ de la cooperación entre individuos.
Quizá la cuestión se iluminaría si se explicitara con más detalle la relación entre mercados y precios. Como decían Mulherin et al, los mercados (de valores) son fábricas de precios. El producto que producen las bolsas son precios. Y los mercados financieros siempre se han visto como ‘modelos avanzados’ de mercados en donde se intercambia un producto ‘manipulado’ para que el precio al que se intercambia sea lo más predictivo posible del valor que los operadores atribuyen a dicho producto.
Por fin, Coleman aborda la relación entre competencia y cooperación en el marco de un mercado. Y dice que en un mercado
ni los productores ni los consumidores quieren cobrar o pagar el coste marginal (como es sabido, en un mercado competitivo, el precio se iguala al coste marginal). Los primeros prefieren cartelizarse y cobrar por encima del coste marginal. Los segundos querrían cartelizarse y pagar por debajo del coste marginal. Ambas partes se enfrentan a problemas análogos de acción colectiva que no pueden resolver por sí solas. La consecuencia de su incapacidad para hacerlo es lo que llamamos competencia. Lo que llamamos competencia es la consecuencia de una cooperación fallida. Una inferencia natural es que, en contra de la lógica del paradigma del mercado, la cooperación es lo primero en el orden de explicación, en el sentido de que su fracaso es lo que explica la competencia. Así pues, esta objeción da la vuelta a la historia convencional
El argumento de Coleman es realmente enrevesado. Porque la cooperación de la que resulta el aumento del bienestar social que proporcionan los mercados no es la cooperación entre productores o la cooperación entre consumidores, sino la cooperación entre un productor y un consumidor. Pero imaginemos que todos los individuos del grupo son, a la vez, productores y consumidores. Son productores de X – aquello en lo que se han especializado – y consumidores de H,S,Y,Z… es decir, de todos los bienes y servicios que necesitan y que no producen porque confían en que el mercado proveerá. Por tanto, la cooperación de la que hay que dar cuenta no es la cooperación entre productores de X o entre consumidores de Y, sino entre el que produce X y el que produce Y cuando el segundo quiere X y el primero quiere Y. Pero Coleman no parece muy seguro de su argumento ya que concluye que es igual “no tenemos más que ganar si analizamos nuestra vida social subrayando sus dimensiones competitivas que si lo hacemos subrayando sus dimensiones cooperativas”. Espero que haya quedado claro de la exposición que sí tenemos mucho que ganar; que la competencia no es más que un resultado de la libertad de cada individuo para elegir con quién coopera y que para explicar los mercados como mecanismos cooperativos hay que poner el foco en los precios. Son los precios los mecanismos – de mercado – que coordinan la actuación de los individuos, como lo hacen las reglas y como lo hacen mecanismos genéticos.
A continuación, Coleman se ocupa de explicar qué tipo de autonomía de decisión garantizan los mercados: en un intercambio cualquiera, la gran ventaja de utilizar el mercado para llevarlo a cabo es la ‘frugalidad’ informativa que el intercambio requiere. El vendedor sólo necesita saber que el comprador está dispuesto a pagar el precio y el comprador sólo que esas son las naranjas que prefiere a los 3 € que tiene en el bolsillo. No necesita saber cómo piensa, a quién vota, si reza o no, etc. Con ello Coleman hace referencia a que las relaciones de mercado son relaciones impersonales, un mercado competitivo solo puede desarrollarse ampliamente si los intercambios se despersonalizan. Y el valor de tal despersonalización de los intercambios – dice Coleman – para la estabilidad política no puede exagerarse porque reduce notabilísimamente los asuntos sobre los que debe haber consensos en el seno de un grupo para que los intercambios entre los miembros del mismo florezcan. Lo cual – esto es lo más interesante – amplía las posibilidades de discrepancias de todo tipo, ceteris paribus, en una Sociedad con mercados muy desarrollados, respecto de las que puede permitirse una Sociedad donde no sea el mercado el mecanismo de provisión de bienes y servicios para cada uno de los ciudadanos. Las Sociedades con mercados muy desarrollados son, en este sentido, más ‘resilientes’ políticamente. Más estables y, hay que añadir, probablemente más innovadoras porque cualquier innovación supone, necesariamente, una desviación de lo que se tiene por verdad o por correcto en una Sociedad.
A grandes rasgos, como ya tenemos el mercado como institución básica que nos permite participar en amplias y ricas formas de interacción sin llamar la atención sobre las diferencias de puntos de vista integrales que suponen una amenaza para la estabilidad liberal, deberíamos ser más libres de lo que Rawls cree para que el discurso político evoque precisamente las diferencias fundamentales que están tan cerca de los corazones de aquellos que buscan vivir juntos en una cultura política liberal
Finalmente, Coleman se ocupa de una pregunta interesante: ¿pueden venderse las indemnizaciones de daños en los mercados? No el crédito dinerario a la indemnización sino el derecho a reclamar la indemnización. ¿Puede el acreedor de una prestación de hacer (cuidar un jardín dos veces por semana) ceder su derecho a un tercero sin el consentimiento del deudor (el jardinero) como puede hacerse con un derecho de crédito dinerario? No me parece que sean cuestiones excesivamente difíciles.